La marea de San Bernardo. Roberto Villar Blanco

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La marea de San Bernardo - Roberto Villar Blanco

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veces en las vidas de dos chicos de cinco años. Pero si ocurre, lo hace a esas edades, y ya nunca más. No conozco casos de amistades inmunes a los atentados del futuro iniciadas después de los nueve o diez años. Pongamos los once como fecha límite. El olor propiciatorio de la amistad tiene fecha de vencimiento, como el de las flores que caducan para meterse, después, en los libros o en los tachos de basura.

      Pablo y yo no seríamos amigos del alma si nos hubiéramos olido por primera vez a los treinta años, edad que tengo ahora. A estas alturas, mi actitud sería similar a la de casi todos cuantos lo conocieron después de los cinco años de edad, y no tuvieron la fortuna de ser sus amiguitos desde el jardín de infantes, ni pervivir a todos estos años de amistad.

      Cada uno tiene el olor que se merece mucho antes de tener la cara que se merece. No sé cuál es el mío, pero si logro describir a que olía Pablo, sabrás qué clase de tipo era −tal vez acabes comprendiéndolo aunque no te importe en absoluto−. Probablemente puedas también deducir, comprender y explicarme qué clase de tipo soy. Conocer, quizá, si merezco la cara que tengo y las arrugas del espejo que vendrá, el de los cincuenta o los sesenta que ya están presagiándose. Pablo, en cambio, nunca envejecerá y acabará de morir cuando yo desaparezca con estas páginas bajo el brazo. O cuando el fuego quiera saber de mí, y haga cenizas de ellas. O viceversa.

      Pablo y yo teníamos, por decirlo de un modo ligero, muchos puntos en común. Pero no compartíamos el sistema ancestral del archivado de los cuadernos de la escuela primaria. Jamás, hasta entonces, había sido tema de nuestras conversaciones, y esa tarde tampoco constituyó el núcleo de la extensa charla sin propósito que comenzó a liberar nuestra aventura.

      Deberé decir claramente que Pablo los había dejado. No dejado de lado. Había dejado los cuadernos. Con posterioridad a la dejada en el estante del armario que limita con el suelo, los hizo sucumbir aprisionados contra la pared del fondo. Para ello utilizó la persistente e inacabable acumulación de revistas de fútbol. El Gráfico, Goles.

      El trabajo de desescombrar nos permitió descubrir (mentira, ya lo sabíamos) que no son todos Gráficos los que relucen. Algunas oscuras y nitidísimas revistas pseudo eróticas −que por aquellos años nuestros no eran nada pseudo− estaban entrelazadas con las publicaciones deportivas. Tan inocentes revistas de chicas desnudas, con caras de estar gozando todavía con nuestros dedos lisos acariciando sus páginas ajadas. Agrietadas, más bien. Hacía años que habían dejado de viajar diariamente y sin escalas de la habitación de Pablo al baño. Ida y vuelta. Aunque con el tiempo decreció la frecuencia del viaje, aumentó la obscenidad de las chicas de papel, y algunas se materializaron en carne y hueso, aquél trayecto nunca fue definitivamente anulado.

      Al descubrir los diamantes forrados de papel azul comprendimos cabalmente la euforia estomacal, la explosiva alegría contenida, que ante el absurdo hallazgo de un hueso que explique al HOMBRE, sienten los arqueólogos, y aún los negritos del lugar que agrandan el agujero por un salario miserable. También nosotros esa tarde desempolvamos por el salario cristalino de la infancia los cuadernos de Pablo.

      Casi sin mirarlas, apartamos hojas de carpetas posteriores en el tiempo y en el afecto: secundarias, del colegio secundario. Aquéllas páginas enormes, monótonas, sin color: nada mejor para ser olvidado. Carpetas indignas de compartir estante con inquilinos tan ilustres.

      Era tierrita insignificante de los años posteriores a 1975. Humo para despistar; polvo del después que apartamos desdeñosamente. El tesoro estaba debajo. Bien lo sabíamos nosotros, que si alguna certeza teníamos era que parte del misterio, la parte de Pablo, estaba ahí, placenteramente apretujada en el arcón-paraíso, en el cofre-cielo, maternal y perversamente acunado por goles y tetas: mamando sin ton ni son y festejando los goles del glorioso River Plate.

      Lo sacamos todo afuera. Hoja por hoja, nos llenamos la nariz del polvo de siete años. Ocho, contando con el jardín de infantes, que también contaba.

      Esther, la madre de Pablo, nos trajo café y respiró con nosotros durante un buen rato la niebla de nuestra infancia. Ella encendió la mecha de nuestras anécdotas de siempre. Nos reímos de lo que entonces nos hizo reír y también de lo que nos hizo sufrir. De todo aquello que nos ancló a la edad que tuvimos.

      Nuestra infancia tiene una parte de paraíso añorado y otra de infierno que se camufló torpemente con nuestras ropas de adultos, con los pelos que nos crecieron y las derrotas de nuestros anhelos. Forma parte de nosotros como los gestos que heredamos de los padres. La mamá de Pablo salió y cerró la puerta de la habitación (de la pieza, como la llamábamos entonces). Podría jurar que se fumó un cigarrillo de tabaco triste, sola en el sofá del salón. Mirando la pared melancólica que se alzaba detrás del humo.

      Los cuadernos, como no podía ser de otro modo tratándose de mis cuadernos, de mi habitación y de mí, estaban en un cajón de frutas. Exactamente uno que quince o veinte años atrás contuvo manzanas. Manzanas "Carmencita". Uno de esos de madera muy rústica. No podía pasar los dedos por él sin clavarme alguna astilla; aunque de esto no me enteraba sino hasta cuando volvía a dejar el cajón en su sitio, horas más tarde. Las astillas se metían dulcemente en mí. Sin que mi sangre, que nunca se enteraba de nada, se diera cuenta. Sólo la melancolía se percataba de todo y dejaba debida constancia de los aromas que concitaba la madera, el papel, la humedad, y el polvo en que se convierte la piel para que la inspiremos sin sufrir problemas respiratorios. Para que todo esto ocurriera, probablemente fuera condición indispensable que el cajón de frutas estuviera habitado por los viejos cuadernos de la escuela primaria.

      Pablo y yo no éramos iguales: el diablo me libre y lo libre a él. El cajón estaba en el rincón más alto y lejano del armario de mi habitación, ése que tenía por techo el techo de la habitación, lejos, lejísimos del suelo habitado por los cuadernos de mi amigo. Incontaminados de mujeres malas de papel, quienes estaban igualmente ocultas pero más cercanas.

      Allí esperaban los míos, donde se olvida lo que no se va a necesitar durante años junto a la maleta que desaparecerá vacía. A pesar de las apariencias nada de lo que iba a parar allí era inútil, porque ninguna espera lo es. La altura, la lejanía y el escondrijo no distanciaban, como no separa un océano dispuesto entre mis años y yo. Para contribuir a esta terca labor de la memoria es que existen los rincones ignotos de los hogares. Los de a ras del suelo y los de a ras del techo.

      Muy pocas veces había bajado el cajón antes de aquella tarde de la lluvia invisible. Primero a la cama, después al suelo. Cuatro o cinco veces en quince años. Las suficientes para refrescar lo importante acerca de mí, creerme mentiras nuevas, agregar datos a lo que pasó. Exacerbar la leyenda y comprobar que no he vuelto a aprender nada verdaderamente nuevo desde entonces. Tal vez exagere un poco.

      Estos, todos estos años ulteriores de mujeres que no dejan escrito su desdén; de cambios de pieles que se mimetizan con lo que no me parezco; de no compartir aulas con Pablo, no están en cajones de fruta de madera, nunca lo estarán. Han nacido con otra vocación, una vocación traidora de la infancia.

      Pablo me ayudó a bajar el cajón de los cuadernos por última vez aquél día, el de la tarde aquélla, en la que el bosque de nuestros cuadernos no nos dejó ver la lluvia. Ni falta que hacía.

      No podía ser de otra manera (de otra madera): mis recuerdos de aquellos años también estaban forrados de azul, como los de mi amigo. A él se los había forrado Esther; a mí, Flora, que en realidad se llama Florinda, y también en realidad es mi madre. El brillo leve del plastificado del papel había dado paso a otra rusticidad, empapada por las astillas de su hábitat de madera.

      Ver resumido en unos minutos la evolución con la que el tiempo desvirtúa el resplandor del papel de los cuadernos es como observar una película en colores que va ganando progresivamente en blancos y negros. Como cuando con el

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