La Fuerza Pública colombiana en el posacuerdo. Alejo Vargas Velásquez
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Una de las instituciones fundamentales para la función de coerción y control del Estado, así como para la credibilidad del propio ordenamiento jurídico en la medida en que le da una capacidad de eficacia, son las fuerzas armadas, quienes, como lo señala el general (r) Paco Moncayo (1995):
[…] son una institución básica de todo Estado, no importa su forma de organización, su nivel de desarrollo, su modo de gobierno o su tradición histórica y cultura […] [Así,] el derecho interno es respaldado por una capacidad de coacción indispensable, la existencia de una administración monopólica de la violencia legítima […] [e incluso,] la propia creación de los Estados se produjo gracias a la obra libertadora de sus ejércitos.
Por ello, la naturaleza de las fuerzas armadas “se deriva de su condición de medio, de recurso de última instancia, para el logro de los fines de la política” (Desportes, 2000). Continuando con la reflexión del coronel francés Desportes (2000), “los militares tienen en su dominio, un rol social particular a jugar porque, más allá de las fluctuaciones políticas, ellos encarnan la conciencia de defensa de la nación […]”; la reflexión se vuelca entonces sobre el rol diferencial de cualquier órgano castrense, dado que en este se intentan ver materializados los verdaderos designios de la nación, más allá de los debates políticos que se producen. Los militares terminan asumiendo una concepción sobre la soberanía, el territorio, la nación, entre otros aspectos fundamentales que son la base de cualquier estructura estatal, concepciones que no son discutidas de forma política.
Todo indica que la construcción progresiva de las fuerzas armadas como institución estable, profesional y especializada está ligada a los procesos mismos de conformación del Estado-nación. Dentro de esta perspectiva, la conscripción cumple un papel fundamental; por ejemplo, Gustavo Adolfo de Suecia fundó el primer ejército moderno por medio de ella (Caillois, 1975). John Keegan (1995) considera que:
[…] la conscripción, por definición, no es un sistema excluyente, ya que acepta a todos los aptos para caminar y combatir independientemente de su riqueza o derechos políticos; por eso nunca ha gozado de las simpatías de regímenes temerosos de que los ciudadanos armados pudieran hacerse con el poder ni de aquellos con dificultades para allegar fondos. La conscripción es para los Estados que dan derechos —o al menos apariencia de derechos— a todos los ciudadanos. (p. 29)
Así, la conscripción significa un avance en cuanto a la construcción del ejército como parte de una nación, bajo el propósito de ir más allá de cualquier distinción social y acercándose a la idea del bien general; significa también una forma de vinculación de diferentes ciudadanos a los ideales que defiende el sector castrense, yendo más allá del debate político.
Pero fue sin duda la Revolución francesa y sus referentes de libertad, igualdad y fraternidad los que contribuyen a marcar un avance en la construcción del Estado-nación y del ejército estable y permanente. La Constituyente francesa de 1789 avanza en la idea de un ejército de ciudadanos:
La República no diferencia los derechos del ciudadano y los derechos del soldado. Desde 1789, Dubois-Crancé proclama que “todo ciudadano debe ser soldado y todo soldado ciudadano” […]. La Revolución estableció el sufragio universal y el servicio militar obligatorio […] el ciudadano participa a partir de ese momento, tanto en la defensa como en la gobernación de la nación. (Caillois, 1975)
Sin embargo esto no significa, de ninguna manera, que la Revolución francesa estuviera orientada por una concepción militarista de la sociedad. Así lo precisa Keegan (1995) cuando afirma:
[…] no es que los franceses decidieran hacer de “todo hombre un soldado”; los ideales de la Revolución eran antimilitaristas, racionales y legalistas, pero para defender el imperio de la razón y de la ley justa —la que abolía los privilegios feudales de una clase aristocrática que, aunque ficticiamente, atribuía su preeminencia social a su pasado guerrero— los ciudadanos de la Revolución habían tenido que recurrir a las armas. Los americanos de las colonias inglesas habían hecho lo propio quince años antes, pero mientras que los colonos americanos habían recurrido para sus fines a un sistema militar existente —el de las milicias creadas para defender sus asentamientos contra los indios y los franceses—, los galos tuvieron que crear un instrumento propio. (p. 40)
Y en esa medida, el ejército comienza a adquirir esas características propias de una institución que es al mismo tiempo jerarquizada e igualitaria:
Por sí mismo, el ejército no es democrático, pero es, indirectamente, igualitario. Como la autoridad debe ser más exacta e indiscutible que en otras partes, también se muestra más exclusiva: la jerarquía militar no soporta otra escala de valores que la limite o contraríe. Solo cuentan los grados: los privilegios, naturales o sociales, no son nada. No se concibe un subalterno que rehúse obedecer a un oficial porque encuentra que es menos rico o menos bien nacido que él. En este sentido, el ejército aparece como la primera formación social en la que la obediencia se conjuga con la igualdad. (Caillois, 1975)
Progresivamente se fue avanzando hacia la idea de un ejército profesional permanente con una estructura burocrática que le permitiera una racionalidad funcional.
Desde el siglo XVII, el soldado no vive ya con los habitantes, sino en un cuartel, propiedad del Estado. El desarrollo de la administración militar lleva a la construcción de arsenales, almacenes, hospitales. El ejército ofrece el primer modelo moderno de una organización compleja a gran escala. Los problemas de producción, transporte, avituallamiento, equipo, el establecimiento de un plan de campaña, la cooperación de diferentes servicios para su ejecución, tienen como consecuencia una hipertrofia sin precedentes de los órganos administrativos, incluso civiles. La estructura centralizada del Estado democrático contemporáneo tiene su origen lejano en el aparato erigido para satisfacer las necesidades militares. (Caillios, 1975)
Lo anterior nos obliga a plantear cómo se entiende la profesionalización militar, para lo que hacemos referencia a lo planteado por Huntington (citado en González Anleo, 1998) sobre el paradigma del profesional militar, al cual le asigna cuatro rasgos específicos:
En primer lugar, el conocimiento especializado de la administración de la violencia y de su tecnología, que en la actualidad ha llegado a ser altamente compleja y de inmensas potencialidades destructivas. En segundo lugar, el clientelismo o dependencia de su principal “patrón”, el Estado. En tercer lugar, el fuerte sentido de identidad corporativa, que los separa de los civiles. Intervienen sobre todo tres factores: los militares suelen tener sus propias academias, asociaciones, publicaciones y costumbres; además, la promoción hacia los niveles superiores está reservada, a diferencia de las empresas, a los que empezaron desde el empleo más bajo de oficial; finalmente, sus contactos y amistades informales propenden a quedar dentro de la esfera militar. En cuarto lugar, la ideología de la mentalidad militar, que ya no se centra en los valores guerreros y la glorificación de la batalla —hoy superfluos o limitados— sino en las actitudes de cooperación, subordinación de los motivos individuales a las demandas del grupo y la primacía del orden y la disciplina. (pp. 42-43)
Esto es fundamental, dado que si bien no son los criterios aceptados en la presente investigación (por lo menos a completitud), sí son el referente investigativo en cuanto a la profesionalización militar más aceptado a nivel internacional. No obstante, se consideran limitados en términos analíticos.
Por otra parte, Berrio Álvarez-Santullano (1998) acepta:
[…] definir la profesión militar como la actividad desarrollada por una parte o sector de la sociedad —los militares