El árbol del mundo. Xavier Mas de Xaxàs

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El árbol del mundo - Xavier Mas de Xaxàs

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que se destruyen ajenos a los caprichos de los dioses.

      Fue la primera tragedia de la que fui testigo, y todas las demás se le han parecido. ¿Qué batalla, al fin y al cabo, qué verdadera pugna por el poder no está en este poema que Simone Weil nos ayudó a ver como un poema de fuerza?

      La Ilíada –reflexiona la pensadora francesa– es algo único por esa amargura que procede de la ternura y que se extiende sobre todos los seres humanos, igual que la claridad del sol. Nunca su tono deja de estar impregnado de amargura, nunca tampoco se rebaja al lamento. La justicia y el amor, que apenas pueden tener lugar en este cuadro de violencias extremas e injustas, lo bañan con su luz sin que se dejen percibir más que por el acento. Nada valioso, destinado o no a perecer, se desprecia; la miseria de todos se expone sin disimulo ni desdén; ningún hombre es colocado por encima o por debajo de la condición común de todos; todo lo que se destruye es lamentado. Vencedores y vencidos están igualmente próximos, son por igual los semejantes del poeta y del oyente. Si hay una diferencia, es que la desdicha de los enemigos se siente quizá con mayor dolor.

      Isikveren, al igual que la Ilíada, muestra la subordinación del hombre a la fuerza, pero también el reequilibrio y la continuación, y yo creo que el tiempo histórico nos demuestra que el mundo funciona así, sin respuestas definitivas, pero tampoco con rupturas eternas.

      

      En mi principio, junto a Isikveren, también estuvieron un kibutz en Israel, un muro en Berlín, unos aviones que cayeron sobre Washington y Nueva York y un joven que se prendió fuego en Sidi Buzid.

      Israel, en mi creación personal del mundo, representa la fe y la inocencia.

      Era 1982, verano. Yo iba a cumplir 18 años, había leído a Leon Uris y creía que la epopeya del pueblo judío marcaba el paso de la humanidad. Por encima de los errantes y los exterminados estaban los supervivientes y los constructores, y por encima de todos ellos los justos resplandecían con una blancura renovada. Levantar un Estado comunitario sobre la tierra prometida me parecía el mejor de los destinos.

      Israel utilizaba la sinagoga de la calle Avenir de Barcelona para las gestiones consulares. Había llamado a la puerta en el invierno de 1981, pero me dijeron que debía esperar un año porque los kibutz no aceptaban voluntarios menores de edad.

      Israel, en aquel 1982, me permitió salir de la Barcelona posfranquista y meterme en una novela de aventuras utópicas.

      Me asignaron Givat HaShloshá, un kibutz a las afueras de Petaj Tikva, en el centro de Israel. No sabía dónde estaba.

      La misión de los kibutz me parecía de las más puras, un modo de vida honesto y equilibrado, donde la causa colectiva se fundía de modo natural con la aspiración individual. La propiedad privada y el dinero perdían gran parte de su sentido en aquellas comunidades de pioneros.

      Los responsables de Givat HaShloshá me explicaron que el nombre era un homenaje a tres trabajadores judíos de Petaj Tikva que murieron torturados en 1916 en una cárcel otomana de Damasco acusados de espionaje a favor de los británicos.

      No me explicaron que el kibutz se había levantado sobre los terrenos de Majdal Yaba, una ciudad árabe con tres mil años de historia. En el Antiguo Testamento aparece como Afek, un enclave amurallado que, como tantos otros en la región, cambió de manos muchas veces. Los israelitas se la arrebataron a los cananeos, pero la perdieron luego ante los filisteos. Los romanos la llamaron Antipatris, y los cruzados franceses, Mirabel. Los musulmanes la bautizaron como Torre de Nuestro Padre, Majdal Yaba.

      El 10 de julio de 1948 la comunidad judía de Petaj Tikva, entonces una colonia de judíos ortodoxos fundada en 1878 con dinero del barón Edmond de Rothschild, atacaron Majdal Yaba. Los 1.500 habitantes fueron expulsados, víctimas de la nakba, la tragedia del pueblo palestino. Cientos de miles de árabes perdieron sus hogares aquel año ante el empuje del nuevo Estado de Israel.

      Los palestinos –me dijeron entonces en Givat HaShloshá– no huyeron de los judíos sino de la guerra que los países árabes iniciaron contra Israel nada más declarada la independencia. La mayoría habían encontrado refugio en Jordania, “su nuevo país”.

      La verdad es que entonces no me preocupaba el pueblo palestino. Me interesaba el Estado judío, las chicas del kibutz y las excursiones de fin de semana a Tel Aviv.

      De domingo a viernes trabajábamos moviendo las tuberías de riego en los campos de algodón, pintando los depósitos de pienso en la granja de pollos o enganchando suelas de botas militares en la fábrica de calzado. Nos levantábamos antes del amanecer y no parábamos hasta el mediodía. Las tardes las pasábamos en la piscina, tendidos sobre el césped.

      La hierba verde, regada con aspersor, simbolizaba la superioridad del orden sionista.

      Muchos años después, en Tucson (Arizona), volví a comprobar la jerarquía racial que pueden marcan los céspedes. Allí simbolizaban el dominio angloestadounidense sobre el desierto y los indígenas latinoamericanos.

      Los oprimidos suelen recorrer a pie los caminos más polvorientos y desérticos, sea en Sonora, el Sáhara o Judea. Sin duda, la vegetación cultivada del kibutz reforzaba nuestro convencimiento de que el ejército israelí, el que llevaba las botas que fabricábamos en Givat HaShloshá, tenía todo el derecho a invadir Líbano en nombre del progreso occidental.

      La propaganda israelí explicaba que la OLP (Organización para la Liberación de Palestina) tenía su cuartel general en Beirut y que era una organización terrorista, antisemita y antisionista. No había duda. Era un hecho que yo no disputaba porque entonces, a mi ignorancia sobre el pueblo árabe palestino, añadía otras dos igual de graves: que la etiqueta terrorista era una de las más aleatorias de la historia y que, en medio de una guerra, no hay más víctima que la población civil. La inocencia de los civiles atrapados en un conflicto no supe interpretarla bien hasta Isikveren.

      Miramos al mundo como queremos que sea, no como es en realidad. Incluso los analistas más fríos no pueden evitarlo. Nuestro cerebro tiene un mecanismo que dificulta la comprensión de los puntos de vista que nos parecen contranaturales. Los reporteros que vemos el mundo en primer plano y nos enfrentamos a la tarea de escribir el primer borrador de la historia topamos constantemente con este muro. Creemos que podremos mejorar las cosas si denunciamos lo que no encaja en nuestra visión preconcebida de los acontecimientos. Es un error, pero, paradójicamente, también es una ilusión a la que no renunciamos porque a veces tenemos razón.

      Durante más de treinta años he escrito cientos de notas desde lugares complejos, sitios donde lo que menos vale es la palabra hecha promesa política, porque las personas que se enfrentan a la nada, las que se exponen al vacío que va a tragarse sus vidas, empezando por sus propios cuerpos y acabando por las memorias que creían imperecederas, están muy cerca de la verdad.

      La falta de futuro les lleva a actuar por instinto. Abandonan el tacticismo, que no es más que miedo, y prescinden de los matices, que entorpecen la clarividencia. No importa si pertenecen a un partido que es una escisión o un reagrupamiento, si el derecho les ampara o les condena, solo importa si están en paz con Dios y consigo mismos, si tienen un primo policía o un tío funcionario, si la familia ha tomado las decisiones estratégicas adecuadas para sobornar a los guardianes del toque de queda y del control de carreteras, así como a los centinelas fronterizos, último obstáculo que deberán superar para seguir adelante. No hay más, pero tampoco menos.

      Este orden natural del presente empecé a comprenderlo escuchando las historias de los supervivientes de la Shoah en Givat HaShloshá. Eran ancianos con el tatuaje en la muñeca, europeos que nunca más volverían a huir. Israel llenaba su nada. Allí

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