Humildad. Francesc Torralba Roselló
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Las crisis nos ubican en un territorio desconocido, nos obligan a emigrar de la rutina, siempre cómoda, para tantear un ámbito completamente nuevo. Ello nos permite tomar conciencia de las propias fuerzas y activar los recursos latentes en nuestro propio ser.
Nuestro objetivo, en este libro, no consiste en analizar los distintos modos de reaccionar a una crisis, sino en explorar, filosóficamente, la virtud de la humildad, porque partimos del suppositum de que toda crisis constituye una extraordinaria ocasión para descubrir esta cualidad humana básica y para cultivarla.
Cuando los planes que habíamos esbozado no prosperan, cuando las expectativas se frustran y debemos rehacer el camino para explorar alternativas, nos damos cuenta, de un modo diáfano, de que no tenemos el futuro bajo control, de que la realidad nos supera, de que estamos embarcados en un mundo que está más allá de nuestra voluntad. Llana y claramente nos damos cuenta de que el mundo que habitamos no nos pertenece y el futuro mucho menos.
Emerge, entonces, el sentimiento de pequeñez. Experimentamos lo que el místico trapense, Thomas Merton (1915-1968), denomina nuestra irrelevancia cósmica, nuestra insignificancia en la historia del cosmos. Sentimos que no somos nada o que somos muy poco. Ello puede conducirnos a una profunda crisis de autoestima, incluso a una forma de autodesprecio o de autoodio, pero también a descubrir una cualidad profundamente humana, la humildad.
La humildad no es una virtud cardinal. No forma parte de las cuatro excelencias del carácter que ya avistó Aristóteles (384 a.C.-322 a.C.), en la Ética a Nicómaco. De hecho, en el tratado de las virtudes aristotélico ni siquiera se contempla la humildad. Tampoco en los tratados medievales es considerada como virtud cardinal.
No ocupa el lugar de privilegio que tienen la justicia, la fortaleza, la templanza o la prudencia. Tampoco está dentro de la trinidad de las virtudes denominadas teologales, la fe, la esperanza y la caridad y, sin embargo, juega un rol decisivo en las tradiciones monásticas medievales, especialmente en la Regla de san Benito de Nursia (480-547), en la devotio moderna y en las corrientes espirituales de los siglos XIX y XX.
Hay que reconocer que la humildad tampoco constituye un valor preeminente de la modernidad y, mucho menos, de la llamada postmodernidad.
No se cuenta entre los valores axiales de la Revolución francesa (1789): la libertad, la igualdad o la fraternidad. Más bien se sitúa en la esfera del Medievo y se comprende como un valor que presupone, necesariamente, el reconocimiento de un Ser superior, frente al cual, se pone de manifiesto la insignificancia de la condición humana. No forma parte de los valores propios de la denominada modernidad filosófica, valores como la emancipación, la crítica, la audacia, la racionalidad práctica o la autonomía de la voluntad frente a la heteronomía. Con facilidad es considerada como una virtud premoderna, arcaica, impropia de nuestro tiempo.
Sin embargo, como trataremos de mostrar, la humildad es una virtud perenne, una cualidad básica del ser humano que trasciende culturas, tradiciones espirituales y períodos históricos. No pertenece, en exclusiva, a ningún cuerpo moral, tampoco a ninguna tradición espiritual. Aun así, es imprescindible reconocer su poso judeocristiano, puesto que la gran mayoría de aproximaciones occidentales a la naturaleza de esta virtud se nutren de la tradición bíblica.
La humildad tiene una versión religiosa, pero también una laica. No se precisa la fe para reconocerla como cualidad humana. Basta con tomar conciencia de los propios límites, con darse cuenta de la propia fragilidad. No es necesaria, ni indispensable la comparación con un Ser infinito. Una diversidad de experiencias humanas nos permite entrever el valor perennemente válido de la humildad. Nos referimos a experiencias que se relacionan con la vivencia de la fragilidad.
La fragilidad tiene múltiples epifanías. Estamos hablando del dolor, de la enfermedad, del cansancio, de la impotencia, del fracaso, de la traición, de la caída moral, de la impotencia física y espiritual y, naturalmente, de la muerte de uno mismo y de la del ser amado.
En todo este conjunto de experiencias, uno se percata de sus fronteras ónticas, de sus carencias. Puede o no reconocerlas, puede o no aceptarlas, puede o no asumirlas, pero capta su fragilidad y, justamente, en este acto de conciencia nace la virtud de la humildad.
La humildad, en un sentido religioso, nace por comparación. Cuando el ser humano se compara con el Ser infinito, siente su nada, su contingencia, su pequeñez y experimenta la necesidad que tiene de Él para poder subsistir. Esta humildad nace de un acto de fe, de la distinción de niveles ontológicos: lo finito y lo infinito, lo temporal y lo eterno, lo inmanente y lo trascendente, lo absoluto y lo relativo.
En sentido laico, la humildad, como el perdón, nace de la racionalidad humana en su uso práctico. Se sitúa más acá de la prosa espiritual. Cuando uno se percata de las carencias de su ser, de la labilidad de sus actos y de sus errores, descubre la humildad. También existe la virtud del perdón en el plano laico. Uno lo descubre cuando se da cuenta de que perdonar es liberador, cura heridas, permite empezar de nuevo y reconstruir los vínculos interpersonales. Para todo ello, no es imprescindible la fe en un Dios personal, tampoco abrazar el dogma.
Esta estrecha relación de la humildad, y por extensión del perdón, con las tradiciones espirituales del Libro pesa negativamente sobre ella, especialmente en un contexto caracterizado por el eclipse de Dios, en palabras de Martin Buber (1878-1965), y por un acelerado e implacable proceso de secularización axiológica y espiritual. Grandes conceptos y nociones de herencia judeocristiana han sido barridos del imaginario colectivo, pero, con ello, también su trasfondo profundamente humanista.
Sin embargo, los pensadores contemporáneos más perspicaces vindican una ética de las virtudes en pleno siglo XXI en un plano estrictamente racional. No se olvidan de la humildad, ni del perdón, a pesar de sus raíces nítidamente espirituales. Esta relectura, en clave laica, de virtudes que, históricamente, se han nutrido de los grandes relatos religiosos constituye un acierto, un ejercicio intelectual de discernimiento.
En un contexto fuertemente dominado por las tecnociencias, es fácil sucumbir al mito de que todo es posible. El axioma formulado en positivo reza así: Todo es posible. Formulado en negativo: Nada es imposible.
Este lema está profundamente enraizado en el imaginario colectivo contemporáneo y está en las antípodas de la cultura del límite, de la frontera y de la fragilidad. Este lema no solo circula a toda velocidad por escaparates digitales y analógicos como eslogan publicitario, sino también como filosofía de vida del ciudadano común.
Se ha impuesto como una tendencia de moda que abarca campos tan dispares como la vida profesional, el deporte o la lucha por la eterna juventud. El ciudadano ha llegado a creer que para él todo es posible, que nada es imposible si se lo propone, que puede hacer realidad cualquier propósito por difícil y arduo que sea.
Sin embargo, este axioma choca frontalmente con el reconocimiento de la fragilidad, de la vulnerabilidad y de la finitud. La humildad empieza a latir, precisamente, cuando uno se percata de que no lo puede todo, de que no lo domina todo, de que no puede superar todo cuanto se proponga. Y eso tiene lugar en las crisis, ya sean personales o colectivas.
La que estamos padeciendo, tanto a nivel global como regional, es una ocasión idónea para erradicar del imaginario colectivo este axioma y realzar la virtud de la humildad. La humildad nace, pues, de una derrota, de un fracaso, de una herida.
Si uno examina, honestamente, tanto su vida como la de sus semejantes, es fácil que llegue a esta conclusión y que el axioma en cuestión se volatilice por los aires. Con el paso de los años, uno se da cuenta