Ser posmoderno. Norberto Chaves

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Ser posmoderno - Norberto Chaves

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es esta acepción la más pertinente para el análisis de la posmodernidad y la que tácita o explícitamente, es adoptada por sus analistas.

      A su vez, dentro de ese campo he dado predominio, por su mayor representatividad social, a los fenómenos de la vida cotidiana. Pasemos a los ejemplos.

      En un sorprendente libro-catálogo de productos para jovencitas, NIKE hace gala de su lucidez sociológica —y de su audacia— ya desde su título: «Enciclopedia de las ADICCIONES» (las mayúsculas son originales).

      En él se enumera sarcásticamente una serie de dependencias consumistas de sus usuarias, refiriéndolas a sendos productos NIKE.

      Un ejemplo: una joven a medio vestirse, rodeada de una veintena de modelos de zapatos y zapatillas NIKE, concluye desconsolada: «Todavía no tengo nada que ponerme para practicar el tiro al plato».

      El catálogo termina con un separable de bolsillo titulado: «Centros de ayuda a personas desesperadamente necesitadas de nuestros productos».

      Con este catálogo la sociedad de consumo «adviene a su para-sí» —por decirlo con un cultismo— y lo hace alegre y creativamente. La propia oferta puede denunciar el carácter adictivo del consumo a sabiendas de que tal dependencia es, como toda adicción, difícilmente reversible.

      Y este fenómeno incluye al propio individuo, que deviene, él mismo, metalenguaje, soporte de la ficción: cuerpo y comportamiento forman parte de la representación mediática.

      De la indumentaria al disfraz. De la cosmética al tatuaje. Del gusto personal a la adhesión a la moda. De la personalidad a la actuación efímera de personales permanentemente cambiantes. De la experiencia a la imagen de la experiencia: su simulacro.

      La escena urbana nos muestra hoy la creciente proliferación de personas disfrazadas; y el término «disfraz» no es aquí metafórico.

      Pues no se trata de la explosión de una diversidad de personalidades, supuestamente reprimidas por la indumentaria convencional; sino de todo lo contrario: la renuncia manifiesta a la personalidad.

      La identidad, expulsada hacia lo exterior, es sustituida por un personaje artificial y fugaz, actuado histéricamente. Entre el psiquismo primario y ese disfraz no hay nada.

      Un interesante acontecimiento comercial en España ha sido la creación y aceleradísima expansión de una cadena de ropa diseñada inicialmente bajo un principio único y sin antecedentes.

      Cada prenda mezclaba, anárquicamente, trozos de tejidos, materiales, colores y dibujos no solo distintos sino intencionalmente antagónicos, violentamente contrastados: lo que llamábamos «desregulación de la forma».

      La persona que «iba dentro» de esa prenda realizaba, sin saberlo, un doble renunciamiento a la personalidad: el implícito en toda adhesión a la moda y el —novedoso— de adherir al «estilo de la falta de estilo», a una suerte de sorna explícita a la coherencia y a la armonía.

      Una identidad patchwork: la posmodernidad indumentaria en su forma extrema, que se corresponde con la tan mentada «disolución del sujeto»: vaguedad del yo y, por lo tanto, del otro, de la alteridad.

      Y la desaparición del otro conlleva la desaparición del sentido del ridículo: pérdida del pudor, renuncia a la intimidad, mimetismo voluntario, masificación, ausencia de patrones personales y sociales.

      Aquel sujeto protagonista de la modernidad, núcleo de lo social, defecciona, se repliega y es sustituido por el individuo-pulsión, molécula del flujo.

      La masificación genera así un nuevo ente, ya no caracterizable como sujeto: un ser sin edad ni país, un individuo ni joven ni viejo y de ningún lugar, sin memoria ni proyecto, sin ensoñaciones ni fantasías y prácticamente sin pensamientos. Sin antes ni después.

      Una forma de vida humana instalada en un presente absoluto: el de sus respuestas reflejas inmediatas a estímulos exteriores inesperados.

      En ese contexto desaparece la cultura. Nos enfrentamos al hecho, ya no de la diversidad cultural, sino de la absorción de la cultura dentro de lo extracultural: la pura distracción.

      Escojamos como típico género de la distracción a la narrativa de consumo, discurso banal menos preocupado por la calidad literaria que por la trama que atrape y entretenga.

      Ante el lector una secuencia de acontecimientos singulares lo mantendrá atento a los desenlaces, sin otra pretensión que satisfacer su curiosidad.

      Este género literario, por llamarlo de alguna manera, es sin duda el que tiene mayor salida en el mercado, auténticos best sellers de tienda de aeropuerto: una literatura que arrastra al lenguaje hacia el abismo de la irrelevancia o el sinsentido.

      Italo Calvino, ejemplo de serenidad y equilibrio, pierde ambos ante ese sinsentido del lenguaje, brindándonos un texto tan diáfano como exasperado. Figura en el capítulo «Exactitud» de sus Seis propuestas para el próximo milenio, obra póstuma e inacabada.

      A veces tengo la impresión de que una epidemia pestilencial azota a la humanidad en la facultad que más la caracteriza, es decir, en el uso de la palabra; una peste del lenguaje que se manifiesta como pérdida de fuerza cognoscitiva y de inmediatez, como automatismo que tiende a nivelar la expresión en sus formas más genéricas, anónimas, abstractas, a diluir los significados, a limar las puntas expresivas, a apagar cualquier chispa que brote del encuentro de las palabras con nuevas circunstancias.

      No me interesa aquí preguntarme si los orígenes de esa epidemia están en la política, en la ideología, en la uniformidad burocrática, en la homogeneización de los mass-media, en la difusión escolar de la cultura media. Lo que me interesa son las posibilidades de salvación. La literatura (y quizá solo la literatura) puede crear anticuerpos que contrarresten la expansión de la peste del lenguaje.

      Quisiera añadir que no solo el lenguaje parece afectado por esta peste. También las imágenes. Vivimos bajo una lluvia ininterrumpida de imágenes; los media más potentes no hacen sino transformar el mundo en imágenes y multiplicarlas a través de una fantasmagoría de juegos de espejos: imágenes que en gran parte carecen de la necesidad interna que debería caracterizar a toda imagen, como forma y como significado, como capacidad de imponerse a la atención, como riqueza de significados posibles. Gran parte de esta nube de imágenes se disuelve inmediatamente, como los sueños que no dejan huellas en la memoria; lo que no se disuelve es una sensación de extrañeza, de malestar.

      Pero quizá la inconsistencia no está solamente en las imágenes o en el lenguaje: está en el mundo. La peste ataca también la vida de las personas y la historia de las naciones. Vuelve informes, casuales, confusas, sin principio ni fin, todas las historias. Mi malestar se debe a la pérdida de forma que compruebo en la vida, a la cual trato de oponer la única defensa que consigo concebir: una idea de la literatura.

      Calvino murió en 1985, con la posmodernidad sobre sus hombros. No podemos pensar que él fuera ajeno a ese fenómeno.

      Por el contrario, sabemos que preparó esas seis conferencias, que habría dictado en Harvard, apremiado por el espectáculo de la decadencia del lenguaje y del libro, propia de la era «postindustrial».

      La denuncia que, sintomáticamente, Calvino inicia en la decadencia del lenguaje, le conduce a detectar el vaciamiento de la propia vida de las personas y la sociedad en su conjunto.

      Y como vía de recuperación pone su esperanza en la literatura, forma suprema de captura de sentido. Al final

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