Amor. Francisco Javier Castro Miramontes

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Amor - Francisco Javier Castro Miramontes Adentro

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      El mundo interior, el ámbito de nuestras pasiones, es una especie de universo interior desconocido, y a veces insondable, incluso para la propia persona que se habrá de hacer dueña de su propio ser. Escribió –o eso dicen– el filósofo y sabio Séneca que «el hombre más poderoso es el que es dueño de sí mismo» y, por tanto, el que se conoce y es capaz de cabalgar victorioso incluso sobre la grupa de sus propios afectos.

      La afectividad nos marca con su sello, nos condiciona, pero también nos engrandece cuando somos capaces de dejar que el amor triunfe más allá de nuestra necesidad de sentirnos amados. Otro sabio de la antigüedad, Aristóteles, dejó dicho que el verdadero valiente es quien conquista sus propios deseos, ya que esta es la verdadera victoria, la que sobreviene sobre uno mismo. Por eso la afectividad es un auténtico caballo de batalla personal, porque siempre está desbocado, mientras no seamos capaces de tomar sus riendas y domesticarlo. De la misma manera hay que tratar de domeñar los afectos más primarios.

      Apuesto por una cultura de la afectividad domesticada, orientada y, al mismo tiempo, libre (Tagore dejó escrito que «el amor no reclama la posesión, sino que da la libertad»). Una afectividad expresada con naturalidad, confabulada con el bien, y siempre vencida por el amor que espanta las tinieblas de la maldad. No deja de resultar curioso que estemos en unos tiempos en los que se sobre-ensalza la sexualidad como medio para el placer físico y psicológico, pero desentendida del amor que debiera orientarla. Incluso fácilmente caemos en la frivolidad y, sin embargo, luego somos unos auténticos analfabetos sentimentales que pasamos del todo a la nada a golpe de impulso irracional.

      No deja de sorprenderme cómo, en nuestra cultura, es frecuente el saludo entre, por ejemplo, una mujer y un hombre que se acaban de conocer a base de dos besos «al aire». Ni siquiera cuando besamos lo hacemos de verdad. Sí, debemos aprender a educar nuestra afectividad puesto que es fuente de alegría o, todo lo contrario, pozo de frustración, de neurosis o de inseguridades. Y para que ello sea posible necesitamos fundamentar la existencia en el don mismo de la vida. Amar la vida es el primer principio que sustenta cualquier iniciativa que se precie de ser «humana».

      Los afectos necesitan ser expresados, transmitidos, canalizados a través de los gestos de cariño, de los abrazos, los besos, las caricias, las palabras amables… y las lágrimas, que son palabras del alma que unas veces se comunica así, y otras, con la mirada profunda y la sonrisa. Las lágrimas son ecos del corazón, desahogo sanador y purificador. Llorar es parte de la vida. También sonreír. Y todo sazonado con el abrazo de la esperanza, y alimentado por el amor.

      LA SENDA DE LA FELICIDAD

      «Para ser feliz se necesita, de entrada, una actitud mental positiva. Después, es menester dar un sentido a la vida, lo que significa tres cosas: dirección, contenido y coherencia interior. La ingeniería de la felicidad es una labor de orfebrería: tallar, pulir, limar… hasta dar con el mejor perfil de la propia existencia».

      ENRIQUE ROJAS

      Paz y bien:

      Hoy he estado en un plató de televisión participando en la grabación de un programa con formato de tertulia que tenía como tema de fondo y primordial «la felicidad». En su momento, cuando me llamaron de producción para invitarme, no dejó de sorprenderme que hubiesen pensado en mí, un fraile, para hablar de esta cuestión por otra parte tan personal, tan subjetiva; aunque está claro que es sin duda un tema capital. Pero lo cierto es que no dudé ni un instante en aceptar la invitación porque consideré que era un foro idóneo para tratar de transmitir con toda sencillez lo que siento, mi propia experiencia de vida, mi concepto de felicidad.

      Una vez hechas las presentaciones de los tres contertulios (me acompañaba una escritora y un filósofo), la presentadora nos lanzó, a bocajarro, una pregunta: si realmente cada uno de nosotros éramos felices. Por mi parte, contesté que, si la felicidad consiste en amar, entonces sí, soy un hombre afortunado, porque me siento enamorado de la vida.

      Y tú, ¿eres feliz? ¿qué me dices de la felicidad?, ¿qué experiencia tienes del amor?, ¿la felicidad la da la salud, el dinero y el amor? A mi modo de ver el amor es la clave de la felicidad. En realidad, la felicidad es un ideal por el que luchar, hacia el que caminar y, en cierto modo, el amor es el camino mismo, en su expresión concreta de compromiso a favor de los demás, venciendo el egoísmo innato y tratando siempre de tender hacia el altruismo más solidario.

      «El amor es la clave de la felicidad».

      La felicidad es una tendencia innata. No sabemos muy bien en qué consiste, pero sí sentimos ese impulso tendente a lo infinito. A mi modo de ver la felicidad consiste en valorar la vida misma, en sus detalles, en su pequeñez, en la flor primaveral que tiñe de color la pradera y engatusa al viento con su fragancia. La felicidad es estar aquí y ahora con toda la intensidad de sentirnos vivos. De hecho, me siento feliz de poder compartir contigo estos escritos de amistad en la distancia, porque me permiten esponjar el corazón y sentir también el latido del tuyo, compartiendo ideales, esperanzas, luchas, miedos… la vida misma que somos.

      Hace unos días leí en el evangelio aquella expresión puesta en labios de Jesús y dicha al dubitativo, o miedoso, Nicodemo, que andaba buscando la verdad y no acababa de dar la cara por Jesús, aunque en su corazón ya era su discípulo. Me refiero a: «Volver a nacer de nuevo». Obviamente el interlocutor se quedó un poco desconcertado y no acertaba, en aquel momento, a entender el verdadero y profundo significado de ese «volver a nacer». Desde siempre esta expresión me interpela y, al mismo tiempo, me anima a recuperar el sentido de lo profundo, de lo esencial.

      Sí, debemos nacer de nuevo, estar dispuestos a nacer de nuevo en cada situación, a cada momento, como una forma de renovarnos, de purificarnos y de liberarnos del lastre pesado de la negatividad de la vida que nos afecta y constriñe. En cierto modo, este proceso es –como todo parto– doloroso, se requiere un esfuerzo y unas mínimas condiciones.

      ¿Por qué hay personas felices en lo poco y otras tremendamente infelices aun teniendo todo lo que el mundo, la sociedad consumista, valora? Me viene al pensamiento aquella escena que se refiere al «naturalista» y filósofo Diógenes. Cuentan que él estaba tan pancho disfrutando de su humilde morada (un barril de vino) cuando se le presentó el mismísimo y mítico Alejandro Magno, el hombre más poderoso de aquel tiempo. Este, intrigado por la vida de Diógenes, y quizá un poco envidioso, se acercó y poco más o menos le vino a preguntar acerca de su sabiduría, por qué era tan feliz en medio de lo que a ojos vista del mundo suponía una desgracia. Y parece ser que Diógenes no se complicó mucho la vida, tan solo pidió al potentado conquistador que se apartase de en medio, porque su sombra, por muy regia que fuese, le estaba privando del calor del sol.

      La felicidad es un estado del alma, una forma de estar sintiéndonos en equilibrio interior, y en armonía con todo. A ese equilibrio yo lo llamo Dios. Al fin y al cabo, la felicidad es una entelequia, el caso es vivir fundamentando la propia existencia en una serie de valores que dan sentido a nuestro estar aquí y ahora. Y sin duda el más sublime de esos valores, el que sostiene el mundo, es el amor.

      Ya es tarde, tengo sueño. Hoy nuevamente la lluvia ha fecundado de vida la tierra en esta bella primavera que ya se hace sentir. Los mirlos amigos así lo alertan al amanecer, y aun antes, y al atardecer. A veces pienso que la sensibilidad para sentir el latido del mundo es ya una gran felicidad, o al menos una gran dicha. Resuenan ahora en mi corazón aquellas palabras pronunciadas por Jesús: «Felices…», sí, precisamente aquellos que son tenidos por desgraciados. Se trata de una lógica desconcertante, pero revolucionaria. Ningún poder humano puede llegar a vencer al corazón de una persona que se afianza en el amor. Es más, el amor es el mayor poder al que podemos aspirar.

      Somos

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