Víctimas del absolutismo. José Luis Gómez Urdáñez

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Víctimas del absolutismo - José Luis Gómez Urdáñez

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la acompaña en este capítulo un personaje de extracción menos aquilatada, el empresario musical Nicolo Setaro, acusado falsamente de sodomía (aunque el supuesto delito era en realidad de pederastia) y víctima de una conspiración urdida en las sacristías en el marco de una reacción antilustrada cada vez más descarada; acaudillada aquí por el clero bilbaíno, que bramaba contra la difusión del teatro y del drama musical, y que contó en las altas instancias madrileñas para conseguir la condena del perseguido con el apoyo incondicional del conde de Campomanes, otro de los máximos expertos, como ya hemos visto, en el ejercicio de una crueldad de manual.

      La condena que causó mayor escándalo no solo en España, sino en toda Europa, fue la del gran ilustrado Pablo de Olavide (este sí un verdadero representante de las Luces en su acepción más elevada), cuyos avatares, tras las dos excelentes biografías de Marcelin Défourneaux y Luis Perdices de Blas, ha estudiado con detalle y en profundidad José Luis Gómez Urdáñez. Remitiendo al lector al excelente capítulo que se le dedica en el libro, señalemos aquí que don Pablo fue la víctima propiciatoria en un momento crucial en que las autoridades estuvieron convencidas de que era necesario un «escarmiento ejemplar» para frenar ciertos radicalismos. La conspiración fue dirigida contra el conde de Aranda, pero en la persona de un personaje de menor consideración, por una cábala constituida por el conde de Grimaldi y Ventura Figueroa, con el apoyo de Manuel de Roda y fray Joaquín de Eleta. Hay que señalar que el instrumento elegido fue nada menos que el Tribunal del Santo Oficio, la Inquisición. Y, por último, que Carlos III no fue solo un espectador pasivo que consintió el juicio y la sentencia, sino un agente activo y necesario para consumar la canallada. El calvario de Don Pablo, su encierro en las cárceles secretas de la Inquisición (que iniciaba así una actuación política que iría en aumento a medida que avanzaba el siglo), su supuesto escrito de retractación que aquí vuelve a demostrarse que no fue tal (El Evangelio en triunfo) y su retiro final en la bella ciudad de Baeza, a la que estaba unido por vínculos familiares, se detallan en unas páginas de lectura apasionante.

      El capítulo final deja otro rosario de víctimas en uno de los más complejos periodos de la historia de España, justamente cuando el sistema del despotismo ilustrado se desmorona arrastrado por el oleaje de la Revolución francesa, dando lugar a un combate político e ideológico sin precedentes. Todos los personajes caídos en desgracia desfilan ahora uno tras otro: nada menos que el conde de Floridablanca, el conde de Aranda, el catedrático Ramón Salas, Mariano José de Urquijo, el conde de Cabarrús, Gaspar Melchor de Jovellanos. Y quizás los últimos damnificados, los propios reyes Carlos IV y María Luisa de Parma, acompañados en su melancólico deambular a través de la Europa posrevolucionaria por Manuel de Godoy, el valido vituperado, pero siempre fiel a sus señores.

      En estos años de fin de siglo, la reacción se desata: todo el bloque antilustrado, con la clerigalla en primera línea (esgrimiendo la imbatible consigna de la «alianza del Altar y el Trono») levanta cabeza y toca a rebato contra las «peligrosas sectas» que destruyen el país. Era de esperar. Pero lo que quizás resulte más sorprendente y más digno de destacar es que las principales víctimas del absolutismo han sido aquellos que han tomado las iniciativas más progresistas y, por tanto, realmente más ilustradas: Macanaz con su Pedimento, Ensenada con su Única Contribución, Olavide con sus Nuevas Poblaciones, Jovellanos con su por otra parte muy moderado Informe sobre la Ley Agraria. Si además (todos) los reyes retiraban su favor (o incluso perseguían) a sus servidores más progresistas, nos encontramos enfrentados a los verdaderos límites del absolutismo ilustrado, los que justificaban las actitudes de los que se situaron en el extramuros liberal, congeniaron con la Revolución francesa, debatieron el establecimiento de un nuevo régimen en las Cortes de Cádiz, promulgaron la Constitución de 1812 y combatieron el neoabsolutismo del deseado pero indeseable Fernando VII.

      Finalmente, hay que subrayar que el libro se beneficia de una de las mayores virtudes del autor, ya puesta de manifiesto en otras ocasiones. Sabemos que Maquiavelo, después de caer en desgracia, pasaba parte de sus días bebiendo algunos vasos de vino en la taberna, pero que después por las noches sacaba sus libros y entablaba un grato y profundo debate con los grandes hombres de la Antigüedad, que en la penumbra de su studiolo le libraban sus secretos, de los que el gran florentino sacaba muchas y jugosas enseñanzas. José Luis Gómez Urdáñez hace algo parecido, pues llega, después de leer infinidad de documentos y memorias, a entrar en intimidad con sus ilustrados, a los que trata como a asiduos compañeros, cuyas vidas y milagros conoce, por lo que, si bien siempre los saluda, no se fía de ellos la mayoría de las veces, a menos que sean víctimas del absolutismo y disfruten, por ello, de su simpatía y su solidaridad. Todo ello, como ya dije una vez, con una suave música de fondo (una sonata de Domenico Scarlatti, un villancico del padre Antonio Soler o un fandango de Luigi Boccherini), que en este caso el autor escucha como un órfico paliativo que atenúe su justo rigor con los villanos de esta historia.

      Carlos Martínez Shaw

      Real Academia de la Historia

      1

      Al lector de (buena) historia

      En 1993, en un congreso en la Casa de Velázquez, tuve la fortuna de conocer a Didier Ozanam, el célebre hispanista francés experto en las relaciones diplomáticas de la España del siglo XVIII. En la conversación apareció pronto el marqués de la Ensenada, mi paisano, y el sabio me animó a que escribiera su biografía, pues desde el bosquejo de Antonio Rodríguez Villa, de 1878, nadie había intentado un estudio completo del gran ministro riojano. Mi primera reacción fue el rechazo, pues en esos momentos la biografía era un género abandonado entre los historiadores universitarios, refugio quizás de alguno de los catedráticos a los que llamábamos despectivamente positivistas. El caso es que el profesor al que yo consideraba mi maestro en la Universidad de Zaragoza, Rafael Olaechea Albistur, era uno de ellos y, sin embargo, me encantaba lo que escribía (y mucho más lo que decía). Hacía años había publicado una biografía del conde de Aranda, hoy un clásico del dieciochismo, y hasta su llorada muerte siguió trayendo a su chispeante conversación detalles humanos, a veces muy humanos, del conde y de los muchos personajes con los que se fue tropezando en la vida, entre ellos un inclasificable José Nicolás de Azara, o un intrépido escopetero real, el abate Miguel de la Gándara, agentes de preces que él había estudiado en su monumental tesis doctoral. ¡Cómo olvidar sus bromas cuando contaba la cencerrada que le dieron al conde de Aranda sus amigos cuando se casó en segundas nupcias con su sobrina nieta María Pilar, ella con 17 añitos, él… ¡con 65! El viejo y la niña…

      Pocos años después me daría cuenta de que yo era un bruto, pues había tenido a mi lado a un verdadero sabio y, sin embargo, seguí contando difuntos y fanegas de trigo en La Riojita y dibujando gráficas con tinta china, tal y como hicimos todos los de nuestra generación, cautivos de aquella historia económico-social que derivó en un loco intento de cliometría en el peor de los casos. Como mi tesis doctoral la dediqué a los pobres de Aragón y a la beneficencia en el siglo XVIII —por imposición—, llegué a contar el contenido en proteínas de las raciones de comida que les daban en la Casa de Misericordia, lo que no le gustó nada ni a mi director ni al tribunal. Tan absorto estaba yo en la ilusión de la medida que ni siquiera reparé en la importancia de un hecho impresionante que me mostraban los documentos del Archivo de la Diputación de Aragón como era la llegada a la Casa de Misericordia de Zaragoza de más de 600 gitanas procedentes de Andalucía, apresadas la mayoría en Málaga a causa de la orden de extinción de los gitanos dictada por el marqués de la Ensenada en 1749 (retomé el asunto para escribir un artículo en el homenaje a Teófanes Egido veinte años después).

      Pero llegó la oposición a cátedra y en aquel tiempo hacía falta un proyecto de investigación que, en la mayoría de los casos, acababa siendo un libro. Inmediatamente me acordé de Didier Ozanam y de Ensenada, aunque todavía dudaba del valor del género para la historiografía, como puede comprobarse en la introducción de El proyecto reformista de Ensenada, publicado en Lleida, en 1996, por editorial Milenio, gracias al apoyo de mi buen amigo Roberto

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