La aldea perdita. Armando Palacio Valdés
Чтение книги онлайн.
Читать онлайн книгу La aldea perdita - Armando Palacio Valdés страница 9
Fué el gran dolor de su vida hasta entonces; el único quizá, pues sus padres la criaban con melindres y regalos inusitados. Pocos días después experimentó otro, sin embargo. Nolo, cortando una rama de castaño, se dió un tajo terrible en la mano y soltó mucha sangre. Demetria al verla empalideció; concluyó por desmayarse. Y cuando al salir del desmayo observó que el joven, sin hacer caso de su herida, la había llevado hasta la fuente y le empapaba las sienes con agua, comenzó á sollozar perdidamente. Nolo sonreía.
Pero al acercarse el verano en el año anterior, Demetria, que cumplía catorce, experimentó grandiosa trasformación. La niña de formas graciosas pero indecisas se convirtió durante aquel invierno en una joven de elevada estatura, de gallarda y noble presencia. Nolo quedó sorprendido y confuso al verla. No supo hablarle como antes. Al cabo, irritado consigo mismo, concluyó por pretextar una ocupación y retirarse. Demetria no volvió á parecer por la Braña. En vano el zagal la aguardó una y otra semana con valiosos regalos adquiridos á costa de no pocos trabajos y riesgos. El tío Goro aparecía siempre solo. El joven le ayudaba con solicitud en todos los menesteres que el ganado y el cuidado de su campo exigían, procurando captarse su afecto, pero no osaba preguntarle por ella. Poco á poco el deseo de verla se fué convirtiendo en anhelo, luego en afán irresistible. No sabía lo que le pasaba; ni tenía aliento para trabajar ni para divertirse en las romerías. Dejaba trascurrir el tiempo tumbado sobre el césped mirando pacer el ganado ó acariciando distraído la cabeza del mastín.
Por fin llegó el otoño. El tío Goro retiró sus vacas. Nolo no pudo resistir más. Un sábado por la noche salió de casa, bajó rápidamente el camino de Entralgo, subió á Canzana y después de rodear algunas veces la casa del tío Goro y cerciorarse de que aún estaban levantados, llamó quedo á la ventana de la cocina y comenzó á hablar disfrazando la voz, como hacen allí los mozos cuando salen de noche á galantear.
El tío Goro se había retirado á descansar. No estaban en la cocina más que Felicia hilando y Demetria concluyendo de limpiar la vajilla y colocarla en su sitio.
– ¡Calla!… ¿Ya tenemos quien nos ronque á la puerta?– exclamó Felicia levantando la cabeza sorprendida y mirando á su hija con sonrisa maliciosa.
Ésta se puso encarnada y replicó con enfado:
– ¡Qué está usted diciendo, madre! Será algún vecino que se haya equivocado.
– No, no; es á ti á quien han llamado.
– Demetria, Demetria— dijo la voz de afuera.
– ¿Lo oyes?… Abre, hija mía, abre á ese galán, que acaso venga de lejos y tenga necesidad de descansar un rato— manifestó la madre rebosando de orgullo.
– Yo no abro, madre. El que está ahí afuera sin duda quiere reirse de mí porque soy niña.
– Demetria, abre y dame un poco de agua, que tengo sed y estoy rendido— dijo Nolo con vozarrón de falsete.
– ¡Pobrecillo! ¿Por qué no le hemos de abrir?– exclamó Felicia. Y levantándose de su tajuela y con la rueca sujeta á la cintura á guisa de lanza, se dirigió á la puerta y la abrió.
– ¡Nolo!… Pero ¿eres tú?… ¡Cómo habíamos de pensar!…
Demetria, de pie en medio de la cocina, se puso tan colorada que parecía imposible ponerse más. Sin embargo, Nolo se puso aún más que ella. La tía Felicia los miró á entrambos con gozo y fué á sentarse de nuevo en su tajuela. Los jóvenes se sentaron á la par en el escaño y en voz baja y con largos intervalos de silencio comenzaron á hablarse, uno y otro tan tímidos que en la hora que así estuvieron no se miraron una vez á la cara.
Al sábado siguiente volvió Nolo también, y al otro, y al otro; en fin todos los sábados. No hubo necesidad de declaración de amor: el amor se había declarado por sí mismo.
Cierta noche, al despedirse á la puerta, Demetria entregó al mancebo un pequeño envoltorio de papel y le dijo con voz temblorosa:
– Toma; pero júrame que no has de abrirlo antes que llegues á la Braña.
Nolo juró y cumplió su juramento. Llega á su casa media hora antes, sube á su cuarto, enciende el candil y abre el envoltorio. Dentro estaba la cinta del justillo de Demetria, una cinta encarnada con sus herretes dorados en los cabos. Este es el grande y tierno testimonio que las nobles doncellas asturianas suelen dar de su amor. Nolo, embargado de emoción, durmió con él debajo de la almohada y en la primera romería llevó la preciada cinta colgada de los botones de su chaleco.
Jacinto no era tan afortunado en sus amores. La vivaracha Flora le hacía sufrir crueles tormentos; mostrábase con él indiferente, desdeñosa; rechazaba con empeño todos los obsequios que el amartelado mancebo le prodigaba.
– Á ti no te parecerá, como á Demetria, que hemos llegado tarde— manifestó Jacinto dirigiéndose á ella con sonrisa triste.
– Tú lo has dicho. Á mí me parece que habéis llegado demasiado pronto. Toda la tarde me han picado las moscas.
– ¿Es que yo soy una mosca, Flora?
– No, tú eres un moscón; no picas pero zumbas, zumbas sin cesar y me mareas.
– ¿Quieres entonces que me esté callado?
– Sí, estate calladito y no me digas las simplezas que me ensartaste el día pasado en Rivota.
Jacinto bajó la cabeza y permaneció en pie y silencioso. Su rostro terso de adolescente expresaba profunda tristeza. Ambos, callados y taciturnos, contemplaron largamente la hoguera que Linón atizaba pausadamente.
Pero la morenita concluyó por impacientarse de este silencio.
– ¿Por qué no bailas, Jacinto?
– Porque á mí sólo me apetece bailar contigo.
– Pues entonces puedes sentarte y esperar, porque va para largo.
– ¿No me quieres por pareja?
– Sí, pero más tarde… el día en que principies á afeitarte.
– ¡Qué picante eres, Flora!– exclamó el zagal poniéndose colorado.
– ¿No ves, querido— manifestó la muchacha soltando una carcajada,– que con esa carita tan blanca y sonrosada va á parecer que bailo con otra mujer disfrazada?
El mancebo se sintió herido en lo profundo del alma y guardó silencio. Al cabo de un rato Flora le clavó una mirada entre compasiva y maliciosa y dijo sacando de la faltriquera un puñado de avellanas tostadas y ofreciéndoselas:
– Toma: come esas avellanas, á ver si se te quita el enfado.
Jacinto las rechazó con digno ademán.
– ¿No las quieres?…