Letras viajeras. Manuel Rico

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Letras viajeras - Manuel Rico

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y, a la vez y tal y como reza en el título de uno de los apartados, lejos del mundo. El incunable está impreso, según nos cuenta Azorín, en 1791, lo que al aliciente que supone meternos en las largas conversaciones frente al fuego de la chimenea sobre la vida cotidiana del pueblecito, aporta un factor complementario: la realidad cotidiana no es la de principios del siglo XX (el presente de la obra de Azorín es, sin embargo, de 1916), sino la de finales del siglo XVIII.·Entre reflexiones sobre Blanchard, Rousseau, Mérimée, Juan Valera o Nietzsche, el escritor de Monóvar nos va conduciendo por sus viejas páginas como si fuéramos caminantes que respiramos las calles del pueblo, nos detenemos ante sus animales, compartimos con cirujano, cura y demás notables de la localidad, la conversación frente al fuego, salimos a hablar con pastores y labradores y establecemos una inevitable comparación entre la vida allí , sumida en el mundo rural, y el mundo urbano: no ya el que vivía Azorín a principios del siglo pasado, sino el que vivimos hoy, en la segunda década del siglo XXI. El río, la iglesia, la sabiduría innata e intuitiva de los lugareños, las mulas, los toros, la nieve y la lluvia son aspectos de esa realidad que Bejarano Galavís no pasa por alto y que Azorín recrea con devoción y destreza (ese lenguaje de frase corta e incisiva en el que los objetos y paisajes se huelen y se tocan): “Las estaciones del año en Riofrío no son lo mismo que en París o en Madrid.”, escribe, y se pregunta: “¿Hay estaciones del año en las grandes ciudades?”. Y su pregunta no es vana: la proximidad hombre y naturaleza que se da en un pueblo como Riofrío nos permite experimentarlas en toda su profundidad, algo que es improbable o mucho más difícil en las grandes urbes.

      Un maravilloso libro que desde hace más de treinta años está pidiendo una nueva edición y un maravilloso viaje cuyo comienzo podemos imaginar en las siguientes palabras del alicantino: “Nuestro autor”, se refiere a Jacinto Bejarano, “ahora en estos días en que escribe su obra, se halla en un pueblecito, casi una aldea, de la tierra de Ávila. Se halla el pueblecito en lo hondo de un barranco y el sol apenas traspasa las altas montañas y desliza sus luces hasta la techumbre de las casas”. El final está en el epílogo, estructurado muy al estilo de determinados pasajes de su libro Castilla, que divide en dos apartados: el primero, fechado en 1789, al despedirse de Bejarano y del pueblo: “No tiene más consuelo que la lectura y sus paseos solitarios por el campo; charlas también con los labriegos”; el segundo, en 1916, momento en el que el narrador recapitula sobre el libro leído y sobre el que él mismo da por terminado: “En distintas ocasiones, mientras redactábamos estas páginas, hemos estado a punto de hacer el viaje a Riofrío de Ávila. No quedará ya en aquel pueblecito ni rastro de Bejarano Galavis... (...) El viaje se ha quedado sin hacer. Pero con la imaginación hemos corrido de Madrid a Ávila y de Ávila a Riofrío. Con la imaginación hemos entrado en la vieja ciudad; luego nos hemos aposentado en la fondita que está delante de la catedral...”. Escritor y lector han viajado, es verdad, con la imaginación. Pero... ¿hubiera sido posible ese viaje sin las palabras de Bejarano en el libro encontrado en la feria del libro viejo? ¿Y sin las de Azorín al escribir Un pueblecito. Riofrío de Ávila? Por supuesto que no. Pues eso: nunca tuvo más sentido el título de este libro. ¿Es o no así?

      Los foramontanos de Víctor de la Serna

      “Era una emigración en masa de gentes de las estribaciones orientales de los Picos de Europa, donde están las Mazcuerras, hacia Bricia, Campóo y Saldaña. Bajan de Cabuérniga y Cabezón por la Braña del Portillo, hasta el nacimiento del Ebro, pasan cerca de Reinosa, y al penetrar en la llanura, se convierten en foramontanos”.

      Esa denominación, foramontanos, transcrita de los Anales del historiador Pérez de Urbel por Alfonso de la Serna en la nota preliminar, es el apoyo esencial a la trama que se desarrollará, en forma de libro viajero, en Nuevo viaje de España. La ruta de los foramontanos, de su progenitor Víctor de la Serna. Un libro extraño ─al que accedí gracias a la información de mi buen amigo Pepo Paz─ que nos envuelve, que nos lleva por caminos y parajes, a veces conocidos y a veces ignotos, que se despliegan en esa España en transición que enlaza Cantabria con la alta Castilla, una Castilla que en el tiempo en que Víctor de la Serna escribió sus distintos capítulos, a principios de la década de los cincuenta del pasado siglo, tenía por nombre, no sé si por capricho del franquismo, Castilla la Vieja. El libro se publicó por vez primera en 1955 y su contenido procedía de una colección de artículos que Víctor de la Serna elaboró, para el diario ABC, durante 1953 y 1954. La edición que manejo es, sin embargo, de 1998, y forma parte de una colección lamentablemente desaparecida, “Andar y ver”, que para la editorial Maeva dirigía Luis Carandell.

      Estamos ante el viaje reposado, el viaje lleno de anécdotas en el que, gracias a la palabra, se mezclan paisajes, gastronomía, reflexiones sobre la vida y sobre la muerte, y sobre todo, nos adentramos en lugares que el lenguaje literario convierte en mágicos. Víctor de la Serna desciende desde el norte marino a la Castilla profunda, desde los valles empozados en humedales eternos y en cortinas de niebla de Asturias o Cantabria, a las llanuras de horizontes ilimitados y cielos de un azul insobornable, de Palencia o Burgos. Las aldeas insignificantes, la Castilla navegable en busca de un mar imposible, las cumbres que toman por nombre Picos y por apellido el asturiano Bulnes, las industrias elementales perdidas en cualquier vallecillo de León o de la Palencia norteña, los viejos seminarios, los monasterios, los ríos de montaña (Nalón, Narcea, Pigüeña) y los gigantescos e inabarcables Duero o Ebro. Víctor de la Serna proyecta sobre las tierras y las gentes de esa España híbrida la mirada del periodista, sin duda. Pero también la del escritor que es capaz de captar el más profundo temblor en un paisaje (“el chopo sale a dar sombra a los caminantes desde los bordes de las carreteras, y no es destrozón como su compañero de camino, el olmo, que se mete a veces hasta las casas y las tira”) o la cotidianidad en movimiento que, a veces, nos pasa inadvertida (“A nuestra espalda ululan las sirenas de las fábricas de Palencia. Es la hora del descanso. Las carreteras empiezan a desflecarse en bicicletas. Los obreros vuelven a los pueblos cercanos. ¡Es el vivir!”).

      “El bosque de las martas”, “El área de las sacras piedras”, “Vergel bajo la lluvia”, así titula De la Serna algunos de los capítulos del libro. Son puertas, invitaciones a sumergirnos en los territorios que en ellos se contienen. De Astorga a Valdeón, de Liébana a Bedoya. De Avilés a las “urbes” de León o Palencia. Los foramontanos fueron la emigración fundacional de la vieja Castilla, según Víctor de la Serna. Una Castilla que tuvo como puerto de mar, en aquellos años cincuenta, el de Santander, la sexta provincia de aquella región de vocación imperial.

      Llanuras, montes, bosques y mar encuentran su complemento en las gentes que allí viven, que se cuelan en cada capítulo contempladas en su faenar de cada día: campesinos, ganaderos, comerciantes, obreros (en bicicleta), dependientes y dependientas de pequeñas tiendas... Que, además, testimonian un país y una época: la España de los años cincuenta del siglo XX. Un país en blanco y negro, sombrío, en el que, a veces, asoma una brizna de modernidad. Leamos una muestra: “Por ahí ─escribe Víctor de la Serna─ rifan Vespas. En Panes rifan novillas: una novilla suiza de un año, linda como una porcelana”. La Vespa, importada del neorrealismo italiano. La novilla suiza, del primer aliento europeísta surgido en el corazón de la dictadura de Franco.

      El Nuevo viaje de España es un libro a leer. A viajar. Buscadlo en Internet porque está descatalogado desde hace trece años. Y si algún editor lee estas palabras, que se atreva a reeditarlo, que no duele.

      La sierra del poeta olvidado: otro Madrid

      “Álzase el monasterio al pie de la montaña, en el término de la pradería risueña, donde la llanura, tras ondular suave, áspera se enrisca. Destacan sus viejos muros, dorados por el sol de los siglos, en el fondo negruzco del pinar espeso; los tapiales de su huerto corren aguas abajo, siguiendo el curso del río, que desde las nevadas cumbres impetuoso se despeña por lechos de rocas, y en el llano deshace sus espumas y serena los cristales de su corriente”.

      Con esas palabras describe

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