Animales disecados. Juan Carlos Gozzer

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Animales disecados - Juan Carlos Gozzer

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de sí misma, ajena a todo lo que le había sucedido antes. Al igual que él, también se agarraba a ese simulacro de amor como a una liana que le ayudaría, finalmente, a superar el abismo del odio que pendía sobre su cabeza.

      Sin embargo, ese gringo estúpido le pedía que volviera a ser Helena Bastidas en el único lugar en el que no podía serlo. No se trataba solo de ser feliz, era una cuestión básica de supervivencia. Pero eso era algo que él jamás entendería.

      —No quiero presionarte a nada ni armar un drama con unas vacaciones —dijo Walter con tono de falsa tranquilidad—. Así que si vienes, pues muy bien. Si no, me iré solo.

      Walter Alabama sabía que viajar a Colombia sin Helena no sería sino hacer una escala en el largo camino de la derrota de regreso a la casa de Vallejo.

      —Déjame pensarlo un poco —le respondió Helena sin entender muy bien porqué no pudo negarse con decisión y dejar que el gringo se largara de una vez.

      Sin siquiera probar el café, Walter dejó un billete sobre la mesa y ambos salieron a la calle, donde una ráfaga de viento fresco les alivió los resquemores que traían entre las tripas.

      En un gesto automático y aprendido, se dieron un beso sencillo que no trascendió más allá del roce de sus labios. Se miraron buscando la tranquilidad en los ojos del otro, pero solo un aire de desconfianza campaba entre esas esferas casi inmóviles.

      —Será mejor que nos veamos luego en casa —dijo Helena buscando esa soledad que había sido su única y verdadera consejera en todo ese tiempo.

      —Bien —le conestó Alabama y, con un fingido gesto de cariño, se despidió de ella antes de darle la espalda y emprender el camino de regreso a Malasaña con las manos metidas en los bolsillos estrechos del pantalón vaquero.

      Buscando quizás la soledad de las multitudes, Walter tomó la calle Hortaleza hasta llegar a la Gran Vía. Hubiese podido elegir una ruta más corta, pero no lo hizo. Quería desaparecer del mundo perdiéndose en él durante algunas horas.

      Con la brisa que le desordenaba el pelo y las manos cada vez más hundidas en los bolsillos del pantalón, se camufló entre la gente mientras en su rostro se dibujaba una mueca de preocupación y a la vez de mal humor que solo Elizabeth Pacefull habría podido distinguir.

      A esa hora, las calles estaban atestadas de turistas que emprendían el regreso al hotel tras visitar El Prado, pasear por la Cibeles y dejarle unas monedas a ese hombre que, a un costado de la acera, luchaba solitario contra el sida.

      Sobre la Gran Vía, se vio abordado por un animado grupo de brasileros que, extendiéndole una cámara fotográfica, le pidieron que les tomase una foto de sus sonrisas de oreja a oreja y de Madrid, que parecía tragárselos al fondo. Alabama tomó el aparato entre sus manos, tomó distancia y desde el visor miró a la ciudad que lejos de liberarlo, lo había atrapado. Sin esperar al cuadro definitivo apretó el obturador y devolvió la cámara a los brasileros que le agradecían con la misma sonrisa de la foto. Al menos ellos, pensó, habían logrado encerrar a Madrid en un marco. Walter redujo el paso para ver mejor cómo se alejaban en su misma dirección.

      Quizás olvidar es algo más que alejarse, se dijo al tiempo que sacaba un Ducados del bolsillo. Lo encendió y le dio una calada agachando la cabeza y con un deseo enorme de mandarlo todo a la mierda.

      Walter Alabama, quien desde niño lo había tenido todo salvo el amor incondicional de su madre, parecía estar, después de años de lucha silenciosa, a punto de rendirse. No lograba entender que toda la culpa que cargaba sobre sus hombros no era suya, simplemente había aparecido mucho antes de que él naciera. Quizás, el mismo día en el que Jhonny B. Alabama y Elizabeth se conocieron.

      Elizabeth Pacefull, como era conocida entonces su madre, era una película en ocho milímetros mal rodada. Vestía faldones tan largos como su pelo rizado y calzaba unas sandalias de piel mucho más oscura que su rostro blanco y demacrado por el LSD y esa forma de dejarse llevar por cualquier mano.

      Por eso fingía protestar contra todo: Vietnam, la sociedad, la represión o lo que su amante de turno le propusiera. Así viajaba por toda la costa californiana en una combi Volkswagen sin nada que perder. Haciendo el amor con tantos hombres cuantos se le cruzaran por esos días de amor libre y de sus tetas siempre al aire que ya no eran novedad para nadie, al igual que el olor o la forma de su sexo o algún trozo de su cuerpo tan público como su tristeza.

      Sobre todo, Elizabeth Pacefull sobrevivía, en medio de esos hippies desenfrenados, a su propia vida y a su padre —el primer hombre que conoció desnudo—, el abuelo que Walter nunca conoció.

      Con el cigarrillo entre los labios, Walter se esforzaba por borrar ciertos recuerdos de su cabeza, reemplazándolos con el rostro de Helena y sin poder imaginar que cuando John B. Alabama, su padre, vio a Elizabeth Pacefull por primera vez, esta parecía una perra abandonada tras un día de lluvia inclemente.

      En algún lugar de Washington, Elizabeth estaba sentada en el rincón de un bar con toda la heroína y el Jack Daniels que le podía caber en las venas. Tenía el rimel corrido, el pelo alborotado y el faldón recogido sobre un par de piernas sucias de tanto viajar. Jhonny B. venía de una manifestación más frente a la Casa Blanca contra la guerra de Vietnam, un lugar que ni siquiera sabía con certeza dónde estaba. Aún así, no tuvo el menor reparo en exponer su culo blanco de joven bien posicionado de San Francisco por él.

      Como mucho de lo que pasaba en esos días, aquello solo sirvió para provocar risas, gritos tontos y para incentivar que los culos y tetas presentes junto al memorial a Abraham Lincoln también vieran la luz.

      Con los ojos enrojecidos y achinados por la marihuana, Jhonny y sus amigos decidieron celebrar su hazaña en The Little Cave, el bar donde encontraría a Elizabeth Pacefull hundida en su trance de mirada perdida.

      Quizás por el efecto de la hierba y el alcohol, Jhonny se sentó a su lado y empezó a reírse como un imbécil. Miraba sus piernas blancas cruzadas, sus manos sucias y todo el rímel corrido.

      —¿Cómo te llamas? —le preguntó Elizabeth Pacefull con lo poco de vida que le quedaba entre los dientes.

      —Jhonny B.

      Esforzóndose, la Pacefull lo miró a los ojos y apenas con un hilo débil de voz le dijo:

      —Jhonny, ¿quieres olerme? ¿Tocarme? ¿Montarme? Vamos, Jhonny, no seas tímido, no serías ni el primero ni el último. Por eso te sentaste aquí, ¿no?

      Por un momento, la risa de Jhonny se calló. La miró con más atención y vio sus labios resecos, su cuello largo y sus tetas pequeñas y trajinadas que se ponían firmes con esfuerzo. Encaró su mirada y la vio totalmente perdida.

      La tomó por la cintura y como pudo la sentó sobre sus piernas y sin mayor dificultad encontró su sexo en ese rincón oscuro de The Little Cave, mientras unos imperceptibles acordes de Bob Dylan se movían por el aire pesado que respiraban todos.

      Con esa melodía de fondo para los jadeos lastimosos y casi desinteresados de la Pacefull, Jhonny B. la olió, la tocó y la montó un buen rato sin siquiera conocerla. Igual hubiera podido ser cualquier otro, solía decirle Elizabeth muchos años más tarde, cuando la Pacefull se había convertido en Elizabeth Alabama, una señora a la que le gustaba comprar ropa en las mejores tiendas de Fillmore Street y beber Bloody Mary junto a la piscina de la casa de Vallejo mientras rumiaba en silencio sus propias amarguras.

      Y todo por esa noche en The Little Cave, sobre el sexo de Jhonny B., una vez como

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