La Ruta de las Estrellas. Ignacio Merino
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El procedimiento, esta vez, funciona.
Colón presenta un breve documento firmado de su puño y letra en el que describe el viaje y hace una lista de «cosas suplicadas». Los monarcas lo aprueban y consienten en poner sus sellos soberanos. El «place a Sus Altezas» rubrica el sueño colombino más allá de cualquier expectativa. Su acuerdo con la Reina, finalmente, más que un mero contrato comercial es un jugoso pacto político con amplias concesiones de autoridad y fabulosas contrapartidas económicas. Dado el remoto éxito de la empresa, la Reina no temía conceder en demasía las mercedes suplicadas.
Aquel documento abrió la Edad Moderna. Isabel y Fernando se declaraban «Señores de la mar Océana e islas adyacentes», ampliando con habilidad diplomática la doctrina restrictiva del Tratado de Alcaçovas. A Colón se le concedía el almirantazgo de las islas por descubrir, ya que los monarcas hispanos no pretendían arrebatar territorios continentales al reino mongol del Gran Khan.
En aquella época, el Almirante Mayor de Castilla era Alfonso Enríquez, un vástago de los Trastámara muy poderoso. Que Isabel y Fernando despojaran del título a su pariente para dárselo a Colón suponía un altísimo honor y el mayor de los reconocimientos. Al recibirlo, el nuevo almirante se igualaba a la alta nobleza con un título que era grande entre los grandes. Muchos miembros de los altivos linajes se quedaron atónitos ante el hecho consumado pues no podían admitir que un recién llegado, y además extranjero, pudiera alcanzar tal dignidad.
A partir de entonces, Cristoforo Colombo se convirtió en Cristóbal Colón el Almirante. El cargo en realidad significaba que era el delegado de los Reyes en las tierras por descubrir, más que el jefe militar de la expedición, pero fue el propio Colón quien dio pleno sentido de comandante de la flota a la encomienda regia. Tanto le agradó el nombramiento, que siempre prefirió este título a cualquier otro y fue el que más utilizó. También le permitieron los monarcas usar el «don», un breve pasaporte credencial redactado en latín, para que pudiera presentarse a los monarcas orientales del continente asiático, si fuera necesario.
Como la Corona de Aragón se había mantenido ajena a la gestión de la empresa y al libramiento de dineros, Don Fernando no consideró indispensable añadir al título de almirante el de virrey, algo que sí haría años más tarde cuando la muerte de su esposa le obligó a tomar las riendas de los dominios del Nuevo Mundo. Tampoco es que hiciera falta, ya que la posición de visorrei respondía a un cargo tradicional en la monarquía catalano-aragonesa que llevaba aparejado el oficio de gobernador. Su añadido hubiera sido duplicar idénticas funciones
Antes de llegar a la tienda real del campamento de Santa Fe, donde Isabel le aguardaba, Colón acusó con angustia la situación. La Reina en persona iba a discutir con él los términos del acuerdo, estaba dispuesta a sufragar el proyecto. Por un momento sus ojos se nublaron y cuando descendió del caballo tuvo que ser ayudado, tal era su agitación.
Dentro del real se oían rumores y pasos amortiguados por las espesas alfombras. Las botas militares sonaban como babuchas marroquíes, aunque allí no hubiera nadie que no fuera cristiano de fiar. Colón, que tanto empeño tuvo en esconder su origen hebreo, sintió que su alma se expandía. Ya no había qué temer. Castellanizado, y con la intransigencia del converso, no tuvo reparos en adoptar la fe del Cristo por lo que pudiera suceder.
La Reina estaba sentada en un sillón de campaña rodeada de hombres de armas y algunas azafatas pendientes de lo que pudiera ordenar. Cuando uno de los pajes le susurró el nombre de Colón, asintió, alzó la vista y sonrió soltando el manuscrito que sujetaba su mano. Despidió con pocas palabras a sus alféreces y se dirigió a un pequeño trono bajo el dosel heráldico.
Colón se arrodilló a sus pies antes de que ella pudiera sentarse. Observando su cabeza cana y el temblor de hombros que le sacudía, Isabel se inclinó para tomarle por los brazos y obligarle a erguirse, mientras el nuevo súbdito se deshacía en lloro silencioso y afán por besarle la mano.
Al fin la Reina logró que se sentara junto a ella. Antes de preguntarle, se fijó en su rostro curtido y escudriñó aquellos ojos envueltos en una bruma gris y lejana.
—¿Os encontráis bien, maese Colón?
—Sí, Alteza, más que bien. Me hallo en el paraíso.
—Lo celebro... y os felicito. Sois un hombre audaz y perseverante.
El marino iba a responder, pero la Reina continuó.
—El Cardenal Mendoza y ese santo varón que fue confesor nuestro y tanto os estima, hablan maravillas de vos... y de vuestro proyecto.
—Su Eminencia y fray Juan son demasiado generosos con mi humilde persona.
—No seáis tan modesto. Habéis solicitado grandes mercedes para vuestras conquistas.
—Lo he hecho porque confío en poner a vuestros pies un imperio al otro lado del Océano.
Isabel se quedó pensativa. Tal vez fuera cierto que Dios quería aún más de ella. Aquel hombre cansado y con los ojos febriles no parecía la mejor garantía para una aventura de tal magnitud. Sin embargo, podía ser el instrumento enviado por la Providencia para extender la fe en el Redentor y llevar la buena nueva a los confines del mundo. Y ella, la princesa que había impuesto su voluntad en el trono de Castilla, no era más que otra criatura en los designios del Altísimo, que debía plegarse a Su dictado.
Pronto la noticia se extendió por los puertos y plazas de la Baja Andalucía. Colón tenía patrocinio y buscaba hombres para acompañarle y naves que pudieran surcar el Océano.
Juan de la Cosa fue de los primeros en responder.
III Una singladura incierta Palos Madrugada del 3 de agosto de 1492
“Es más fácil quedarse fuera que saber entrar”.
Mark Twain
El viaje se hacía realidad, verdad incuestionable. Aunque a muchos les costara creerlo, cada día que pasaba significaba un triunfo del empeño de Colón, la prédica de los frailes y la intuición de la Reina. Juan de la Cosa hizo suya la idea, buscó dineros, armó un barco y se entregó en alma y cuerpo al proyecto. El chico montañés que en Cádiz se había convertido en navegante y geógrafo, comenzó a predicar la expedición como si fuera una misión sagrada. Quería lo mejor, los marineros más capaces, los buques con mayor envergadura. Contaba con la colaboración de todos los paleños, una obligación legal que impuso la Corona tras comprar la mitad de la villa a la familia Cifuentes. Como la mayoría de los puertos andaluces dependían de los señoríos locales, los Reyes se las arreglaron para tener autoridad al menos en Palos. Isabel y Fernando no querían que un particular costeara la expedición y desde el principio dejaron claro su deseo de que la empresa fuera a cargo del Estado, la patria común que estaban construyendo. Con la adquisición de Palos lograban que la expedición saliera de un puerto real. Cádiz fue excluido, al estar su puerto ocupado con la expulsión de los judíos. Sevilla también, por su lejanía del mar.
Sólo faltaba enrolar a la marinería y seleccionar a los jefes. Conseguir hombres dispuestos fue un escollo más difícil de salvar de lo que habían imaginado De la Cosa y Colón. No había muchos voluntarios para enrolarse en un viaje hacia lo desconocido, sin objetivos claros y bajo el mando de un extranjero del que desconfiaban. Con perspectivas tan poco tentadoras, ni las recompensas prometidas ni la autoridad de los frailes de La Rábida consiguieron animarles para que se apuntaran.
Una voz convincente vino a cambiar la situación. Martín Alonso