Humildad. Francesc Torralba Roselló
Чтение книги онлайн.
Читать онлайн книгу Humildad - Francesc Torralba Roselló страница 5
Observamos, pues, que la primera dificultad para alcanzar la humildad tiene que ver con el deficitario conocimiento que se tiene de uno mismo. Es fácil sucumbir a extremos. En ocasiones, no somos capaces de identificar las fortalezas que subsisten en nuestro ser, pero, en otras se da la situación contraria, captamos las fortalezas, pero no las carencias. Solo quien indaga en sí mismo de un modo constante y tenaz, alcanza este conocimiento y, por consiguiente, la sabiduría interior, la mirada clara sobre sí mismo.
La humildad, escribe la filósofa francesa Simone Weil (1909-1943), es una purificación por eliminación de sí de un bien imaginado, la resultante de un proceso catártico que consiste en aceptar el principio de realidad y desaferrarse de los constructos imaginados.
Existe, por un lado, el yo real, el de carne y huesos, apegado al humus y, por otro, el yo imaginado, soñado, que flota más allá de las nubes, en un universo paralelo. La humildad es la percepción real de uno mismo y eso se opone, frontalmente, a la versión imaginada.
Existe el peligro de crearse una visión de uno mismo completamente fantástica y de instalarse en ella. En este sentido, la humildad es doliente, pero también liberadora. Duele tener que reconocer que no soy lo que había imaginado ser, pero libera porque te reconcilia con el yo real.
La humildad, pues, se relaciona con el principio de realidad, pero también con la noción de imperfección. Quizás, por ello, es un valor tan sumamente contracultural en nuestro tiempo. La aspiración al cuerpo perfecto, a la casa perfecta, a la familia perfecta y a la vida perfecta late en el inconsciente colectivo. Esta insaciable búsqueda de la perfección, sobre todo, estética, genera ansiedad, angustia y desazón y acaba, fatalmente, en fracaso.
En la madurez de la vida uno se percata de que no existe el cuerpo perfecto, ni la casa perfecta, ni la familia perfecta, ni, por supuesto, la vida perfecta.
Este reconocimiento es doloroso, pero también gratificante, pues uno aparta de sus objetivos la lucha por la tan codiciada perfección y acepta lo que es, a los seres que tiene a su alrededor tal y como son y no trata, obsesivamente, de cambiarlos.
Acepta, con serenidad, la ordinaria imperfección de sí mismo y de los demás.
HUMILDAD
E IMPERFECCIÓN
La humildad, como expresa lúcidamente Baruch Spinoza (1632-1677), tiene lugar cuando uno conoce su propia imperfección. Esta es, quizás, una de las definiciones más atinadas de humildad: el conocimiento de la propia imperfección.
Para alcanzar tal sabiduría se requieren dos procesos que raramente se dan en la vida cotidiana: por un lado, el conocimiento de uno mismo y, por otro, el reconocimiento de las propias imperfecciones.
La conciencia de la imperfección no debe confundirse, jamás, con la instalación en la imperfección. El anhelo de mejorar humanamente no está reñido con la humildad. Todo lo contrario. Justamente cuando uno se reconoce imperfecto, es cuando está en vías de mejorar. Cuando, en cambio, cree erróneamente que, ya ha alcanzado el culmen de la perfección, se instala en esa visión errónea y empeora como ser humano.
Desde este punto de vista, considerarnos perfectibles nos da la oportunidad de hacernos cargo de nuestros errores sin taparlos, de solicitar ayuda y de reforzar nuestras habilidades sin sobredimensionarlas, perspectiva que nos permite, también, ver lo mejor de otras personas sin sentirlas como una amenaza y ganar un mundo de experiencia y de sabiduría.
La perfectibilidad es la capacidad de mejorar como ser humano, de pulir las aristas, para acercarse, asintóticamente, al ideal que uno tiene en su mente. El culto a la perfección conduce al perfeccionismo y, en último término, a la intolerancia respecto de uno mismo y los demás.
Tener un ideal y aspirar a acercarse a él no significa sucumbir al culto a la perfección. Uno debe saber que el ideal, justamente por ser un ideal, escapa a la realidad, pero proponerse objetivos arduos es el modo de tensar las capacidades y de potenciar los recursos latentes que hay en el propio ser. Solo, así, mejora un ser humano, ya sea física o mentalmente.
Esta idea de la perfectibilidad, tan inherente a la filosofía de Aristóteles, abre nuevos horizontes en la persona y la salva del derrotismo y de la fatalidad. La distinción entre potencia y acto es pertinente en este contexto. Reconocer potencias latentes es fundamental para crecer como ser humano, pero solo si uno es humilde y aprende de quienes han actualizado esas potencias, puede hacer realidad lo que, en él, es una mera posibilidad.
La humildad, pues, consiste en reconocer la propia imperfección, pero sin negar la perfectibilidad, esta potencia intrínseca de mejora que todo ser humano tiene y que puede desarrollar a lo largo de su existencia.
Escribe el filósofo francés André Comte-Sponville (1952) que la persona humilde no se cree inferior a los demás. Cesa de creerse superior. No ignora lo que vale o puede valer, pero rehúsa contentarse con lo que es. A través de la humildad acepta, plenamente, la existencia en su conjunto.
El orgullo, el opuesto dialéctico de la humildad, es una exacerbación narcisista de uno mismo, lo cual impide el verdadero desarrollo personal. En la cultura narcisista, lo que se lleva es la afirmación del yo, la lucha por imponer el propio destino, la propia voluntad, la búsqueda del reconocimiento social. La humildad está ausente. Es la gran olvidada. Los humildes son particularmente conscientes de la interconexión entre todos los seres, de la categoría de la interdependencia, por eso esta cualidad humana se vincula estrechamente al sentimiento de pertenencia a la humanidad, a la solidaridad cósmica.
Para Baruch Spinoza, la humildad es más bien un estado de ánimo, un afecto que no una virtud, un estado que nace de la tristeza del ser humano frente a su impotencia o su debilidad. Está pues estrechamente unida a la amargura y a la resignación. A pesar de ello, si un ser humano toma conciencia de su impotencia porque reconoce la existencia de algo más grande y poderoso que él, la humildad, a su juicio, se convierte en una virtud.
La vulnerabilidad pone al ser humano en su lugar. Como dice Vladimir Jankélévitch (1903-1985), la humildad es la resultante de un trabajo de sinceridad, lúcido y sin ilusión, que permite a su majestad, el yo (das Ich), como decía Sigmund Freud, perder su trono.
La humildad conduce al amor. Sin ella el yo ocupa todo el espacio y solo ve al otro como un objeto a su disposición. La humildad es ese esfuerzo por liberarse de las ilusiones del yo, por deconstruir la megalomanía del ego.
Es la sabiduría de la nada. Consiste en darse cuenta de que no somos nada. Uno se ve a sí mismo desnudo y expuesto, sin máscaras, sin armaduras, es decir, vulnerable.
Según Immanuel Kant (1724-1804), la humildad es la conciencia y el sentimiento que experimenta el ser humano de su poco valor moral en comparación con la ley moral (das moralische Gesetz). El animal no es consciente de la distancia que separa su ser de la ley moral, porque tampoco vive en el mundo moral, sino solo en el mundo natural, regulado por leyes físicas.
La humildad es, a su juicio, un saber más que una virtud, un triste saber, pero, lúcido y útil para el ser humano, mucho más que la alegre ignorancia.