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El primer mártir de las primaveras árabes, el héroe a su pesar, se había convertido en un traidor. Su madre y sus hermanas tuvieron que dejar Sidi Buzid, acosadas por los vecinos y los insultos en las redes sociales, que las acusaban de haberse salvado a expensas de todos los demás. Es verdad que pocos días antes de huir a Arabia Saudí, Ben Ali las indemnizó, y Canadá acabó acogiéndolas, pero también es cierto, como me explicó su primo Alí en la casa familiar, que “el martirio de Mohamed unió a los árabes”.
Durante unos meses, los jóvenes tunecinos y con ellos los de gran parte del mundo árabe, unieron sus miedos, se reconocieron en sus frustraciones y arriesgaron sus vidas para vencer a la tiranía. Lo consiguieron sin ayuda de nadie. Ningún país occidental les tendió la mano, no tenían líderes ni más capacidad organizativa que las redes sociales.
La espontaneidad de la protesta fue su gran ventaja táctica y, aunque cantaron victoria, su lema, la consigna de tantos alzamientos populares en países a priori muy dispares, sigue siendo hoy una aspiración: “Libertad, trabajo y justicia social”.
Los alzamientos populares del 2011 fracasaron. Ninguno con más desgracia que el de Siria. Medio millón de muertos y diez años de guerra no han bastado para derrocar a Bashar el Asad, uno de los dirigentes más sanguinarios del mundo.
La violencia y el radicalismo del islamismo político convencieron a muchos árabes de que la democracia no es para ellos, y volvieron a besar los pies del general, del monarca, del sumo sacerdote que les niega el cielo pero no el pan.
Otros muchos, sin embargo, no se han dejado engañar por los milagros y los misterios. Han protestado en Argelia contra la gerontocracia militar y han depuesto a un dictador en Sudán, mientras que en Irak y Líbano se han levantado contra la violencia y el sectarismo religioso, contra el mal gobierno y la corrupción.
Han tenido suerte porque los autócratas y los monarcas absolutistas en Turquía, Egipto y Arabia Saudí encarcelan y asesinan a la disidencia política, algo que no haría un régimen seguro de sí mismo. Reprimen, en gran medida, porque sus economías son hoy mucho más débiles que hace diez años. Les cuesta más repartir el sustento y gestionar la ambición de una juventud que sigue aspirando a la dignidad. También son más vulnerables porque han eliminado la sociedad civil y las instituciones públicas que ventilaban las frustraciones.
Los pueblos de Oriente Medio y el Norte de África siguen lejos de la libertad. Nadie sabe si algún día volverán a tocarla ni cómo será ella cuando lo hagan antes del último muerto, pero parece claro que no van a dejar de buscarla.
Si en el invierno del 2011, Túnez me enseñó los límites de la revolución, Berlín me había demostrado todo lo contrario en el otoño de 1989.
Pocas semanas después de la caída del muro de Berlín, es decir, del colapso del comunismo en Europa Central y Oriental, vi a un hombre llorar frente al altar de Pérgamo. Sus manos acariciaban el mármol del friso, las figuras de los dioses y los titanes. Estaba absorto en la violencia de su lucha, en la belleza helenística y barroca de los cuerpos desnudos. La iluminación no era buena y las sombras añadían dramatismo al combate de los Hércules.
El hombre lloraba tranquilo, con el sombrero y el abrigo puestos. Era una tarde de principios de diciembre, hacía frío y no había nadie más en la gran sala del museo. El hombre me pidió disculpas. “No se asuste, no pasa nada –me dijo–. Soy un profesor de griego en Berlín Occidental y no pensaba que después de tantos años iba a emocionarme así”.
Había cogido el metro hasta la estación de la calle Friedrich para ver esta gran obra del arte heleno. Allí había pasado el control de pasaportes, entrado en Berlín Oriental y caminado hasta el Museo de Pérgamo, a orillas del Spree. Al salir de la estación le había sorprendido la tienda moderna de Cuba Tabaco y luego las paredes grises de todos los edificios, sin apenas comercios ni letreros. Era la primera vez que se alejaba tanto del Muro.
El museo, sin apenas visitantes, con las obras sucias de polvo, mal iluminadas con fluorescentes que tanto servían para una escuela como un hospital, atesoraba lo que pocos podían apreciar.
Recorrimos varias salas, y al salir ya había anochecido. El profesor me preguntó si podía acompañarme hasta la estación. Llovía un poco. Caminamos por el centro de una calle desierta. Los adoquines mojados por la lluvia brillaban bajo la escasa de luz de las farolas. Estábamos metidos de lleno en la estética de la guerra fría, inmersos en las ruinas del Berlín comunista, con la derrota de la ciudad manifestándose a flor de piel, en cada centímetro de lo que veíamos y pisábamos, cargando sobre nuestras espaldas el peso enorme de aquella república agonizante.
“Ahora somos un pueblo, una familia”, me dijo antes de entregar su pasaporte al guardia germanooriental que iba a permitirle ganar el lado occidental de la ciudad y volver a su casa, a su vida y a la vida.
“Un pueblo, una familia, una patria” era un canto habitual en aquellas semanas posteriores a la caída del Muro. Había más gente como el profesor, personas que tenían miedo y estaban desorientadas. Creían que la revolución tranquila tenía trampa. No se fiaban de las masas. Decían que eran imprevisibles y que todo podía pasar. No habían perdido la memoria de los cristales rotos.
La Unión Soviética mantenía a 360.000 soldados en la RDA, la República Democrática Alemana, y aunque el líder ruso Mijaíl Gorbachov había prometido que no obstaculizaría las reformas que habían iniciado los países hasta entonces vasallos de Moscú, ¿quién podía garantizar que algún general soviético no fuera a borrarlas de un plumazo?
Los intelectuales de izquierda también andaban perdidos. No se encontraban a sí mismos cuando un día de marzo de 1990 me topé con ellos en una sala de la Universidad Humboldt, otro edificio inmenso y decrépito del Berlín Oriental. Se acercaban las primeras elecciones multipartidistas de la RDA, y aquellos profesores de la primera institución académica del país no sabían a quién votar. La caída del Muro los había descolocado. Se sentían pequeños en aquella sala de paredes que parecían acantilados. Formaban parte de la inteligencia disidente pero también eran comunistas. Como Gorbachov, también ellos creían que aún era posible la reforma del sistema. No querían ceder ante el capitalismo ni perder su república en una reunificación precipitada. Querían lo nuevo sin perder lo viejo, querían ser libres con las ideas de ayer.
Once años después me encontré con otro grupo de hombres enfrentados a un dilema similar. Fue en Túnez, justo después de la caída de Ben Ali. Eran periodistas. Se habían citado en la sede de la Asociación de Periodistas, un edificio pequeño, blanco, colonial, rodeado de un pequeño jardín.
Era un día radiante, y recuerdo a un veterano del oficio poniéndose de pie y levantando la voz. Llevaba un cigarrillo en la mano. Dio una larga calada mientras se hacía el silencio y dijo que “ahora solo nos queda ser libres. Si ahora no lo hacemos, si ahora no vencemos el miedo y asumimos la responsabilidad de informar, la revolución morirá”.
Mencionó a Fahem Boukadous, y el silencio a su alrededor aun fue más profundo. “Nuestro colega lleva dos años en prisión por defender lo que la mayoría de nosotros no hemos tenido los cojones de defender, yo el primero, pero ahora digo basta. No más autocensura, no más vivir cómodamente a expensas del sistema”.
“Ahora nos toca a nosotros –le secundó un periodista más joven–. Debemos acabar esta