El pueblo judío en la historia. Juan Pedro Cavero Coll
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Hacia el siglo X a.C. el antiguo alfabeto semítico septentrional ya se había diversificado en cuatro variantes: semítica meridional, cananea, aramea y griega, estas dos últimas consideradas por algunos derivadas de las dos anteriores. Mayor acuerdo hay en suponer la escritura cananea origen de la hebrea antigua y la fenicia, si bien influyó más la escritura aramea por proceder de ella alfabetos semíticos y no semíticos empleados por las lenguas de Asia occidental.
Vemos pues que, a lo largo de la Antigüedad, algunas lenguas semíticas incorporaron sucesivamente diversos sistemas de escritura, desde el cuneiforme hasta el alfabeto semítico septentrional, del que derivaron otros. Esta temprana recepción de modos de escribir constituyó, sin duda, una adaptación extraordinaria de esas lenguas a las novedades culturales que surgieron. Y esto, junto con el frecuente y continuado ejercicio de redactar de los escribas y la conservación de originales milenarios, ha hecho posible reconstruir su historia. De las lenguas semíticas poseemos escritos que abarcan un periodo cercano a 4.500 años, desde el siglo XXV a.C. hasta la actualidad. Ello convierte a esta familia lingüística en la mejor documentada de todas las existentes, aventajando a otras lenguas y escrituras milenarias como la china, la griega y la egipcia.
Dicho esto, ¿cuáles son las fuentes escritas antiguas que conservamos para alumbrar los primeros tiempos de la historia del pueblo judío? La principal es, sin duda, la Biblia, compuesta según el judaísmo por 24 libros redactados en diversas variedades de hebreo, a los que el canon cristiano añadió nuevas obras de judíos escritas en griego. La metódica labor de los escribas, así como el minucioso procedimiento de copia para asegurar la fidelidad al original, hicieron posible la conformidad de los textos transcritos con sus modelos. Las excepciones, si bien suponen un problema para determinar cánones de libros sagrados, aportan valiosa información histórica. De todos modos, no deja de sorprender la gran semejanza entre los textos bíblicos más antiguos y otros muy posteriores.
La admiración es mayor si consideramos que, a lo largo de la Antigüedad, la reproducción de escritos ha tenido que superar varias crisis como consecuencia de los cambios en los modos de copiar, eso que el hebraísta Julio Trebolle ha denominado «momentos cruciales en la historia de la transmisión textual» y que resume de la siguiente manera:
«La historia de la escritura conoció en la Antigüedad momentos cruciales para la correcta y fiel transmisión textual de los libros conocidos por entonces. Tales momentos críticos coinciden con situaciones de tránsito, por cambio de los materiales utilizados para la escritura (transición de la tablilla al papiro o de éste al pergamino), del sistema de encuadernación (transición del volumen o rollo al códice o libro) o del tipo de letra (transición de los caracteres paleo-hebreos a los “cuadrados” o de los caracteres griegos unciales a los cursivos). Estos momentos críticos corresponden a períodos de renovación y de renacimiento cultural. Sin embargo, los cambios técnicos operados supusieron la pérdida definitiva de muchas obras literarias y la desaparición de ediciones o de versiones diferentes del texto de un mismo escrito. Pérdidas similares ocurrieron también en el momento de la invención y difusión de la imprenta y ocurrirán sin duda en el paso del libro impreso al libro memorizado en soporte informático.»
En lo que respecta a la renovación en los materiales para escribir parece imposible saber cómo afectó a la formación y transmisión de pasajes bíblicos el primero de los cambios, consistente en abandonar las tablillas de barro por el papiro. Más tarde se pasó al pergamino, coincidente con el uso del arameo, que aconteció en tiempos del período persa hebreo. Incompatible con el barro, el volumen o rollo se utilizaba al principio en los textos en papiro, algunos conservados gracias a la sequedad climática de la zona y, a veces, por haberse guardado en jarras de cerámica.
Los libros bíblicos largos se escribían en un rollo por ejemplar, pero varias obras breves cabían en una pieza. Con el tiempo comenzó la encuadernación en códices, inicialmente en hojas de papiro y después en pergamino. Ya en el siglo I d.C. el códice se había generalizado entre los judíos, siendo también el formato preferido por los cristianos. Frente al rollo, el códice tenía las ventajas de poder escribirse por ambas caras y no necesitar las dos manos para su uso. La sustitución de los códices de papiro por los de pergamino era ya generalizada en el siglo IV d.C.
La transformación en los tipos de caracteres es un hito de la historia de la escritura, también relacionado con las fuentes para conocer la antigua historia hebrea. Una primera innovación fue el paso de los caracteres paleohebreos a los cuadrados o arameos. El proceso pudo realizarse en tiempos de Esdras (siglo V a.C.) si bien grupos como los de Qumrán y los samaritanos siguieron fieles a la escritura paleo-hebrea. Se han encontrado cambios textuales en las copias respecto de los manuscritos originales, y se piensa que pudieron perderse escritos bíblicos cuando los rabinos prohibieron transcribir la Biblia con caracteres paleohebreos.
Aun conservando lo esencial de los textos bíblicos más antiguos hubo, por tanto, circunstancias que provocaron variaciones en los escritos durante el proceso de copia. Junto con lo anterior, el empleo de la Biblia como única fuente cronológica e histórica entraña nuevos riesgos. De entrada, hemos de plantearnos si lo narrado en la Biblia es histórico o no. Otra cuestión es la variedad estilos que reúne como consecuencia de distintas circunstancias: largo proceso de elaboración, pluralidad de autores y diversidad de contenidos. Esa disparidad estilística complica la tarea de separar lo que es historia de lo puramente fantástico y dificulta también la interpretación de textos con significado confuso.
Sin embargo, la principal razón que hace de la Biblia una fuente especial es su carácter sagrado para los judíos creyentes ―que limitan el canon bíblico a lo que los cristianos denominan “Antiguo Testamento”― y para los cristianos. No está de más considerar este tema al tratar las fuentes históricas judías. Según el judaísmo y el cristianismo, Dios inspiró a los redactores de la Biblia salvaguardando su libertad. De acuerdo con esto el carisma de la inspiración, considerado por ambas religiones una gracia sobrenatural, es compatible con la posibilidad ―rechazada por fundamentalistas de ambos credos― de que esos autores se hubieran servido, en narraciones y descripciones, de documentos escritos y tradiciones orales que cambiaron con el tiempo. Según las doctrinas judía y cristiana la inspiración divina no impide que el escritor haya combinado historia y fantasía en un mismo relato. Por eso judíos y cristianos creen que sólo una exégesis autorizada ―cada grupo religioso, eso sí, solo suele reconocer a sus propios exégetas― puede interpretar válidamente los textos bíblicos. En determinados pasajes el resultado final del proceso de escudriñar las Escrituras sagradas es muy diferente según la religión del intérprete.
Los racionalistas modernos, influidos por la filosofía hegeliana de la historia, reconocen valor histórico en la Biblia pero niegan su autoría divina y rechazan, por tanto, su carácter sagrado. Según ellos la investigación bíblica ha de realizarse con la misma visión crítica que el historiador emplea para analizar cualquier documento antiguo. No excluyen, pues, la eventualidad de importantes errores en su contenido y tampoco niegan ―y en esto coinciden con judíos y cristianos― que existan omisiones y exageraciones que desvirtúen el conocimiento que la obra aporta sobre la historia de los judíos y de otros pueblos.
El teólogo protestante alemán Julius Wellhausen (1844-1918), por ejemplo, reinterpretó la historia bíblica desde la dialéctica hegeliana y negó la redacción mosaica del Pentateuco; según su parecer esos cinco libros habrían sido redactados más tarde, tras la unificación de distintas tradiciones orales y escritas. Desde esta perspectiva es grande el riesgo de utilizar la Biblia como única fuente histórica por el peligro de hacer de la fantasía, historia, y de la historia, fantasía. Deben ser, pues, expertos bíblicos, historiadores e investigadores de diversas ramas quienes identifiquen qué partes de la Biblia son historia y cuáles literatura.
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