El hospital del alma. Lourdes Cacho Escudero
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Recogía la mesa con la frágil paciencia de la prisa por llegar a mi almohada, por poblar de recónditas montañas mi inocente cintura, por hacer agua dulce en mis pupilas y cascada en mis venas. Sacudía los cuadros de un mantel con tu nombre a la espalda; con olor a parrilla me llevaba mezclado el secreto de tu aroma hasta el diario febril donde hacías palabras, donde pausadamente deshojabas los pámpanos aún tiernos de mi otoño. Saberte fue de pronto como un porrón vacío en medio de la siega…
Mus
Después de la ternura de las sayas me llegó el vértigo desde la mirada de mi abuelo. Las cartas barajaban el bolsillo remendado de los sentimientos y yo, cual aprendiz de mus, siempre dejaba la grande en paso para que mis ojos no parecieran faroles. Mi abuelo me llevaba a una Salamanca fría, a amores que ocupaban los asientos de un cine en tardes de domingo, a muchachas bonitas heridas por el hambre, a la soledad de las paredes húmedas de una pensión barata. Guardaba los secretos, en el alto donde las pasas se hacían a la sombra, entre los cañizos que habían besado la hierba del campo, a ras de la ventana desde la cual se divisaba el monte y si cerrabas los ojos, se podía escuchar la angustia chirriante de la huida. En el corto espacio en que piedras y amarracos ocupaban las aristas de una mesa, la superficie vital de su memoria (los celemines de amor y las fanegas de lágrimas guardadas) envidaba mi escucha. A veces, en los pares, las medias se saldaban con el recuerdo de dos piernas prohibidas, de noches censuradas de soldado en tugurios que ocultaban su condición de rojo, del malnutrido cuerpo del deseo pintando las pestañas de la noche. Yo, sin bajar la guardia al paso o al envite pisaba los rincones de una plaza donde las lunas fueron de guadaña y los días oscuros. Mi inocencia, tan blanca, daba luz al latido del pasado y el himen de mis cartas descosía en el juego su bandera con tres sietes y sota soleada. “Envido más —decía con aires infantiles de princesa—. Vaya republicana, con un reino en las manos —sospechaba él en voz alta—”. Y tiraba las cartas como mártir y mirando mis ojos, la silueta de un ángel silencioso le llevaba de nuevo a una litera, al podrido colchón de la penumbra, a besos refugiados, a pieles desgastadas por el hambre, a la metralla adicta a la conciencia…
Trueques
En la plaza de la fuente, los miércoles de escuela pintaban un mercado. Contando los minutos, la destreza seducía a una pizarra de números y resolvía los problemas a tiempo para el recreo. Antaño había sido la plaza de la Tela la que albergaba el imperio del trueque, el cambalache para paliar el hambre, la permuta de una alacena donde pasar el invierno. Pero ahora su ancho de frontón y su largura de reino, hacían de ella la corte donde olvidar durante media hora las obligaciones del aprendizaje, y la harina, el aceite, el azafrán o el jabón de lavanda, seducidos por otra necesidad, se vestían con pantalones vaqueros “lois” o “cimarrón”, con bragas de puntillas y con zapatos siempre discotequeros en puestos que describían una órbita alrededor de un manantial de piedra del cual manaba un agua solo para guisar. Las madres esperaban la hora del recreo sujetando en las manos dos tallas de un pantalón y el fin de mes afilando sus tímpanos. Aquella economía sumergida en el compartimento secreto de una cartera o bajo una baldosa del cuarto de la plancha hacía de los miércoles un domingo cualquiera donde estrenar la muda de la felicidad. Y al tiempo que a su hora tocaba la campana de vuelta a los libros, la otra edad de los hombres desataba despacio el delantal de la tarea y compraba enaguas de seda para la siesta y la memoria. Porque en el fondo, todavía habitaba una conciencia de subsistencia en la órbita caprichosa de los miércoles donde el agua de una fuente compensaba a los hombres con guiso de domingo.
Medidas
El estrecho camino de un metro tomaba las medidas a mi cuerpo. Las manos de mi madre hacían malabares en el ancho descrito por mis hombros o en el descubrimiento de mis caderas. Los días en que Logroño era una lista interminable de recados, un portal del fin del mundo nos abría sus puertas y nos llevaba hasta el piso donde las telas permanecían en silencio. Un metro de madera describía semicírculos imaginarios al contar sobre el retal como si lo estuviese haciendo sobre mi piel, como si fuese un presagio de amor o me estuviese diciendo que un hipnotizador de números y lector de teoremas se incorporaría a la escala métrica de mi vida. Los encajes, la seda, el algodón, el lino… formaban parte de aquel desorden de color extendido en largas mesas rectangulares donde se contaba a la medida del deseo. Donde yo veía color, mi madre veía un vestido, los pliegues de una falda, el escote de una camisa o las rodillas sedientas del verano. Sus ojos me miraban, sus manos componían de nuevo mis coletas, el retal ocupaba mi menuda figura y aquel que hacía magia, aquel que sin esfuerzo daba luz a mi rostro se cortaba con mimo cual si mi nombre ya estuviera inscrito en él. A veces las puntillas adornaban el peso de los hombros y la sobriedad de unos tirantes se adhería a los blancos detalles que alargaban el tiempo de la niñez y ponían un toque de inocencia al camisón de una madre. La tela, envuelta en un papel de calco que a mí me serviría para copiar dibujos y acariciar la desnuda transparencia de un cristal mientras mi madre cosía, esperaba en un mostrador el turno de los botones: un botón a la espalda o tres en un costado para hacer diferente lo sencillo… La tarde se medía en semicírculos y mi madre describía el patrón de una sonrisa sin límites, de un vestido nuevo que estrenaría una estación…
Las cremalleras llegarían más tarde, cuando el camino narrado por la piel necesitara entallar la cintura del tacto desconocido, cuando las caderas se ajustaran al movimiento, cuando un vestido cayera en línea recta por el precipicio de un cuerpo; un metro de diez dedos tomaría medidas al principio de mi espalda mientras abría un espacio nuevo, mientras el color doblaba en pliegues al pecado y mis manos componían despacio una coleta, un alboroto sereno en la nuca que mostraba un retal donde un lector de teoremas dividió el tiempo y un presagio hizo realidad el amor en el ancho descrito por mis hombros.
Densidad
Los humores de Hipatia salieron de mi cuerpo en febrero. El miedo fue de pronto una herejía e implantó su mandato en la órbita de la ternura. El sol se convirtió en extraño; la densidad del tiempo comenzó a depender del peso de las palabras y el volumen de la vida se ponía ante el astrolabio de mis pupilas. La doctrina de la prohibición tomaba entre sus manos la primera piedra y observaba de frente su amenaza; el paño que manchado entre mis piernas me nombraba mujer alertaba también de la rebeldía de mis caderas o del cuerpo desnudo de un amor que ya no era el impuesto. Los años me tendían su trampa, la túnica secreta de la luna me cubría los hombros, la piel de mi niñez era desollada por el vértice marchito del silencio… Aún no conocía el mar y la estrategia de las mareas se acomodaba en mi vientre con su reflujo, con su seductora fuerza, con su voz incansable. Creí que moriría, de pronto las muñecas pasaban a ocupar otra quietud y era inquieto el espejo en donde me miraba. Un ciclo me tenía en la puerta de cada estación: eran frías y lejanas las nanas deshojadas en una cuna, la muerte comenzaba a ser una posibilidad y mientras en mi piel, la primavera tejía su coartada, el miedo, acalorado, se ruborizaba entre mis piernas. Pero los planetas, mantenían su equilibrio alrededor del sol