La marea de San Bernardo. Roberto Villar Blanco
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Unos pocos cuadernos eran de papel araña verde, entre tantos azules. Y los había desnudos. Los "cuadernos de comunicaciones" no estaban forrados con ningún papel. Pero lo habían estado. No eran de tapa dura como el resto. Se le podía ver la marca: Rivadavia, claro. No sé por qué ya no estaban cubiertos. Los cuadernos tenían la etiqueta autoadhesiva pegada en el margen superior derecho. Las etiquetas tenían una reminiscencia, o más que una reminiscencia, a bandera argentina: blancas con un reborde azul y renglones azules. En ellas había escrito hace muchos años, con un especial esfuerzo caligráfico, mi nombre, mi grado y el nombre de mi escuela: Escuela Nº 5. D. E. 6º. Paul Groussac (con dos eses). Es decir: escuela número cinco distrito escolar sexto Paul Groussac. Paul Groussac fue un escritor francés que vivió en Argentina a mediados del siglo XIX. No alcanzó el estatus de prócer, tal vez porque ni tan siquiera perdió una batalla, sólo fue escritor y presidente de la Biblioteca Nacional. De no haber ido a esa escuela no hubiera tenido ni esa vaga noción que tengo de Paul Groussac.
Las carpetas rojas de jardín de infantes no estaban en el cajón de frutas. No eran cuadernos, las hojas estaban repletas de dibujos, colores y papeles pegados. Nunca volví a dibujar como entonces, lo que no deja de ser una verdadera desgracia. Estaba el león celeste, que te miraba con unos ojos rarísimos que sólo existen en los lápices celestes de los chicos. El resto de mis dibujos están en la memoria del olvido, esperando aparecer quién sabe cuándo. Yo, ahora, sólo recuerdo, al lado del artista infantil despojado del arte, al león celeste. Acechándome para siempre.
Las carpetas de jardín de infantes también formaban parte del tesoro que debíamos recuperar como primer paso del plan. Jardín de infantes, cuadernos de primer a séptimo grado, cuadernos de comunicaciones. Lo de las fotos vino después.
De los dibujos de los cuadernos recuerdo muchísimos. Menos "Matemáticas" -nunca me gustaron, siempre me superaron en número- todas las materias me permitían desenfundar los lápices y los marcadores de colores y dibujarlo todo. En "Naturaleza" había que ceñirse al realismo: el puma tenía que parecer efectivamente un puma (utilizar el marrón clarito), la flor del ceibo -la flor nacional- tenía que ser un reflejo fotográfico de la estampa del libro del que la copiabas. La posibilidad de máxima divagación creativa te la daba la ilustración que debía acompañar la redacción tema "La primavera". Tema "Mis vacaciones". Tema "Mi familia". Etc. Mi preferida era y sigue siéndolo, sin duda alguna, "Tema libre". Era abrirme la puerta al desenfreno literario y pictórico. Algo de agradecer. Las ilustraciones para geografía debían constituir un ordenado ejercicio de dibujo más o menos técnico. Los mapas, por lo tanto, no eran lo mío. El espectro de colores era limitadísimo. Marrón para las montañas. Azul para el mar. Y mucho verde para el resto. No olvidarse de dibujar las Malvinas. No olvidarse, por nada del mundo, de dibujar las islas Malvinas.
Algunas de esas ilustraciones, posiblemente las menos logradas, pugnaron por transformarse en pinturas merecedoras de la inmortalidad. Unos pocos dibujos lo han logrado, a costa de colores más vivos, de líneas menos rígidas, hurtadas a hojas cercanas aprovechando un breve momento de distracción de estas. Las ilustraciones damnificadas más afortunadas perdieron sólo una parte de sus vidas, convirtiéndose en inconexos trazos sepia. Otras, simplemente desaparecieron por completo.
Puedo empezar a hablar de Pablo desde cualquier parte. Cuando era chico se hacía pis encima en el colegio, además de fuera de él. Alguna vez también caca. Nunca hablamos de su incontinencia. Tal vez fuimos amigos porque la amistad no se sostiene por rígidas columnas, sino por pueriles hilitos invisibles. Como esos que hacen que algunas marionetas se muevan sin que los niños entiendan cómo hace la condenada para moverse. No se ven los hilos, y yo nunca me reí de Pablo cuando no podía evitar hacerse pis encima, Y, a veces, caca.
Nunca vi la frase escrita en ninguna de esas tarjetas cursis, pero: la amistad es no hacer ciertas preguntas.
Con él y otros nos colamos en el Paul Groussac un sábado para jugar a la pelota en el gran patio del fondo, sufrimos luego durante semanas y fundamos una anécdota que desgastamos de tanto recontárnosla. En tercero se murió uno de nuestros compañeros y enseguida volvimos a jugar en los recreos –la única concesión que le hicimos a la muerte fue gritar los goles un poquito más bajo–. Pablo se asustó de un mago en un cumpleaños. Me pidió plata y no me la devolvió. Pablo era lo que, sin entrar en disquisiciones farragosas, cualquiera podía llamar un inmaduro. Yo creía ser un inmaduro que disimulaba un poco mejor su inmadurez, pero sólo se trataba de una ilusión óptica que se producía en la corta visión de los demás, y en la mía, cuando Pablo y yo estábamos juntos.
Te lo digo yo: Pablo, a ver si te queda claro, era un amigo que tuve, tengo y tendré. Caía mal en la primera impresión, que es la que no cuenta, y mucho peor en la segunda, que es la que hace definitivo el desprecio y el amor más demoledor. A veces creo que a Pablo y a mí sólo nos unían con certeza River, el fútbol en general, y el ping-pong. El resto de las conexiones eran más bien misteriosas y, afortunadamente, inaccesibles para nuestro entendimiento. Con el material de su vida y el de la mía sólo puedo hacer construcciones literarias, nada científico, teorías indemostrables y un librito repleto de queridas inexactitudes acerca de mi amigo y de mí. De momento, y hasta tanto algún devenir no me lo aclare, solamente puedo contar una historia sin para qué, nutrida de propósitos inútiles y de la aventura chiquita que nos unió en torno a los cuadernos.
Tal vez todo lo que nos ha ocurrido no sea más que una ocurrencia iluminada a partir de viejas fotografías en blanco y negro. Una mentira que efectivamente tuvo lugar hace tiempo con nosotros dos como protagonistas.
Vuelvo a la infancia para inventarme fielmente una infancia.
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