El hospital del alma. Lourdes Cacho Escudero

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El hospital del alma - Lourdes Cacho Escudero

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que mirados con lupa agrandaban el hueco y la distancia de familias separadas por el ancho océano y que, probablemente, jamás volverían a abrazarse; y la cenefa azul y roja del correo aéreo, en el que yo imaginaba azafatas de cartas que en las bodegas del avión podían adaptarse al frío y cambiar las malas noticias por primaveras de palabras. Porque la muerte en tiempos del noviazgo de mis abuelos llegaba por escrito y sin censura y el amor se guardaba en los cajones de una mesa de roble que tenía el poder de crucificarlo. Cuando yo era muy niña, la boina y la gabardina del cartero en los días de lluvia me esperaban con carta de Bilbao o Madrid o de una Pontevedra donde mi corazón de dieciséis fue bruja y aquelarre de mariposas. Mi abuela se ponía las gafas y en la silla chica me leía en voz alta las noticias alegres y guardaba las tristes para la almohada con mi abuelo. A veces, una foto narraba la belleza del tiempo y el desembolso de unos ahorros, el esfuerzo inmaculado en el alquiler de un vestido de comunión o de la costura de noches sin descanso. Las fotos de familia llegaban en Navidad, con participaciones de lotería y postales de nieve que yo miraba durante largas horas y que se guardaban en cajas para las tardes largas de brasero. Pero era en el verano de camisetas blancas de tirantes y faja en los riñones y campo y criba de sol a sol cuando llegaban postales de alegría que anunciaban la playa y las palabras parecían desprenderse de la ropa de abrigo, tumbarse en la toalla y besar las mejillas del calor o el abanico de la siesta. Porque en invierno todas las despedidas acababan en un cordial saludo o un abrazo sin adyacente, ni adjetivo ni adverbio; y los besos de las postales del verano acababan en la piel.

      La primera postal que envié desde una playa, en un aquelarre de gabardina y lluvia, sin amor censurado, ni roble, ni cajones en forma de cruz, terminaba con: “besos de cartero”.

      Planetas de mimbre

      A Venancio y Chuchi.

      En el camino que llevaba a la charca, el croar de las ranas anunciaba la hora de la algarabía. Los juncos de la orilla salían a mi encuentro para poner en mis manos el equipaje de un cestero que trenzaba la mimbre. Padre y abuelo de capitanes, su puerto era una calle donde amarraba cestos y cunachos y comportas con sueños de vendimia. Lo recuerdo sentado en mi puesto de guardia, en alguna mañana de un otoño templado al volver de la escuela. Las bases circulares rodeaban la sombra de sus piernas mientras esperaban los nudos de las ramas para simular un sol que podía tocarse. Después, sus manos, con el cuidado de un aprendizaje heredado, describían las órbitas de una habilidad que a mí me dejaba con la boca abierta. Los planetas de mimbre habitaban la galaxia del mediodía y la memoria de los juncos, la pana desgastada del pantalón de los años. En la charca, el influjo de Hipatia o de la luna, que ya habían precisado el horario de las mareas en mi vientre, descubrían la órbita del cestero y la perpendicularidad de los rayos del sol en las estaciones de los recuerdos. “Yo sí soy de esta calle” me decía a mí misma, como si lo tuviera delante y tuviera que mostrar la identidad que me hacía habitar en la galaxia en la cual él me juzgaba en broma, forastera. Al final de mi adolescencia, su nieto me enseñó la textura del verbo en una mesa de café de artistas con lenguaje de mimbre. Septiembre siempre es una base circular donde anudo verbos y ramas para simular un sol que puede tocarse.

      Duérmete niño

      Las cantadoras de nanas deambulaban por los pasillos de las calurosas noches del verano. El mecer de la carne y el olor de la leche amamantando el sueño refrescaba el sudor de una calle cerrada a las aguas del río por el toque de queda. Las ventanas eran sigilosas cuevas de murmullos donde manos entrelazadas bajo las sábanas de un tiempo de asperezas escuchaban el canto de las madres y obviaban la cantinela del sexo, fatigadas por la tarea de sufrir. Las vagalumes que llegaban en las cartas de América iluminaban el camino de la memoria, los arbustos que ofrecían cama a los amantes y brotes de sabor a las yemas de unos dedos aprendices de un cuerpo, los deseos que volaban con las estrellas fugaces antes de ser desterradas. “Duérmete niño, duérmete pronto” Y una cuna, un celemín, unos brazos… crujían y daban voz al suelo y alivio al insomnio. “Duérmete niño, duérmete pronto” Y agosto hipnotizaba las pupilas aun tiernas y el deseo cruzaba la frontera de almohadas y colchones… Las cantadoras de nanas moldeaban los corazones de barro con los pechos desnudos y el pie en el torno de las lágrimas de un niño. El pezón y la boca calmaban la sed impuesta por el verano y el hambre exigida a los pobres. Los besos de las nanas eran de leche y los lobos nunca se atrevieron a devorar la tierna partitura de la noche.

      Matrioskas

      Las muñecas de madera que ocupaban la estantería de un salón que parecía haber llegado de otro mundo decoraban la imaginación de Inés con historias de amor y secretos de enaguas. Había salido de su calle de pueblo un uno de septiembre con la tierra empapada de lluvia y el vértigo de las tormentas encajado en el costado del corazón. Las manos de su madre, encorvadas por la artrosis apenas daban tregua a la mujer que mejor había bordado ajuares y sus hermanas, hechas para la conquista de salmos y rezos, no encontraban remedio para su dolor ni para la memoria distraída de un padre que apenas distinguía ya la realidad. Inés contaba catorce años y una maleta hecha con el indulto de la adolescencia. La ciudad no le impuso otra norma que la de cocinar y limpiar sin descanso, sin cháchara en la escalera, sin amantes en las esquinas de los recados, sin escaparates donde los vestidos desnudaban la inquietud de una virgen. Así que reparaba en las matrioskas y deshacía sus cuerpos hasta quedarse con la última y pequeña muñeca irrompible, como si en ella estuviera el festón aún necesario de su madre. La guardaba en el bolsillo de su delantal como si fuese un amuleto que acortara la interminable tarde o templara el anochecer enfriado por una sopa de letras que no formaba palabras y por la mesa rectangular del silencio ordenado. Al final de cada mes, un boticario que la hubiese esperado el tiempo necesario le preparaba ungüentos para calmar el dolor de su madre y hierbas para relajar la incertidumbre de su padre. Pero su familia esperaba el dinero que acortaba el hambre y los días, con el que Inés sabía que bordaba un remedio para la miseria y un lugar en el corazón de la calle.

      El tiempo acomodó sus caderas a los ojos de un señorito caprichoso, a las noches de mano en la boca y trote rápido, a los jadeos de un hombre que deshacía su cuerpo cual si fuera una muñeca de madera. Pero Inés no tenía una pequeña Inés irrompible y nunca pudo regresar, ni a fin de mes siquiera, al bolsillo del delantal de su madre.

      Recaderos

      Después de comer, cuando el calor se convertía en siesta y apresaba el deseo de los mayores, los recados eran la forma de alejarnos a mi primo y a mí de la calle, de las ruidosas fechorías de las que siempre algún vecino daba queja. Mi abuelo sacaba el caballo y daba el ramal a mi primo y había que ir hasta el pilón que hay debajo del cementerio para darle agua. Entonces, los sábados en la tele daban una serie sobre una niña pelirroja y con pecas, llamada Pipi, que vivía sola y hacía tortitas y tenía un mono, como uno de los hijos de los feriantes que llegaban en fiestas. También tenía un caballo al que pintaba de vez en cuando y dos trenzas que le daban un aire divertido. Si en una de esas tardes de pilón, mi madre me había hecho trenzas, al llegar al Arco de la Villa, camino de calmar la sed de Noble, el caballo de mi abuelo, éste se paraba porque ya se sabía de memoria el ritual: mi primo me daba el ramal y yo me quitaba las trenzas por si acaso aquel chico rubio que vivía en la plaza se asomaba a la puerta o estaba echando un “primi” en el frontón o jugando al “matarro” en la terraza del bar de la serrana. El pelo suelto parecía poner perfume a mis andares, las gomas recoger mi infancia en mis muñecas y el ramal poner años al ejercicio de un recado o a la vergüenza de mi primo. Al llegar al pilón, la gran lengua de Noble, sosegaba en el agua la sed y su paciencia y los “cucharones” llamaban al cristal de nuestros ojos. Una bolsa de plástico o un bote eran los enseres propios de una pesca de pilón que acunaba la siesta de los mayores. De regreso, el ramal de la incertidumbre aceleraba mis pulsaciones y mis mejillas se llenaban de pecas imaginarias que sonreían a un tiempo que todavía no había llegado. Ser recadero, aparte de ser casi un rey godo, te daba una recompensa: a mí la del sabor del vértigo, a mi primo una bolsa de renacuajos, a Noble la fresquera de la garganta y a los mayores… a los mayores

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