Prueba Vol. I. Luiz Guilherme Marinoni
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Se parte de la premisa que el proceso civil, por lidiar con bienes menos relevantes que el proceso penal, se puede contentar con un menor grado de seguridad, satisfaciéndose con un menor grado de certeza. Siguiendo esta tendencia, la doctrina procesal civil —todavía hoy muy en boga21— ha puesto un mayor énfasis en la observancia de ciertos requisitos legales de la evidencia probatoria (por medio del cual la comprobación de hecho era obtenida), que el contenido del material de prueba. Pasó a interesar más la forma que representaba la verdad del hecho que el producto final que efectivamente representa la verdad. Más aún se reconocía la posibilidad de obtención de algo que representase la verdad ya que el proceso civil no estaba dispuesto a pagar el alto costo de esa obtención, bastando, por tanto, algo que fuese considerado jurídicamente verdadero. Era una cuestión de costo-beneficio entre la necesidad de decidir rápidamente y decidir con certeza, en la que la doctrina del proceso civil optó por la preponderancia de la primera.
Actualmente, la distinción entre verdad formal y sustancial perdió su brillo. La doctrina moderna del derecho procesal ha ido sistemáticamente rechazando esta distinción, correctamente considerando que los intereses objeto de la relación jurídica procesal penal, no tienen ninguna particularidad especial que autorice la inferencia que debe aplicarse a este método de reconstrucción de los hechos diversa de aquella adoptada por el proceso civil. Realmente, si el proceso penal lidia con la libertad del individuo, no se puede olvidar que el proceso civil labora también con los intereses fundamentales de la persona humana —como la familia22 y la propia capacidad jurídica de un individuo y de los derechos metaindividuales23— y, por lo tanto, totalmente desprovista de la distinción de conocimiento entre las áreas.
Además, no se puede olvidar que la idea de la verdad formal fue duramente criticada por Chiovenda. Según él, “jurídicamente la voluntad de la ley es aquella que el juez afirma ser la voluntad de la ley. Ni esta afirmación del juez puede llamarse una verdad formal: frase que supone una comparación entre lo que el juez afirma y lo que podía afirmar; ya que el derecho no admite esta confrontación, y nosotros, en la búsqueda de la esencia de una institución jurídica, debemos colocarnos en el punto de vista del derecho”24. También Carnelutti ofrece semejante crítica de la figura, calificándola como una verdadera metáfora25. Realmente, hablar de la verdad formal (especialmente en oposición a la verdad sustancial), implica reconocer que la decisión judicial no se basa en la verdad, sino en una no verdad. Se supone que existe una verdad más perfecta (la verdad sustancial), pero, para la decisión en el proceso civil, debe el juez contentarse con aquella imperfecta, y, por lo tanto, no consistente con la verdad26.
La idea de la verdad formal es, por tanto, absolutamente inconsistente y, por esa misma razón, fue paulatinamente, perdiendo su prestigio en el seno del proceso civil (y tiende a perderlo cada vez más). La doctrina más moderna ya no hace más referencia a este concepto, que no presenta una utilidad práctica, siendo un mero argumento retórico para sustentar una posición de inercia del juez en la reconstrucción de los hechos y de la disonancia frecuente del producto obtenido en el proceso con la realidad fáctica.
4. VERDAD Y VEROSIMILITUD
El análisis ya elaborado trata de la finalidad de la prueba, y, por lo tanto, el tratamiento de la verdad ha de pasar, necesariamente, por un estudio más amplio y profundo del tema, que va más allá de los límites del derecho, lanzando miradas sobre otras ciencias27. De modo que la cuestión de la finalidad de la prueba debe orientarse por el estudio del mecanismo que regula el conocimiento humano de los hechos.
Aunque toda la teoría procesal esté, como se ha visto, sobre la base de la idea y el ideal de la verdad (como el único camino que puede conducir a la justicia, en la medida que es un presupuesto para la aplicación de la ley al caso concreto), no se puede negar que la idea es alcanzar la verdad real sobre un acontecimiento no pasa de ser una mera utopía.
La esencia de la verdad es inalcanzable. Ya lo decía Voltaire, afirmando que “les vérités historiques ne sont que des probabilités”28. Así también lo percibió Miguel Reale, al estudiar el problema, deduciendo, entonces, el concepto de quase-verdade, en sustitución de la verdad, que sería inútil e inalcanzable29.
De hecho, la reconstrucción de un hecho ocurrido en el pasado siempre viene influenciado por aspectos subjetivos de las personas que asistieron, y todavía del juez, que ha de valorar la evidencia concreta30. La interpretación sobre un hecho —o sobre una prueba directa derivado de ella— altera su contenido real, añadiendo un toque personal que distorsiona la realidad. Más que eso, el juez (o el historiador o, por último, el que debe tratar de reconstruir los hechos del pasado) jamás podrá excluir, terminantemente, la posibilidad que las cosas puedan haber pasado de otra forma.
Creer que el juez puede analizar, objetivamente, un hecho, no agregarle ninguna dosis de subjetividad es pura ingenuidad31. Este análisis, por sí mismo, ya envuelve cierta valoración de hecho, alterando su sustancia e inviabilizando el conocimiento del hecho objetivo, tal como ocurrió. Por otra parte, como bien observó Giovanni Verde32, las reglas sobre la prueba no regulan solo los medios que el juez puede servirse para “descubrir la verdad”, sino también fija los límites a la actividad probatoria, tornando inadmisible ciertos medios de prueba, resguardando otros intereses (como la intimidad, el silencio, etc.) o, condicionando la eficacia del medio probatorio con la adopción de ciertas formalidades (como el uso de instrumentos públicos). Teniendo en cuenta esta protección legal (de fuerte intensidad) a otros intereses, o, incluso, sumisión del mecanismo de “revelación de la verdad” a ciertos requisitos, no parece ser difícil de percibir que el compromiso que tiene el derecho con la verdad no es tan inexorable como aparenta ser.
Hay una contradicción en este aspecto, como bien demuestra Sérgio Cotta33. Querer que un juez sea justo y apto para develar la esencia “verdadera” del hecho que ocurrió en el pasado, pero reconocer que la falibilidad humana y el condicionamiento de este descubrimiento a las formas legales no lo permiten. El juez no es un ser divino, pero aun así tiene como objeto de investigación a la verdad objetiva, verdad que, como todo lo demás, es inalcanzable. Se exige, por tanto, que el juez sea un dios, capaz de develar una verdad velada por la controversia de las partes, donde cada uno entiende estar revestido con una “verdadera” verdad y, por lo tanto, con la razón.
Sin que se necesite más esfuerzo para llegar a esta conclusión, tal obra es imposible si es que se ofrece como argumento retórico para justificar la “justicia” de la decisión tomada. El juez es un ser humano como cualquier otro y está sujeto a las valoraciones subjetivas de la realidad que le rodea. La mítica figura del juez, como alguien capaz de descubrir la verdad sobre las cosas y, por eso mismo, apto a hacer justicia, debe ser desenmascarada. Este fundamento retórico no puede tener más el papel destacado que ocupa hoy en día. El juez no es —más que cualquier otro— capaz de reconstruir los hechos que ocurrieron en el pasado: lo máximo que podrá exigirse es que la valoración que ha de hacer de las pruebas llevadas a los autos sobre un hecho a ser investigado, no sean divergentes de la opinión común que se haría