Letras viajeras. Manuel Rico
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El poeta olvidado se llama Enrique de Mesa, nació en Madrid en 1878 y murió en la misma ciudad en 1929. Viajó mucho por las tierras de España, sobre todo por Castilla. Y viajó, de manera muy especial, por la madrileña sierra del Guadarrama. No sólo por la convencional, conocida por esquiadores, montañeros y excursionistas poco amigos de los secretos de la naturaleza y de loar paisajes semidesconocidos, sino por la “otra sierra”, por las tierras que, siguiendo el curso del río Lozoya, se extienden desde Somosierra, al norte-norte de la capital, hasta Rascafría (donde nuestro poeta cuenta hoy con un colegio público que lleva su nombre) y el monasterio de El Paular antes de embocar el puerto de Cotos.
Enrique de Mesa escribió un libro de poemas memorable titulado El silencio de la Cartuja, que publicó en 1916 aunque gran parte de sus versos estuvieran fechados a principios de siglo. Y, seis años antes, publicó el libro en prosa citado al principio (hoy encontrable en edición facsimilar), Andanzas serranas, cuya lectura resiste, con una vitalidad enorme, el paso del tiempo hasta seducir, por su dúctil lenguaje, al lector de este siglo XXI de las redes sociales y la globalización.
El caso es que este poeta madrileño, coetáneo de Antonio Machado, de Juan Ramón Jiménez y, en general, de los escritores del 98, hizo de esa sierra encauzada en el Valle del Lozoya lugar recurrente de sus caminatas, de sus viajes en diligencia, en carreta o en algún renqueante automóvil de la época (en aquellos años, cuesta imaginarlo, ese valle estaba a casi una jornada de distancia de Madrid) y espacio privilegiado de buena parte de su obra literaria. Leyendo sus poemas y las crónicas viajeras por esas tierras altas nos acercamos a una realidad en parte desaparecida. Ahí está la sierra en la que la agricultura tenía un papel de mera supervivencia, las montañas en las que cada pueblo (Garganta, Canencia, El Cuadrón, Lozoya, Robregordo, Pinilla.... son nombres a los que alude) era un mundo pequeño y protector, la sierra de los cabreros, de los potros salvajes que irrumpían entre los árboles, de las leyendas contadas al amor de la lumbre en las noches de invierno (“Corazón de la invernada, / noche de lobos y hielo”) mientras afuera la nieve caía a rachas; la sierra de las brujas y los aparecidos, del ancestral miedos a un lobo que era amenaza para el ganado y para los caminantes solitarios.... Una sierra de extensas praderas junto al río a cuya orilla llegaban, en las mañanas primaverales, los cantos de los cartujos del cercano monasterio...
Enrique de Mesa nos acompaña con su palabra viajera y no sólo nos lleva por paisajes que hoy, en una gran parte, son casi idénticos a los que cantaba en sus poemas y prosas, sino que nos sumerge en la sensualidad de un lenguaje en el que reviven palabras que creíamos perdidas: palabras que huelen, que se saborean, que se mastican y en las que se contiene ese pasado de una sierra distinta en la que el hombre aparecía fundido, para lo bueno y para lo malo, con la naturaleza. Por ejemplo: majuelos, endrinos, colodras, aprisco, zagal, eriazo, añojal, garniel, tolvanera, serna, simienza, pastizal, breñas, cayada, vellón, cacera, canchos, majadal, zajón, cañariega, piornos, tolva, cenceño, nevero... Todas ellas están en la literatura de Enrique de Mesa. Todas ellas nos hacen viajar a una tierra cercana y lejana a la vez y a un tiempo en el que el lenguaje formaba parte, como si de una hierba aromática se tratara, de esa zona de intersección entre el hombre y el paisaje que hoy sólo encontramos en el mundo rural (y no en todo).
Esa amalgama de sensaciones (muchas de ellas a punto de desaparecer) y esa inmersión en el universo serrano a la que nos invita este poeta al que, al menos en parte, hemos intentado sacar del olvido, se concentra, como si de su proteína se tratara, en la estrofa que, procedente de “El poema del hijo”, de un libro muy posterior titulado La posada y el camino (1928), sirve de cierre a este capítulo:
“Quieta la tarde y dulce.
─Ven al campo, hijo mío:
comeremos majuelas,
iremos al endrino,
te alcanzaré las bayas de los robles,
y, en aquel regatillo
de los helechos, cogerás las piedras
y cortarás los lirios”.
Cela, la Alcarria y los más débiles
En la primavera-verano de 1946, Camilo José Cela llevó a cabo su mítico viaje, en cabalgadura, caminando, en carro y en autobús, por la Alcarria. De ese viaje nos dejaría un libro ya clásico en la literatura viajera en castellano del último siglo. Leer Viaje a la Alcarria, volver una y otra vez sobre sus páginas, deleitarse en cada uno de sus capítulos es hacer un viaje de los que nunca se olvidan. Un viaje que se inicia, con el amanecer, en el domicilio del escritor, que prosigue en la mañana madrileña de camino a la estación de Atocha para prolongarse en un viejo tren de asientos de madera que avanza renqueante por el trazado que lleva a Guadalajara, a Sigüenza, a Zaragoza, a Barcelona: “El vagón está a oscuras. Sobre la dura tabla los viajeros fuman, adormilados. De cuando en cuando se ve brillar la punta de un cigarro, se oye el chasquido de una cerilla que ilumina, unos instantes, una faz rojiza y sin afeitar”, escribe Cela.
El tren se detiene en la ciudad de Guadalajara, capital de la Alcarria. Allí se baja un joven Camilo ─alto y espigado─ decidido, tras comprar unos bizcochos borrachos en un establecimiento próximo al palacio del Infantado, a recorrer y patear la Alcarria para después ofrecernos el viaje por esas tierras a través de sus palabras. Un viaje que hará de esa comarca de Guadalajara un lugar situado en el mapa de la literatura universal: una tierra que sólo era conocida en el mundo por desarrollarse en ella una de las batallas decisivas de nuestra Guerra Civil (en la que participó una numerosa representación de las Brigadas Internacionales), pasaría a ser espacio mítico, foco de atención de los amantes de la literatura de viajes y de la prosa descriptiva.
El libro es una fiesta del lenguaje y es el encuentro, para el lector de hoy, con un mundo desaparecido: con tierras de trigo y tierras de matorral y zarza; con caminos que avanzan paralelos a riachuelos rodeados de juncos y sendas polvorientas: Pareja, Trijueque, Tendilla, Pastrana, Torija, Gárgoles o Trillo son nombres con un recio sabor, apegados a la naturaleza y a un universo que sólo a duras penas abandona su condición rural. Con Cela subimos a un carro de los que en ciertas zonas de Castilla llaman “galera”; montamos en mula o en caballo, charlamos con guardias civiles, médicos, alguaciles y alcaldes, olemos el tomillo mañanero o el guiso del mesón perdido en el pueblo más recóndito, comemos huevos con chorizo o una hogaza de pan campero con queso. Y charlamos con un cura preconciliar, como corresponde al año 1947. Una realidad de moscas, de mozas casaderas viviendo con resignación los limitados horizontes de su futuro, de niños a los que el viajero les parece un milagro o una aparición casi inverosímil, de hortelanos y lavanderas.
Pero en medio de ese conjunto de bondades viajeras, hay algo en Viaje a la Alcarria (en toda la obra de Cela) que tiene que ver con su visión de la condición humana. Me refiero al tratamiento que, en el libro (en el viaje) da a seres desvalidos, marginados por la sociedad y excluidos por los suyos: intentando el aguafuerte goyesco, roza el insulto y la grosería, con la intención (probable) de incorporar un cierto tremendismo, violenta la dignidad de quienes viven esa situación. El discapacitado, el tullido, el pobre, la criada, el viejo, el torpe, son tratados, en una prosa intensa, bien trabada, como erratas de la Humanidad, como material sobrante. Ahí advertimos una visión elitista cuando no señoritil y autoritaria muy del gusto del régimen franquista. Porque su mirada es, sin embargo, amable, conciliadora con quienes representan la belleza, o el poder, la capacidad económica, o la solvencia de un título: mozas que lavan en el río, tenderos, alcaldes, guardias civiles, médicos.
Sirvan para ilustrar esa mirada cruel algunos ejemplos: “Se suben al tren unos obreros que parecen indios pieles rojas”, dice al describir el aspecto de un grupo de trabajadores que entran, en el tren de ida, en la estación de Torrejón de Ardoz; quien ayuda