El idilio de un enfermo. Armando Palacio Valdés
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– ¿Qué médico le ha dicho a usted que estaba en segundo grado de tisis?
– Ninguno— repuso el enfermo con la misma frialdad.
El anciano se puso en pie vivamente, y le miró lleno de estupor. Después se santiguó exclamando:
– ¡Jesús qué atrocidad!– Y sonriendo con benevolencia:– Ha hecho usted una locura, joven. ¿Que hubiese usted ganado con que le dijera que se moría?
– Saberlo de un modo indudable.
– Muchas gracias; ¿y después?
– Después… después… después yo no sé lo que hubiera pasado.
– Sí, lo sabe usted… pero más vale que no lo diga. Afortunadamente, le ha salido bien la treta; porque no necesito decirle que no tiene usted ningún pulmón lesionado: sólo hay un leve desorden en las funciones. Lo que usted tiene, salta a la vista de cualquiera, porque lo lleva escrito en el rostro: es la enfermedad del siglo XIX, y en particular de las grandes poblaciones. Está usted anémico. La dispepsia inveterada que padece no acusa tampoco ninguna lesión en el estómago, y es perfectamente curable. No tiene usted, por consiguiente, nada que temer, por ahora. Recalco estas palabras para que usted comprenda que urge ponerse en cura, porque a la larga, esta enfermedad engendra la que usted creía ya tener… Y ahora se ofrece para mí una grave dificultad. Yo puedo recetarle algunos medicamentos que le aliviarían, pero sólo momentáneamente. Mientras subsistan sus causas, la enfermedad no se curará radicalmente, y le hará a usted padecer cruelmente toda la vida, y al cabo concluirá con ella demasiado pronto… Hábleme usted con franqueza… Nosotros, los médicos, somos los confesores de los hombres que no creen en la confesión… ¿Es usted casado, o soltero?
– Soltero.
– Pero usted tiene una mujer que le ama demasiado…
– Acaso…– repuso el joven sonriendo y ruborizándose levemente.
– ¿Tendría usted fuerzas para alejarse de ella por una temporada?
La frente del enfermo se arrugó, y sus ojos adquirieron expresión fija y dura.
– No deseo otra cosa.
– Perfectamente… ¿Y pudiera usted también dejar sus negocios y pasar una larga temporada en el campo, sin hacer absolutamente nada?
– Creo que sí.
– Entonces nos hemos salvado. No importa que sea un sitio u otro donde usted vaya, en el Norte o en el Mediodía; lo indispensable es que usted descanse y respire aire más puro, que corra usted entre los árboles unas veces y otras al sol, que coma usted alimentos suaves y nutritivos, que se levante usted temprano y no se retire tarde, que trueque, en fin, la vida artificial y antihigiénica que lleva, por otra natural y sencilla, y que dé a ese pobre cuerpo lo que está reclamando a gritos.
El anciano médico se alargó todavía bastante dándole consejos sobre su proceder en lo futuro. El joven le escuchó religiosamente, concediéndole la razón en su interior. Cuando hubo terminado, se levantó y quiso pagarle. El médico no lo consintió: sentía mucha simpatía hacia los jóvenes escritores, y en el caso presente comprendíase que la simpatía era aún más viva. Llevole de la mano hasta la puerta de la estancia, y al despedirse le pronunció otro corto discurso, dándole afectuosas palmaditas en el hombro:
– No ser loco, no ser loco, joven. Tenga firme por la vida, que usted no sabe lo que pasará cuando la suelte… Y sobre todo, más vale pájaro en mano… Los hombres que tienen, como usted, valor e inteligencia, deben reservarse para las empresas grandes y útiles. Cúrese usted, robustezca usted su cuerpo, y verá cómo después no siente tanto desprecio por la existencia… Adiós, joven… No deje usted de escribirme pronto desde su retiro, para que le envíe una receta. Por ahora no quiero darle medicamentos. Necesito saber la influencia del cambio de vida y de clima sobre su organismo… ¿Se llama usted D. Andrés Heredia, no es verdad?… Perfectamente: no me olvidaré… Adiós, Sr. Heredia; no deje usted de irse cuanto antes de Madrid.
Al pasear la mirada por la sala, el médico tropezó con un cliente que, sentado en un diván, tosía apretando las sienes con las manos. Bajando la voz, añadió al oído del joven:
– Ese pobre se curará en otro campo distinto del que usted va a visitar… Adiós, querido, adiós.
II
Andrés Heredia perdió en la niñez a su padre, magistrado del Tribunal Supremo, que había tenido la flaqueza de casarse, ya viejo, con una sobrinita de diez y ocho años. Su tardío matrimonio y algunos quebrantos de fortuna, que por la baja repentina de los fondos públicos había experimentado, dieron con él en la sepultura. El fruto de esta unión desacertada fue un niño menudo y enteco, que se crió trabajosamente a fuerza de mimos y cuidados.
A la muerte de su padre heredó 40.000 reales de renta que, unidos a la viudedad de su madre, les consintió vivir con bienestar en la corte. La joven viuda no quiso contraer nuevo matrimonio, aunque no le faltaron buenas coyunturas para ello. Cifró los anhelos y las esperanzas todas de su vida en aquel niño, que necesitaba de su maternal solicitud para no perecer al golpe de las muchas dolencias que padeció en la infancia: para ella era un goce intenso y continuo irlas venciendo y verle salvo y cada vez más robusto. El chico, al mismo tiempo, iba descubriendo un natural sensible y despejado: adoraba a su madre y la enorgullecía con sus triunfos en el colegio: todos los meses diploma de honor: en todos los exámenes sobresaliente o notablemente aprovechado. Más tarde, cuando alcanzó los diez y seis años, le trajo un periódico donde aparecían unos versos firmados por él. Lisonjeada en su vanidad de madre, la pobre mujer rompió a llorar. Desde entonces la carrera de Andrés quedó fijada: fue poeta. No hubo revista literaria ni periodiquillo de provincias que no se viese comprometido a insertar alguna de sus lacrimosas composiciones, ni certamen poético o juegos florales donde no ganase una escribanía de plata, algún libro lujosamente encuadernado, y tal vez que otra hasta la misma flor natural reservada a los poetastros más preclaros. El género en que más sobresalía eran las leyendas. Con una cruz de piedra, un par de jinetes rebujados en sendas capas, un camarín bien amueblado, una dama de rara belleza, un castillo con ventanas ojivales y una noche de luna llena, tenía lo bastante nuestro mancebo para armar un belén de seis mil diablos muy interesante, capaz de poner la carne de gallina a cualquiera. Cuando tuvo bastante número de composiciones, publicó (a ruego de algunos amigos) un tomo; y después otro; y después otro. Le costaban un caudal; pero lo daba por bien empleado, porque los periódicos donde tenía amigos comenzaban a llamarle «el inspirado poeta, nuestro particular amigo D. Andrés Heredia.» Por desgracia, su madre se murió antes de verle en el pináculo de la gloria: murió rápidamente de una tisis pulmonar. Andrés, que sólo contaba veinte años a la sazón, tuvo por curador de sus bienes a un hermano de la difunta; pero no quiso vivir con él, y se trasladó con algunos de sus bártulos a la fonda.
Aquí da comienzo para el joven Heredia una era muy diversa del resto de su vida anterior. Pasó repentinamente de la atmósfera tibia de su casa al fresco de la calle, de la existencia dulce y tranquila que el amoroso cuidado de su madre le hacía observar, a la desarreglada y trashumante de las fondas. El exceso de libertad le hizo daño. Su naturaleza había cambiado bastante desde los diez y seis años. El método riguroso, la conducta ordenada, habían conseguido darle una robustez relativa; de suerte que, al trasladarse a la fonda, se hallaba bastante fuerte para disfrutar de la vida. Por otra parte, su curador le pasaba una muy bastante cantidad para sostenerse con desahogo. De todas estas ventajas comenzó a usar largamente nuestro joven, presentándose en el mundo con el brío y la