Cuentos de amor. Horacio Quiroga

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Cuentos de amor - Horacio Quiroga

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usted! ¡Oh, qué desgracia, qué desgracia! ¡Perdóneme, ya sabe!… No sé lo que digo… ¿Y su señora vive con usted en el ingenio?

      – Sí, generalmente… Ahora está en Europa.

      – ¡Qué desgracia! Es decir… ¡Octavio!– añadió abriendo los brazos con lágrimas en los ojos:– a usted le puedo contar, usted ha sido casi mi hijo… ¡Estamos poco menos que en la miseria! ¿Por qué no quiere que vaya con Lidia? Voy a tener con usted una confesión de madre— concluyó con una pastosa sonrisa y bajando la voz:– usted conoce bien el corazón de Lidia, ¿no es cierto?

      Esperó respuesta, pero Nébel permaneció callado.

      – ¡Sí, usted la conoce! ¿Y cree que Lidia es mujer capaz de olvidar cuando ha querido?

      Ahora había reforzado su insinuación con una leve guiñada. Nébel valoró entonces de golpe el abismo en que pudo haber caído antes. Era siempre la misma madre, pero ya envilecida por su propia alma vieja, la morfina y la pobreza. Y Lidia… Al verla otra vez había sentido un brusco golpe de deseo por la mujer actual de garganta llena y ya estremecida. Ante el tratado comercial que le ofrecían, se echó en brazos de aquella rara conquista que le deparaba el destino.

      – ¿No sabes, Lidia?– prorrumpió alborozada, al volver su hija— Octavio nos invita a pasar una temporada en su establecimiento. ¿Qué te parece?

      Lidia tuvo una fugitiva contracción de las cejas y recuperó su serenidad.

      – Muy bien, mamá…

      – ¡Ah! ¿no sabes lo qué dice? Está casado. ¡Tan joven aún! Somos casi de su familia…

      Lidia volvió entonces los ojos a Nébel, y lo miró un momento con dolorosa gravedad.

      – ¿Hace tiempo?– murmuró.

      – Cuatro años— repuso él en voz baja. A pesar de todo, le faltó ánimo para mirarla.

      Invierno

      No hicieron el viaje juntos, por último escrúpulo de casado en una línea donde era muy conocido; pero al salir de la estación subieron en el brec de la casa. Cuando Nébel quedaba solo en el ingenio, no guardaba a su servicio doméstico más que a una vieja india, pues— a más de su propia frugalidad— su mujer se llevaba consigo toda la servidumbre. De este modo presentó sus acompañantes a la fiel nativa como una tía anciana y su hija, que venían a recobrar la salud perdida.

      Nada más creíble, por otro lado, pues la señora decaía vertiginosamente. Había llegado deshecha, el pie incierto y pesadísimo, y en su facies angustiosa la morfina, que había sacrificado cuatro horas seguidas a ruego de Nébel, pedía a gritos una corrida por dentro de aquel cadáver viviente.

      Nébel, que cortara sus estudios a la muerte de su padre, sabía lo suficiente para prever una rápida catástrofe; el riñon, íntimamente atacado, tenía a veces paros peligrosos que la morfina no hacía sino precipitar.

      Ya en el coche, no pudiendo resistir más, había mirado a Nébel con transida angustia:

      – Si me permite, Octavio… ¡no puedo más! Lidia, ponte delante.

      La hija, tranquilamente, ocultó un poco a su madre, y Nébel oyó el crugido de la ropa violentamente recogida para pinchar el muslo.

      Súbitamente los ojos se encendieron, y una plenitud de vida cubrió como una máscara aquella cara agónica.

      – Ahora estoy bien… ¡qué dicha! Me siento bien.

      – Debería dejar eso— dijo rudamente Nébel, mirándola de costado.– Al llegar, estará peor.

      – ¡Oh, no! Antes morir aquí mismo.

      Nébel pasó todo el día disgustado, y decidido a vivir cuanto le fuera posible sin ver en Lidia y su madre más que dos pobres enfermas. Pero al caer la tarde, y como las fieras que empiezan a esa hora a afilar las uñas, el celo de varón comenzó a relajarle la cintura en lasos escalofríos.

      Comieron temprano, pues la madre, quebrantada, deseaba acostarse de una vez. No hubo tampoco medio de que tomara exclusivamente leche.

      – ¡Huy! ¡qué repugnancia! No la puedo pasar. ¿Y quiere que sacrifique los últimos años de mi vida, ahora que podría morir contenta?

      Lidia no pestañeó. Había hablado con Nébel pocas palabras, y sólo al fin del café la mirada de éste se clavó en la de ella; pero Lidia bajó la suya en seguida.

      Cuatro horas después Nébel abría sin ruido la puerta del cuarto de Lidia.

      – ¡Quién es!– sonó de pronto la voz azorada.

      – Soy yo— murmuró Nébel en voz apenas sensible.

      Un movimiento de ropas, como el de una persona que se sienta bruscamente en la cama, siguió a sus palabras, y el silencio reinó de nuevo. Pero cuando la mano de Nébel tocó en la oscuridad un brazo tibio, el cuerpo tembló entonces en una honda sacudida.

* * * * *

      Luego, inerte al lado de aquella mujer que ya había conocido el amor antes que él llegara, subió de lo más recóndito del alma de Nébel, el santo orgullo de su adolescencia de no haber tocado jamás, de no haber robado ni un beso siquiera, a la criatura que lo miraba con radiante candor. Pensó en las palabras de Dostojewsky, que hasta ese momento no había comprendido: "Nada hay más bello y que fortalezca más en la vida, que un puro recuerdo". Nébel lo había guardado, ese recuerdo sin mancha, pureza inmaculada de sus dieciocho años, y que ahora estaba allí, enfangado hasta el cáliz sobre una cama de sirvienta…

      Sintió entonces sobre su cuello dos lágrimas pesadas, silenciosas. Ella a su vez recordaría… Y las lágrimas de Lidia continuaban una tras otra, regando como una tumba el abominable fin de su único sueño de felicidad.

      II

      Durante diez días la vida prosiguió en común, aunque Nébel estaba casi todo el día afuera. Por tácito acuerdo, Lidia y él se encontraban muy pocas veces solos, y aunque de noche volvían a verse, pasaban aún entonces largo tiempo callados.

      Lidia tenía ella misma bastante qué hacer cuidando a su madre, postrada al fin. Como no había posibilidad de reconstruir lo ya podrido, y aún a trueque del peligro inmediato que ocasionara, Nébel pensó en suprimir la morfina. Pero se abstuvo una mañana que entró bruscamente en el comedor, al sorprender a Lidia que se bajaba precipitadamente las faldas. Tenía en la mano la jeringuilla, y fijó en Nébel su mirada espantada.

      – ¿Hace mucho tiempo que usas eso?– le preguntó él al fin.

      – Sí— murmuró Lidia, doblando en una convulsión la aguja.

      Nébel la miró aún y se encogió de hombros.

      Si embargo, como la madre repetía sus inyecciones con una frecuencia terrible para ahogar los dolores de su riñón que la morfina concluía de matar, Nébel se decidió a intentar la salvación de aquella desgraciada, sustrayéndole la droga.

      – ¡Octavio! ¡me va a matar!– clamó ella con ronca súplica.– ¡Mi hijo Octavio! ¡no podría vivir un día!

      – ¡Es que

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