Búsqueda. Josep Otón Catalán
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La búsqueda de la libertad tiene que ir unida a la búsqueda de la responsabilidad, la aceptación de un marco de reglas a las cuales nos debemos adecuar. Ahora bien, tal adecuación no implica sumisión ni servilismo. Es un acto que conlleva la reconciliación con la realidad. Implica el consentimiento, la conformidad, el reconocimiento de los límites de la propia libertad. Pero de ningún modo debe suponer la connivencia con la injusticia que subyace en estructuras y en costumbres.
La responsabilidad comporta la renuncia a la quimera de la libertad para construir un marco de convivencia justa. Mandela es uno de los grandes referentes en la defensa de los derechos humanos, pero primero tuvo que aprender a ser dueño de sí mismo para poder conducir a otros por las sendas del libre albedrío. Luchaba por mantener su libertad interior en un entorno opresivo. El fruto fue un alto grado de responsabilidad que le permitió guiar a todo un pueblo hacia una forma de organización respetuosa con la libertad de cada individuo.
Por otro lado, la responsabilidad, cuando nace de nuestra fantasía, nos puede abrumar. Entonces podemos sacrificar nuestra libertad en aras de una misión imaginaria que nos resta fuerzas y nos devora. Libertad y responsabilidad deben ir coordinadas. Buscar una sin la otra nos aboca a la bancarrota moral.
Verdad
Weil vivía preocupada por el efecto de la propaganda política de su época, en particular por los estragos realizados en las conciencias por parte del nazismo. Por eso, para defender la necesidad de la verdad, exigía la protección contra el error, la mentira, la falsedad y la sugestión, auténticos venenos de la salud pública en el dominio del pensamiento.
Seguramente Weil no conocía los términos «posverdad» o «fakenews», pero sí su significado. Su reflexión se centraba en las ideologías, algo comprensible en plena eclosión de los totalitarismos. Aun así, su pensamiento puede contribuir a que seamos más certeros en nuestra búsqueda personal.
Necesitamos la verdad, la buscamos, pero puede ser un espejismo de efectos engañosos. Solemos confundirla con una idea verosímil, que se adecúa a nuestros parámetros, que es acorde con nuestras expectativas. Y cuanto más precisa, o más exacta sea, más veraz nos parece. Nos esforzamos por encontrar pensamientos plausibles, merecedores de la aprobación de los demás, aunque no siempre sean fidedignos.
Muchas veces teñimos de veracidad cualquier idea para ganar apoyos. La revestimos de coherencia, la apuntalamos con argumentos contundentes, pero no deja de ser una ficción adornada de verosimilitud. En el fondo, nos deja hambrientos. No colma nuestra necesidad.
La verdad es indisociable de la sinceridad. Nos pone en contacto con lo real y no con el mundo imaginario que nos hemos construido para ocultarnos. Nos introduce en el ámbito de lo auténtico desde donde es posible construir nuestra identidad y un mundo más justo y habitable. La verdad es fecunda. Mentir al médico nos puede conducir a la muerte. Engañar a los demás y a nosotros mismos, a la gélida soledad.
Pero podemos aspirar a la verdad movidos por un propósito poco recomendable. Nos podemos obsesionar desde una actitud inquisitorial, donde las ideas son más importantes que las personas. Se da por hecho el falso testimonio del interrogado, pero también la legitimidad de nuestras indagaciones. Entonces actuamos como animales de rapiña ansiosos por arrancar la verdad a unas víctimas desamparadas.
O podemos banalizar la verdad hasta convertirla en materia prima de nuestros chismes y chascarrillos. Confundimos la búsqueda de la verdad con la curiosidad malsana de las habladurías y las murmuraciones. La obstinación en buscarla nos puede alejar del lugar donde realmente se encuentra: en el individuo concreto. Creamos una imagen falsa que, por más creíble que resulte, convierte a las personas en ídolos o en fantoches.
«Humildad para aceptar lo real».
Y del mismo modo que buscamos la verdad, necesitamos el secreto, el pudor, la discreción. Para preservar la verdad, debemos protegerla con la reserva pertinente. No siempre estamos en disposición de conocerla, hace falta un proceso interior previo para acogerla y asimilarla convenientemente. Solo la encontraremos si accedemos a ella desde el respeto. De lo contrario, la distorsionaremos con nuestros prejuicios y expectativas. Las grandes verdades reclaman una preparación previa, un ayuno de ideas y de deseos, la humildad para aceptar lo real, la renuncia al control. Entonces la verdad crece en nosotros como una planta que ha encontrado tierra fecunda.
Soledad
Al referirse a esta necesidad, Simone Weil es muy parca: «El alma humana necesita, por un lado, soledad e intimidad, por otro, vida social». Ella se encontraba en una situación muy particular: exiliada en Londres lejos de su familia y de su amada Francia. Vivía, o sufría, la soledad de una manera especial. En sus escritos confiesa la añoranza que sentía por su país y por sus seres queridos. Estaba totalmente dedicada a escribir sobre el futuro de una Francia liberada de los nazis, un trabajo en solitario que acabó con su frágil salud.
A pesar de lo conciso de su pensamiento, encierra una enorme sabiduría. El ser humano necesita espacios de soledad donde cultivar su mundo interior, donde poder escucharse, donde aprender a conocerse, donde asimilar cuanto ha vivido y preparar lo que espera vivir. Es un espacio de intimidad, reservado a la propia privacidad, pero que, de ningún modo, pretende desentenderse de los demás. La soledad, la relación con uno mismo, el silencio interior y exterior contribuyen a crear la atmósfera para sintonizar con lo más profundo de la persona y, desde allí, salir al encuentro del otro, acogerlo, entenderlo, amarlo.
El peligro es convertir la soledad bien en un castigo, bien en una expresión de egoísmo. Buscamos momentos de soledad para crecer, pero, en ocasiones, la soledad impuesta –o autoimpuesta– es un suplicio. La soledad no buscada puede ser una maldición. O, por el contrario, la oportunidad de salir de nosotros mismos, de dejarnos de buscar e ir al encuentro del otro, aunque esté lejos. Eso es lo que hizo Weil con sus innumerables cartas y con sus propuestas. Desde la nostalgia valoraba más a los otros; echaba de menos personas y vivencias y, en consecuencia, crecía su ansia por el encuentro. La lejanía, en vez de apagar el afecto, lo acrecentaba.
Pero la soledad puede convertirse en una manifestación de egoísmo, una expresión de cierto narcisismo que rechaza la relación con los otros. Determinadas compañías nos pueden resultar incómodas. Entonces nos aislamos, nos refugiamos en nuestra soledad convirtiéndonos en seres huraños y ariscos. Los demás nos molestan y renunciamos a su cercanía.
«La soledad y la vida social».
La soledad no tiene que nacer de la misantropía, sino de la simpatía, del querer estar cerca de los demás, aunque para ello, en ocasiones, haya que alejarse. La soledad nos prepara para la vida social. Buscamos la amistad, el amor, la compañía, las relaciones, conocer a otras personas. Esta es la vocación del ser humano. Solo relacionándonos con los demás llegamos a ser nosotros mismos. Mi identidad viene configurada en función de mis lazos con otras personas. Soy padre, hermano, primo, abuelo, hijo, maestro, paciente, vecino, amigo, amante, admirador, seguidor, alumno, médico, compañero... Soy en relación a otro.
Ahora bien, si únicamente soy mis relaciones, no soy nada. Necesito ser alguien, buscar quién soy. No me puedo resignar al papel que me ha sido asignado por la vida o por la sociedad. Soy mucho más. Debo seguir la instrucción del oráculo de Delfos: «Conócete a ti mismo». Y para conocerme, como diría Weil, debo combinar la soledad