Ser posmoderno. Norberto Chaves
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La tradicional división entre infraestructura y superestructura hoy resulta, si no inútil, claramente insuficiente.
«En el capitalismo todo deviene mercancía», premonizó Marx hace un siglo y medio. Pues bien: ya lo ha devenido. La expresión «industrias culturales» lo delata.
Ello implica que en todos los sectores —desde el comercio minorista hasta los propios Estados— la «gestión de intangibles» (calidad percibida, imagen, diseño, comunicación, identidad, marca…) haya ascendido al lugar de las decisiones estratégicas.
O sea, el carácter simbólico del precio se confunde con el carácter económico del símbolo: la marca, actor intangible protagónico.
De allí que la comunicación, mero servicio logístico en la sociedad de la producción, haya ocupado ahora el puesto de mando.
Nos lo recuerda una revista de negocios en una nota sobre la informatización de los servicios: «El mítico CEO y creador de Apple, Steve Jobs, sostenía que los clientes no tienen en claro qué necesitan y que son las empresas las que deben asumir el rol de demostrar el valor de las innovaciones».
El comentario, aparentemente inocuo, delata un hecho explosivo que marca a la época, ¡los clientes ignoran sus propias necesidades!
Pero con lo que él llama genéricamente «clientes» hace referencia, en realidad, a un tipo de comprador diferenciado: el consumidor masivo.
Este es, precisamente, el público objetivo del visionario proyecto Apple; proyecto que inaugura el mercado de la tecnología de consumo en el que Apple se transforma velozmente en líder absoluto.
La sociedad de masas y de consumo redefine radicalmente la dinámica socioeconómica y cultural, instalando en su epicentro un tipo humano inédito: un individuo deseante, ignorante de sí mismo y masivamente aislado.
La sociedad de masas es, al decir de Bauman (citando a Simmel), «la sociedad de los individuos», un oxímoron. Su «liquidez» proviene del debilitamiento y fugacidad de los vínculos.
Se han disuelto los lazos intersubjetivos, los individuos se comportan como los granos en un silo: privados de un aglomerante, nada los liga entre sí más que la ley de la gravedad.
Ese aglomerante era precisamente lo social. Se ha disuelto lo social, que lo considerábamos componente esencial de la condición humana. Al decir de Paolo Fabbri: «hemos padecido durante demasiado tiempo una idea demasiado social de lo social».
La sociedad de masas, o sea, de flujos, sustituye lo específicamente social por lo pulsional; e instala lo pulsional en el núcleo del consumo, que deviene así «consumismo».
El consumismo, por oposición al consumo, no consiste en disfrutar del bien adquirido sino del acto de adquirir. Y esa no es una «desviación» o un «daño colateral» sino el núcleo mismo del funcionamiento socioeconómico actual.
Esta pulsionalidad obra como respuesta automática a estímulos primarios: novedad, sensación, estridencia, sorpresa, atipicidad, extravagancia, curiosidad, transgresión, enfatismo… Sobreestimulación que capta una atención no mediada por la consciencia.
Podríamos considerar al sensacionalismo, en todos sus sentidos, como la esencia de este modelo de mercado: la oferta no va dirigida a la racionalidad ni a la sensibilidad sino a la sensación.
Una dinámica estresante que el poder denomina «creatividad» e «innovación» y las considera «motores del desarrollo económico»; pues lo son.
Manuel Vicent dramatiza aquella compulsión al consumo en estos términos:
Si al escritor le hubieran preguntado qué tragedia caracterizaba a este tiempo, su respuesta hubiera sido esta: el símbolo de la caída era ese ciudadano medio, cargado de paquetes, que está dispuesto a tragar con cualquier bajeza política o moral con tal de seguir consumiendo hasta el final de sus días. (De la nota «Año Nuevo» en el periódico EL PAÍS de Madrid)
El vaciamiento del sujeto: disolución de la cultura
Por fijar un hito, a partir de aquel célebre texto de
Levi-Strauss, Lo crudo y lo cocido, a la cocina se le reconoció su justo lugar en el corazón de la cultura: matriz de matrices.
Pero, en ese corazón la posmodernidad instaló el simulacro gastronómico: la paradójica «cocina de autor». Con ella, el consumidor de íconos compulsivo, comensal impostado, saborea el nombre del cheff.
Desde muy atrás, Nietzsche en sus Consideraciones intempestivas, nos describe esa forma de decadencia:
El hombre moderno, en fin de cuentas, arrastra consigo una enorme masa de guijarros, los guijarros del indigesto saber que, en ocasiones, hacen en sus tripas un ruido sordo, como dice la fábula. Este ruido deja adivinar la cualidad más original del hombre moderno: es una singular antinomia entre un ser exterior y «viceversa». Esta antinomia no la conocieron los pueblos antiguos […] para todo lo que es vivo, esta oposición es falsa. Nuestra cultura no es una cosa viva, porque, sin esta oposición, es inconcebible. Lo que equivale a decir que no es una verdadera cultura, sino solamente una especie de conocimiento de la cultura: se contenta con la idea de cultura, con el sentimiento de la cultura, sin llegar a la convicción de la cultura.
Nada cuesta asimilar su «hombre moderno» (se refería a sus contemporáneos y no a la «modernidad») con nuestro «hombre posmoderno». Y aquello que él define como «conocimiento, idea y sentimiento de la cultura que no llegan a lo convicción de la cultura» enlaza claramente con nuestra visión del simulacro de la cultura. En aquella disociación «exterior-interior» vemos insinuarse los orígenes de nuestra problemática.
Pero empecemos por aclarar nuestros términos.
Dentro de la vasta polisemia del término «cultura», el uso ha decantado al menos tres acepciones, que se corresponden con tres escalas del campo cultural. Aun reconociendo lo borroso de sus fronteras, resulta clara la diferencia conceptual entre ellas.
La acepción más amplia, omnicomprensiva, próxima a la antropológica, reconoce como cultura a la totalidad de actividades humanas y sus productos.
Así, existe una cultura económica al lado de una cultura artística; una cultura científico-técnica al lado de una cultura literaria; una cultura sanitaria al lado de una cultura gastronómica…
Pero, entre todas esas actividades, existen unas reconocidas por la sociedad como específicamente culturales. Un segundo uso del término «cultura» lo asocia, entonces, al conjunto de mitos, ritos y fetiches estructurados en géneros y practicados conscientemente como tales; desde los usos y costumbres de la buena educación hasta los grandes géneros del arte.
Esta acepción excluye, de la anterior, todas aquellas actividades y sus productos que no tengan una finalidad específicamente simbólica. Así, podemos afirmar sin error que un excelente técnico puede ser, a la vez, una persona profundamente inculta.
Un tercer uso de «cultura», el de campo más restringido, la acota a los «grandes géneros», los «géneros cultos» o académicos: la «alta cultura». Es esta, sin duda, la acepción más difundida.
En este texto he descartado tanto la acepción inclusiva como la restringida, optando, en cambio, por