Animales disecados. Juan Carlos Gozzer

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Animales disecados - Juan Carlos Gozzer

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una entrada para ver a Meg Ryan, la mujer de sus sueños. La única que siempre tenía preparada una sonrisa exclusiva para él del tamaño de una pantalla de cine, bajo esos ojos azules en los que cualquier mortal bajo el Olimpo de Hollywood podría vivir para siempre. Eso era todo lo que necesitaba: una sonrisa de pésame y el cambio suficiente para comprar unos cigarrillos después de la película.

      Al encenderse las luces, el sollozo contenido de Javi se mezcló con un odio repentino hacia Alabama. En su vida había estado más solo y abandonado.

      A la salida, compró un paquete de Fortuna e inmediatamente encendió un cigarrillo. Lo fumó con ganas, sin querer dejarle nada al aire. Ya no tenía nada más en los bolsillos, salvo una simple moneda. Solo una, nada más.

      La miró con la misma tristeza con la que fumaba el Fortuna. La tomó entre sus dedos duros y amarillos y la dejó caer por la ranura del aparato. Apretando los dientes, marcó un número que, de todas formas, era gratuito.

      Cuando escuchó la voz carrasposa de lo que parecía ser un hombre mayor al otro lado de la línea, se derrumbó.

      —¿Hola? ¿Policía? Todo ha terminado. ¡Me cago en Dios!

      Dos

      Walter Alabama y Helena Bastidas estaban en un café de Chueca llamado Acuarela. Él esperaba un café irlandés bien cargado y ella un capuchino simple. Era una tarde de los últimos días de verano y los primeros de un otoño que se había adelantado con una brisa que calmaba con la noche los rigores del calor.

      Con los dedos entrelazados sobre una pequeña mesa junto a la ventana, parecían reproducir un cuadro romántico. Él, tan desaliñado como siempre, vestía una camiseta azul y unos pantalones vaqueros que terminaban la semana con estoica suciedad, mientras ella lucía un faldón largo pero fresco para esa época del año y una camisa bordada corta que se recostaba sobre sus pechos pequeños y firmes y dejaba entrever sus brazos delgados. Tenía el pelo crespo recogido, pero aún así un mechón rebelde insistía en cosquillearle el cuello blanco y limpio.

      De lejos semejaban una pareja feliz: el rostro de piel quemada de Walter Alabama apenas contrastaba con el brillo lejano de los ojos de Helena. Nadie podría adivinar, mirando esos dedos entrelazados, las razones verdaderas por las que ambos se refugiaban el uno en el otro.

      Huyendo, así llegó Helena a La Soledad y así lo hizo Walter a las piernas de ella cuando el calor de la noche alcanzaba los 38 grados y los cuerpos intentaban fundirse en uno solo. Y de allí, a verla frente a su puerta de la calle del Pez, la misma que meses más tarde tumbaría Javi para encontrarse con el cadáver, o miles de cadáveres, en el refrigerador. Con una valija pequeña en su mano y adueñándose, poco a poco, del aire sagrado que Walter tenía para sí.

      Todo para estar finalmente sentados en el Acuarela viendo cómo un camarero argentino les servía los cafés que esperaban.

      Rompiendo el cuadro romántico que formaban, Alabama sacó un Ducados, lo encendió entre sus dedos amarillentos y le dio una calada como preparándose para decir algo. Los ojos de Helena se desviaron entonces para ver el humo que salía por su nariz como si fuera un dragón a punto de escupir fuego.

      También ella tomó un cigarrillo del paquete y empezó a juguetear con él sin decidirse a encenderlo, presintiendo que Walter se preparaba para decirle algo. Algo por lo que meritaba estar allí y no en La Soledad, junto a Javi.

      Como una extraña punzada, sintió que necesitaría fumarse ese cigarrillo para comprender lo que Alabama estaba a punto de soltar.

      Walter dejó caer esas palabras según como le venían a la cabeza, sin un orden claro, pero con decisión, como si las hubiera madurado durante mucho tiempo en su cabeza.

      —¿Por qué no nos vamos a Colombia? Solo los dos, sin contárselo a nadie ni siquiera a Javi.

      De repente el silencio hizo que el cuadro apareciera de nuevo. La mirada incrédula de Helena se congeló en los dientes del gringo, ajena al humo del capuchino y del café irlandés cuya presencia ambos ignoraban.

      Alabama soltó un suspiro largo como si lo que acababa de salir de su boca le hubiese brindado el alivio que venía buscando durante días.

      Sabía que no era una propuesta que pudiera gustarle a Helena. Y tampoco él, en los días que dedicó a ordenar una a una las palabras que finalmente salieron sin más, podía encontrar un buen motivo que justificara un viaje en ese momento. Quizás toda la culpa la tuvo Elizabeth Pacefull y la educación rencorosa que le había infundido desde muy niño, cuando aún le dedicaba esas sonrisas tiernas en la casa de Vallejo. O precisamente por huir de ella, y la imagen que su figura proyectaba sobre Helena, había tomado esa decisión.

      En un último intento por ser realmente feliz —razón que lo llevó a abandonar San Francisco— Walter creía que solo en Colombia Helena podía ser ella y no la detestable copia de Elizabeth. Pero eso era algo que ella no sabría jamás.

      Helena no sabía qué decir. Le soltó los dedos y encendió el cigarrillo fijándose, por fin, en el capuchino. Tras expulsar el humo de la primera calada, le dio un sorbo largo que le quemó la lengua y hasta el incipiente amor que sentía por el gringo que acababa de proponerle que se fueran al único lugar al que había prometido no retornar.

      —El amor es un puto chantaje —murmuró Helena ante la mirada ausente de Walter.

      Sentada en ese café de Chueca, Helena Bastidas volvió a sentir el sol del trópico regresándole a la piel junto al pasado que había enterrado con tanto esfuerzo.

      —¿Por qué me pides eso, Walter? ¿Por qué a Colombia? —le preguntó en tono casi de súplica.

      Alabama había perdido el interés en el café irlandés. No podía dar una respuesta coherente a ninguna de esas preguntas o, al menos, una respuesta que fuera tan convincente como la verdad. Después de deambular por tantos cuerpos, había encontrado uno que, quizás, podría cicatrizar las profundas heridas que el inexplicable desprecio de Elizabeth le había causado. Pero para ello debía someterlo a esa egoísta prueba. El examen debe ser algo más que un reemplazo temporal de Elizabeth Pacefull. Necesitaba comprobar que Helena Bastidas, ese cuerpo, podía tener vida propia.

      Bajó la mirada y estrelló el cigarrillo contra el cenicero. Ella, pensó, no comprendería nunca una explicación así.

      —¿Por qué te parece tan difícil, Helena? —la retó—. Lo único que te estoy diciendo es que pasemos unos días en Bogotá, no te estoy pidiendo nada más.

      Tan preocupado en salvarse a sí mismo, Walter Alabama era incapaz de intuir la sentencia que le estaba dictando a Helena sin siquiera poder asegurar que, después de viajar a Colombia, estaría dispuesto a regresar a sus días de La Soledad.

      Helena, intentando contener la furia que le corría por las venas, fumaba con tal prisa ese tabaco negro que de repente se sintió mareada.

      —¡Tú no entiendes nada, Walter! —se desahogó—. ¡No tienes ni idea de lo que me estás pidiendo!

      Estaba al borde de las lágrimas. El brillo acuoso de sus ojos rememoraba esa sensación de lejanía y destierro a la que se había visto sometida. El gringo jamás sabría lo que significaría, de verdad, vivir lejos por obligación. Ver, como quien mira a través del cristal de una ventana, el transcurrir de su propia vida a ocho mil kilómetros de distancia. En el silencio hondo del miedo.

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