Cuentos de amor. Horacio Quiroga

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Cuentos de amor - Horacio Quiroga

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días más tarde respondí lo mismo, y de igual modo en la siguiente semana. Esta vez Vezzera me miró fijamente a los ojos:

      – ¿Por qué no quieres ir?

      – No es que no quiera ir, sino que me hallo hoy con poco humor para esas cosas.

      – ¡No es eso! ¡Es que no quieres ir más!

      – ¿Yo?

      – Sí; y te exijo como a un amigo, o como a ti, que me digas justamente esto: ¿Por qué no quieres ir más?

      – ¡No tengo ganas!… ¿Te gusta?

      Vezzera me miró como miran los tuberculosos condenados al reposo, a un hombre fuerte que no se jacta de ello. Y en realidad, creo que ya se precipitaba su tisis.

      Se observó en seguida las manos sudorosas, que le temblaban.

      – Hace días que las noto más flacas… ¿Sabes por qué no quieres ir más? ¿Quieres que te lo diga?

      Tenía las ventanas de la nariz contraídas, y su respiración acelerada le cerraba los labios.

      – ¡Vamos! No seas… cálmate, que es lo mejor.

      – ¡Es que te lo voy a decir!

      – ¿Pero no ves que estás delirando, que estás muerto de fiebre?– le interrumpí. Por dicha, un violento acceso de tos lo detuvo. Lo empujé cariñosamente.

      – Acuéstate un momento… estás mal.

      Vezzera se recostó en mi cama y cruzó sus dos manos sobre la frente.

      Pasó un largo rato en silencio. De pronto me llegó su voz, lenta:

      – ¿Sabes lo que te iba a decir?… Que no querías que María se enamorara de ti… Por eso no ibas.

      – ¡Qué estúpido!– me sonreí.

      – Sí, estúpido! ¡Todo, todo lo que quieras!

      Quedamos mudos otra vez. Al fin me acerqué a él.

      – Esta noche vamos— le dije.– ¿Quieres?

      – Sí, quiero.

      Cuatro horas más tarde llegábamos allá. María me saludó como si hubiera dejado de verme el día anterior, sin parecer en lo más mínimo preocupada de mi larga ausencia.

      – Pregúntale siquiera— se rió Vezzera con visible afectación— por qué ha pasado tanto tiempo sin venir.

      María arrugó imperceptiblemente el ceño, y se volvió a mí con risueña sorpresa:

      – ¡Pero supongo que no tendría deseo de visitarnos!

      Aunque el tono de la exclamción no pedía respuesta, María quedó un instante en suspenso, como si la esperara. Vi que Vezzera me devoraba con los ojos.

      – Aunque deba avergonzarme eternamente— repuse— confieso que hay algo de verdad…

      – ¿No es verdad?– se rió ella.

      Pero ya en el movimiento de los pies y en la dilatación de las narices de Vezzera, conocí su tensión de nervios.

      – Dile que te diga— se dirigió a María— por qué realmente no quería venir.

      Era tan perverso y cobarde el ataque, que lo miré con verdadera rabia. Vezzera afectó no darse cuenta, y sostuvo la tirante expectativa con el convulsivo golpeteo del pie, mientras María tornaba a contraer las cejas.

      – ¿Hay otra cosa?– se sonrió con esfuerzo.

      – Sí, Zapiola te va a decir…

      – ¡Vezzera!– exclamé.

      – … Es decir, no el motivo suyo, sino el que yo le atribuía para no venir más aquí… ¿sabes por qué?

      – Porque él cree que usted se va a enamorar de mí— me adelanté, dirigiéndome a María.

      Ya antes de decir esto, vi bien claro la ridiculez en que iba a caer; pero tuve que hacerlo. María soltó la risa, notándose así mucho más el cansancio de sus ojos.

      – ¿Sí? ¿Pensabas eso, Antenor?

      – No, supondrás… era una broma— se rió él también.

      La madre entró de nuevo en la sala, y la conversación cambió de rumbo.

      – Eres un canalla— me apresuré a decirle en los ojos a Vezzera, cuando salimos.

      – Sí— me respondió mirándome claramente.– Lo hice a propósito.

      – ¿Querías ridiculizarme?

      – Sí… quería.

      – ¿Y no te da vergüenza? ¿Pero qué diablos te pasa? ¿Qué tienes contra mí?

      No me contestó, encogiéndose de hombros.

      – ¡Anda al demonio!– murmuré. Pero un momento después, al separarme, sentí su mirada cruel y desconfiada fija en la mía.

      – ¿Me juras por lo que más quieras, por lo que quieras más, que no sabes lo que pienso?

      – No— le respondí secamente.

      – ¡No mientes, no estás mintiendo?

      – No miento.

      Y mentía profundamente.

      – Bueno, me alegro… Dejemos esto. Hasta mañana. ¿Cuándo quieres que volvamos allá?

      – ¡Nunca! Se acabó.

      Vi que verdadera angustia le dilataba los ojos.

      – ¿No quieres ir más?– me dijo con voz ronca y extraña.

      – No, nunca más.

      – Como quieras, mejor… No estás enojado, ¿verdad?

      – ¡Oh, no seas criatura!– me reí.

      Y estaba verdaderamente irritado contra Vezzera, contra mí…

      Al día siguiente Vezzera entró al anochecer en mi cuarto. Llovía desde la mañana, con fuerte temporal, y la humedad y el frío me agobiaban. Desde el primer momento noté que Vezzera ardía en fiebre.

      – Vengo a pedirte una cosa— comenzó.

      – ¡Déjate de cosas!– interrumpí.– ¿Por qué has salido con esta noche? ¿No ves que estás jugando tu vida con esto?

      – La vida no me importa… dentro de unos meses esto se acaba… mejor. Lo que quiero es que vayas otra vez allá.

      – ¡No! ya te dije.

      – ¡No, vamos! ¡No quiero que no quieras ir! ¡Me

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