Amor. Francisco Javier Castro Miramontes
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Hoy llueve intensamente sobre Santiago de Compostela. Para consolarnos, los compostelanos, que somos muy imaginativos, solemos decir que aquí la lluvia, como en ningún otro lugar del mundo, es arte. Recientemente escribí una colaboración para una publicación impulsada con fines solidarios por la ONG Médicos del Mundo. Me pedían a mí, como compostelano nativo y también de adopción, porque es bueno seguir naciendo y reforzando la filiación como pacto con la vida y la realidad concreta que nos toca vivir, que comentase una fotografía tomada en la Plaza del Obradoiro, en la que se sobre-impresionaba la esbelta fachada de la catedral sobre un charco de agua de lluvia, mientras un perro pasaba fugaz, como una sombra. Esto fue lo que escribí y que ahora comparto contigo:
La Plaza del Obradoiro es cuna de culturas, punto de encuentro entre turistas, peregrinos y paisanos, gran plaza de pueblo, de un pueblo universal que conjuga la esencia de lo autóctono con la pluralidad de lo foráneo. Aquí se sitúa el punto cero de la peregrinación, aquí reposa como en un lecho el cansancio y la esperanza del peregrino que no puede sino sentir una profunda emoción al contemplar la filigrana de la piedra que, en un giro ascensional, te hace mirar hacia el cielo proyectándote hacia el infinito, robándote el corazón e invitándote a la poesía que se sumerge en el arte de la piedra bañada por la lluvia, y que nos hace soñar con la esperanza como horizonte existencial de eternidad, mientras vamos fugazmente de paso por el camino de la vida.
Esta lluvia de hoy es la que empapa y fecunda la tierra que se deja abrazar por el resplandor solar. De la confluencia de tres, brota la vida y las más hermosas y floridas primaveras. Así es la vida, una confluencia de tres: yo (tú), la tierra que nos sustenta y Dios, sol imperecedero que ilumina nuestro caminar y nos permite florecer ofreciendo frutos de amor, bondad y mansedumbre. Según el relato bíblico: Dios «es amor». Y así lo hemos sentido a lo largo de la historia muchas personas que no hemos podido comprender la realidad concreta y terrenal sino desde su profundidad espiritual. Ibn Arabí, pensador musulmán de Al-Ándalus, llegó a resumir su vivencia afirmando sin rubor y con decisión: «Mi religión es el amor».
Ha comenzado ya la Cuaresma, prólogo prolongado de la Pascua de resurrección. Esta mañana, en la celebración de la Eucaristía, en la homilía, al hilo de la proclamación de las «tentaciones de Cristo», me referí a esa tendencia innata del ser humano de querer «ser como Dios», a erigirnos en «diosecillos» de nuestra propia vida y –peor aún– de la vida de los demás. El egoísmo es la raíz de muchos males, y el gran ídolo de barro que se acaba desmoronado, pero que mientras tanto devora vidas y sueños. Jesús venció a esta gran tentación a fuerza de amor. Esta es la clave. Purificar el corazón es el primer paso, pero no basta, hay que vivir luego de modo comprometido, solidario, porque la vida misma exige respuestas. Y en esencia la Cuaresma es una oportunidad para eso mismo; para hacer desierto interior de búsqueda y vuelta a lo esencial, para luego, fortalecidos interiormente, afrontar la vida como nos viene dada.
«Purificar el corazón».
Y la Eucaristía de hoy me deja un recuerdo más, que quiero compartir contigo. Entre el público, entre la comunidad creyente, había una mamá en estado de buena esperanza que mientras un servidor predicaba acariciaba con su mano su barriguita (el don de la vida, el milagro de la vida en todo su esplendor). Y tanto es así que caí en la cuenta de que allí en realidad no había una persona sino dos, y que la criatura, abrazada por el amor de su madre, simbolizado en su vientre, también quizá estaba sintiendo algo en ese momento –seguro que sí–; las emociones que su madre le estaba transmitiendo.
Y en el templo, un poco más adelante que la madre gestante, en primera fila (como acostumbra), estaba don Luis, que acaba de cumplir 102 años y viene todos los domingos a Misa acompañado de su hija, siempre pendiente de él, y que le dijo al oído (su audición ya está muy limitada) que el sacerdote había informado a la asamblea de su reciente cumpleaños… por lo que él se sentía muy agradecido. Por cierto, que en cierta ocasión una niña se quedó prendada del ancianito en cuestión, tanto es así que le dijo a su madre que por qué no lo adoptaban y se lo llevaban con ellas para casa. Esta es la mirada de inocencia y hermosura de la infancia, con razón de quienes son como ellos y ellas es el reino de los cielos.
Hoy he asistido a un milagro; una vida plena a la puerta del Reino y otra en ciernes compartían sin saberlo la vida que nos hermana. Sí, la vida misma, ¡qué bello y desconcertante misterio! Esa vida que se hace también nombre, palabra que nombra, que define, que evoca. Y detrás de cada nombre, de nuestro nombre, se esconde y abarca una persona, es decir, un mundo en expansión. Pero en este sentido, en la lucha por la dignificación de las personas, aún queda mucho por hacer. Trazar una senda de amistad nos puede hacer ser y sentir más vulnerables y compasivos ante la realidad, nominada o no, de otra persona que es en sí misma –somos– un misterio desconcertante y bello. Necesitamos el amor, so riesgo de perecer ahogados en el mar profundo del egoísmo: «Me pregunto: ¿qué es el infierno? Y sostengo que es el tormento de la imposibilidad de amar» (F. Dostoievski).
LA TEORÍA DE LOS AFECTOS
«Nos salvaremos por los afectos».
ERNESTO SÁBATO
Paz y bien:
Sin duda alguna la música es un lenguaje universal que da voz al ser interior y puede llegar a cautivar nuestro corazón. Ahora mismo, al tiempo de escribirte, estoy escuchando una música que brotó con ánimo solidario hace ya algunos años para tratar de ayudar a la infancia en la trágica situación provocada por la ignominiosa guerra de los Balcanes. La música es fruto de la armonía de sonidos, de la conjunción de voz e instrumentos musicales.
Recientemente, después de pronunciar una ponencia sobre la espiritualidad del Camino de Santiago en un pueblecito al sur de Galicia, me regalaron una reproducción en cerámica de uno de los instrumentos musicales que están representados, moldeados en piedra, en el Pórtico de la Gloria de la catedral compostelana, auténtica joya del románico, conocido también como la «Biblia de los pobres», es decir, la de aquellas personas que en el medievo no podían acceder a los textos sagrados por no saber leer y que así, visualmente, lograban hacerse una idea de la historia de la salvación, sintiéndose partícipes de la misma.
Hace unos años un amigo italiano, Alfonso, gran enamorado del Camino de Santiago y de la espiritualidad que dimana de la peregrinación, me envió un CD de música compuesta a comienzos del siglo XVII por Stefano Landi. Este autor de piezas musicales se inscribe por méritos propios dentro de lo que fue conocida como la «teoría de los afectos», de modo que la música respondía a eso mismo: a los afectos humanos, tratando de expresarlos musicalmente. Por ahí desfilan el amor, la pasión, la melancolía, la tristeza, la esperanza, la desilusión, el enamoramiento, la insatisfacción… en fin, una auténtica y completa radiografía del alma humana.
Una de esas bellas composiciones, titulada A che piú l’arco tende apostilla que el amor rejuvenece el corazón, aun cuando lo propio del ser humano sea pasar, envejecer y entregar finalmente la vida, pero después de haber vivido con intensidad el abrazo del amor. Y advierto que me cuesta creer que incluso el último aliento no sea sino el prólogo de la eternidad a la que aspira el amor (amor eterno).
Sí, los afectos forman parte de la vida: somos seres afectivos, queramos o no, con toda su carga benéfica y también con todo lo que de destructivo se nos puede colar entre las rendijas del alma. El ser humano, a diferencia de animales y objetos, es –somos– un ser afectivo que da y necesita sentirse amado. Pero ser persona humana es vivir bajo el signo de la paradoja, cuando no también de la contradicción, y los mismos afectos