La Ruta de las Estrellas. Ignacio Merino
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Pero Alonso Sánchez no sólo había confiado su experiencia a Colón. También lo hizo a Juan de la Cosa. Al cántabro le dio además información detallada sobre localizaciones estratégicas en la superficie del mar que favorecían los vientos oceánicos, y le reveló la existencia de un archipiélago de islas grandes y chicas que llamaba la Antilla, indicándole el mejor camino para llegar a ellas. El piloto onubense había dejado señales de su presencia en atolones e islotes con mojones pintados de almagre, para que otros navegantes europeos pudieran localizarlas.
Colón creyó estas historias en su empeño por demostrar que la Tierra era redonda y que se podía por tanto navegar sin llegar nunca al final como hasta entonces se creía. Pero era tal su obsesión por descubrir la ruta occidental hacia los fabulosos reinos de Asia, que se negaba a considerar siquiera la posibilidad de que aquellas islas fueran indicio de una masa continental desconocida o archipiélagos aún por explorar.
A Juan de la Cosa, las historias de Alonso Sánchez le hicieron pensar. Los nativos que había encontrado no tenían por qué ser súbditos del Gran Khan, tal vez ni siquiera hubieran oído hablar de él. Quizás las mediciones de Toscanelli eran erróneas. Podía existir una gran extensión de tierra antes del imperio mongol ¿por qué no? Quizá se tratara del inmenso territorio en medio del mar, allá por donde el sol se esconde, del que había hablado Solón y otros sabios griegos.
La Atlántida legendaria.
Esa palabra, que Juan oyó por primera vez de labios de Vicente Yáñez Pinzón, le venía a la cabeza una y otra vez. El continente perdido. Vicente le había contado que el mismo Platón describía una isla grande, al oeste del Océano Exterior, aunque al parecer se había hundido durante el Diluvio. Pero si había una isla, podía existir también una masa continental, incluso tan grande como África, que tuviera mar al otro lado.
El genovés, hombre de talento, pero autodidacta y de menos estudios que el de Santoña, interpretó a su manera la geografía de Toscanelli y elaboró un mapa bastante tosco de las costas asiáticas. Los sabios de la corte de Juan II de Portugal refutaron sus teorías y en 1482 una comisión de geógrafos y navegantes optó por desaconsejar su proyecto ante el monarca.
Colón desesperaba, pero ante la inapelable sentencia en su contra, calló. El viaje que proponía no sólo se contradecía con los cálculos de las distancias, sino que lo enfrentaba peligrosamente a la tradición geodésica de la época, tanto frente a los tratadistas cristianos como a la técnica musulmana.
Iría a los puertos andaluces para aliviar su decepción. Allí sí creían que se pudiera viajar a Occidente hasta tocar tierra.
Otra cosa era que se pudiera volver.
Decidió buscar patrocinio en la poderosa Corte de los Reyes Católicos sin pensar demasiado que los tiempos no eran muy propicios. La larga y costosa campaña contra el reino de Granada había empeñado no sólo el oro castellano, sino la potencia naval del reino de Aragón. Desde Lisboa, el incomprendido navegante se dirigió a El Algarve. El camino fue penoso, sólo la fe ciega en su idea le dio ánimos para continuar.
Tras cruzar la frontera, Colón se dirigió al monasterio de La Rábida, el antiguo convento franciscano construido en el delta que forman el Tinto y el Odiel frente a la ciudad de Huelva. Allí, entre los frailes, el marinero encontró un ambiente comprensivo para su ánimo alicaído y halló nuevas fuerzas que apuntalaron su proyecto. Aunque no eran saberes geográficos lo que podían aportar, los franciscanos mostraban una entusiasta comunión con la idea. La intensidad apocalíptica de la orden se traducía en ardor por evangelizar los paganos de aquellas tierras lejanas.
En la serenidad de La Rábida, Colón se reafirmó en sus intuiciones y pudo olvidar el rechazo que su descabellado plan causó en el ambiente náutico portugués. Con todas las horas del día por delante, pasaba revista a los estudios hebraicos de su juventud, especulaba con audaces deducciones y añadía a sus teorías las visiones del profeta Esdrás, para quien el globo terrestre se componía de seis partes de agua y una de tierra. Disponía además de excelentes contactos. Y tenía habilidad para manejarlos.
El duque de Medina-Sidonia, gran magnate gaditano, no prestó demasiada atención al proyecto colombino pues estaba más interesado en el comercio de oro y marfil con los puertos africanos. Pero el duque de Medinaceli, del poderoso clan de los Mendoza, vio en la expedición una posibilidad de extender sus dominios más allá de las tierras del Infantado.
El ambicioso interés del duque castellano desagradó, sin embargo, a la reina de Castilla. Empeñada con su marido en mantener a raya a la nobleza, no iba a permitir que un particular, por muy grande que fuera, costeara una empresa que ella consideraba patrimonio de la Corona, aunque el tajante convencimiento tampoco significara que la metódica reina, ocupada como estaba en acabar con el último reducto musulmán en la Península, otorgara de inmediato dineros para la expedición.
Los años 90 y 91 son duros para el genovés. Todo son negativas. Las puertas se cierran y nadie le hace demasiado caso. Sólo el fraile Juan Pérez de La Rábida, que le trata durante las Navidades del 91, escucha sus palabras, lo toma en serio y le comprende. Antiguo confesor de la Reina, fray Juan envía una carta a Doña Isabel rogándole que atienda al marino y le dé cuantas facilidades estén de su mano, pues Dios así lo quiere.
La Soberana se encuentra en el campamento de Santa Fe, una ciudad improvisada a los pies de Granada que los Reyes Católicos han levantado para dirigir desde allí el asalto final a la joya del reino nazarí. Ya han conquistado Málaga, Ronda y todas las poblaciones de la serranía que aún estaban en manos musulmanas.
Tras leer la carta de su confesor, la Reina ordena que el genovés acuda al campamento, dando así satisfacción a los nobles que apoyan su aventura. Isabel comprueba que los marineros de Palos están también a favor y decide enviar dinero a La Rábida para sufragar los gastos de viaje del genovés. De esta manera, el futuro descubridor de América estará presente en el momento histórico de la rendición de Granada. Cuando el enviado de Boabdil entrega las llaves de la hermosa ciudad al embajador del rey Fernando, concluye la Reconquista y los cristianos están exultantes por el final de la larga empresa, pero el éxito militar no consigue alejar del todo el favor regio al genovés.
Con Portugal las relaciones están tensas. El heredero Alfonso, cuya boda con la primogénita de los Reyes Católicos había despejado el horizonte dinástico, acaba de morir. Pocos meses después fallecía el hijo de la pareja, Miguel, efímero titular de un reino hispano-portugués que nunca llegó a consolidarse. La unión peninsular se esfumaba definitivamente, la rivalidad reapareció y la baza más consistente de la política matrimonial de los Reyes Católicos fracasaba estrepitosamente.
Colón, entretanto, se ha vuelto cada vez más exigente. Consciente del interés de la soberana, incrementa sus peticiones de mando sobre las nuevas tierras. Como la Reina no accede, es despedido y el airado marino toma el camino del norte decidido a ofrecer sus servicios a la corona francesa. Pero la nobleza y los banqueros italianos, que ven en la aventura una buena ocasión para cobrar sus préstamos, redoblan la insistencia ante Sus Majestades. Finalmente el mismísimo Cardenal Mendoza, a quien la gente llama zumbona el “Tercer Rey de España”, convence a Doña Isabel.
Cuando Colón se encuentra a sólo cuatro millas del campamento granadino, un mensajero le alcanza con las buenas nuevas. La Reina