El hospital del alma. Lourdes Cacho Escudero
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El turrón de pobre
La Navidad se acercaba en bolas de cristal que se agitaban para hacer nieve. En el comedor donde una tele en blanco y negro mostraba los pies del comienzo de otra era, los días olían a mazapanes y la inocencia sacaba brillo a sus zapatos. Las manos de mi abuelo daban cuerda a un martillo que deshojaba los frutos de los almendros y las nueces del nogal que me llevaba al río en el verano eran molidas en el almirez donde mi abuela emprendía la laboriosa tarea de hacer turrón de pobre. En la escalera, un árbol no muy grande, vestido de espumillón, anunciaba vacaciones y señalaba el camino donde el frío tenía otro refugio: los botes de cristal con la conserva, las pasas sobre cama de cañizos, el último jamón, los orejones, aquel dulce de higo que endulzó las tostadas de mi abuelo, las pocas avellanas que como oro en paño guardaba para hacerme feliz de tarde en tarde. Las horas en el desván donde la casa custodiaba el esfuerzo y emparedaba el hambre pasaban despacio ante mis ojos, observando cualquier mínimo indicio de otra vida: un par de zapatillas, una cuna a cubierto del óxido, el cabezal de una cama donde el amor murió joven, las cartas de una adolescencia que creció en silencio o las fotografías de un soldado que nunca quiso serlo. La guerra de otro tiempo, la miseria de tejados abombados y barrizales pastosos se colaba en los tímpanos de la memoria como la voz del afilador que llamaba a su piedra a las navajas del almuerzo. Mi madre horneaba los mazapanes con un baño de azúcar que hiciera diferentes los recuerdos y mis manos de niña pintadas con papeles de colores los guardaban en cajas de cartón en el bolsillo de la despensa. En el pasillo, un belén simulaba el nacimiento del hombre y una estrella guiaba mis ojos hacia el cajón donde el betún me esperaba para dar brillo a los zapatos de los muertos que no tuvieron bolas de cristal… Al anochecer, la cuerda del martillo llegaba a las puertas del cansancio y el turrón de pobre se detenía en la cuchara que llenó mi paladar de un sabor que nunca olvidaría. Y dormía sobre un colchón de paz que el delantal sereno de mi abuela creaba en un instante. En el desván donde el frío se refugiaba, la Navidad del frente era cosa de hombres…
La edad de la inocencia
La sobremesa de un domingo colocaba una mesa de dulces en la plaza. Mi abuela, al otro lado de todos los manjares que solo se mostraban en los días de fiesta, esperaba la risa de los niños, la paga que en moneda compraba unos boletos o alguna piruleta y chicles que se llenaban de un oxígeno competidor cuya meta era un beso. En invierno, el carbón de un brasero calentaba sus manos mientras las castañas se asaban al calor de sus ojos, a la intemperie del dolor, a orillas por fin de la ceguera que le acompañó una temporada. Mi abuelo, en la partida de mus o dominó, de copa y puro, de camisa impecable y chaqueta que delataba el día de la semana esperaba la hora de la rifa y yo, en mi empeño por aprender el reloj, contaba y respiraba despacio hasta sesenta, hasta que el codo de mi abuela me anunciaba el momento y mis latidos quedaban recogidos en el ábaco de la tarde. Cuatro cartas pequeñas en tiras de cartón rectangulares simulaban la feria, la tómbola de fiestas de vendimia, la pequeña derrama de la ilusión. De docena en docena, las castañas besaban la piel de un cucurucho de papel que abrigaba la espera. Mi abuelo llegaba del mus con sus naipes y barajando el alma de aquel pequeño espacio me dejaba cortar mientras gritaba: “arriba la baraja” y el gesto indescriptible de algún niño o de la novia tímida que por fin aceptaba un abrazo o del hombre callado que buscaba alimentar su silencio delataba el ganador de un cucurucho caliente que agrietaba a la tristeza del frío. En verano, el premio eran almendras y era la risa de un pañuelo sobre unos hombros desnudos quien decía el nombre del afortunado y abría la temporada de conquista, porque en dosis pequeñas de tirantes y faldas y vestidos de flores que polinizaban los sentidos se rifaba entre murmullos la edad de la inocencia…
Relojes
… a mi madre.
Mi madre tenía en la cocina uno de esos relojes que me traicionaban, un plato donde crecía la comida y la voz hecha a un cuento para que yo abriera la boca. Que no tuviera hambre parecía un delito pero es que en aquel tiempo mi estómago se llenaba solo con levantar la tapa de la cazuela y además me gustaba escucharla. De vez en cuando yo miraba la hora, que nunca terminaba de maquillarse, y me llevaba una cucharada a la boca para que ella no se enfadara. Y así un cuento tras otro, un cuento tras otro, la escuela me libraba de rebañar el plato y de la carne que hacía bola en mis papos. Supongo, como la oía decir, que le quité mucha vida. Porque todos aquellos remedios caseros: que si el jugo de caballo, la leche a todas las horas o un filete pasado en el puré conmigo no funcionaban. Porque las calorías me las daba su voz, al igual que ahora. Bueno, tal vez ahora las calorías también me las den sus ricas comidas pero es para demostrarle que he aprendido bien, que ahora sé comer de todo.
Las tardes estaban hechas para sus manos, sus telas, sus dobladillos, sus revistas de moda y patrones que a mí me gustaba curiosear y que me hacían imaginarme en París de la mano de algún galán de cine o firmando ejemplares de una de esas novelas que algún día escribiría. Mi bocadillo crecía a una velocidad endiablada y no tenía el bolsillo de mi bisabuelo ni el hongo mágico de Alicia. Y aquella máquina de coser que ella manejaba con destreza era capaz de verlo todo. Hay días en que creo que me hilvanó el camino o el tiempo o la memoria porque las madres son costureras de pasos y madejas de remedios. Y en otros, al mediodía me hago niña para volver a escuchar aquellos cuentos. Porque ahora, quizás porque estoy entrando en el otoño de mi vida, tengo hambre de ella y necesito rebañar su plato…
Levadura
Las maletas de mi tía Isabel traían el aroma del pan a la calle. Por el Carmen, como si no hubiesen pasado los años, la fiesta de los marineros llegaba a la casa de mis abuelos desde Bilbao y ocupaba la alcoba de los invitados. Era la panadera más guapa que jamás nadie había visto, la mayor de una familia de seis hermanos, la que escribió una historia de amor con harina y levadura. El mes de julio hacía higuera en sus ojos y la sombra de su mirada recuperaba el verde de una infancia en brazos de una madre. Cuando llegaba, su despacho de pan se trasladaba hasta una tarde sin siesta donde ella saboreaba las horas, hasta una piscina donde cinco hermanas hilvanaban secretos, hasta una bodega donde el único hermano respiraba en familia la vida regalada y me guiñaba un ojo en la memoria de un nueve de julio. La noche entre escabeche y baile de parrilla se adentraba en los platos y yo miraba el rojo de un tomate que en ellos era vida y el pan de cada día unos huevos cubiertos de fritada. El vino resbalaba por la obediente garganta que guardaba el peso de los años en baúl de silencio y las blancas mejillas de la luna simulaban la miga del pan tierno que vencía a mi sueño. Amasaba en sus brazos canciones de otro tiempo y cuando quedó viuda volvió a mis diecisiete para vivir un siglo. La corteza de la vejez le endulzó la sangre y le robó una pierna y la ciencia del amor al ver a mi madre asear sus penas, llenar de lavanda sus mañanas, hidratar su piel y tallar su equilibrio llenó de una inocencia necesaria mi perspectiva del invierno. Antes de morir me regaló su alianza comprada con el sudor del pan y horneada en el sacrificio. La llevo en mi anular cual currusco que quita el hambre o harina con que amasar el corazón, cual levadura que aumenta el espesor de mis latidos…
La suerte de la margarita
Los caminos del monte te llevaban al trueque de alimentos entre el hambre y las ganas; uno de los alimentos más preciados era la harina de trigo. El pan se amasaba en casa con un extraño temblor entre las manos y un ritual de oraciones que se ahogaban en la garganta a la hora de llevarlo a cocer al horno, escondido bajo el delantal. A veces había suerte. Otras, el horno era registrado y el pan blanco tomaba la senda del cuartel o la de otro reparto siempre desproporcionado. Las hechuras de la miseria eran grandes dimensiones de tierra baldía y los pobres, los perdedores, solo tenían dos opciones: obedecer y callar.