La familia de León Roch. Benito Pérez Galdós

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La familia de León Roch - Benito Pérez Galdós

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intencionados dijeron entonces, sino por el deseo de establecer entre ambos la mayor armonía posible, abusaba ella de la libertad concedida a sus devociones, y estas llegaron a ser tantas que ocuparon pronto la mitad de su tiempo y casi todo su espíritu. No se crea por esto que renunció a las vanidades del mundo, pues gozaba de ellas, aunque sobria y moderadamente. Iba al teatro, con excepción del tiempo de Cuaresma, vestía muy bien, frecuentaba los paseos de moda, y dedicaba parte del verano a los esparcimientos y expediciones propias de la estación. De su persona cuidaba muchísimo, porque gustaba de agradar a su marido; de su casa, poco; de su esposo, nada, y el resto del tiempo lo consagraba al trabajo intelectual y práctico que le exigían varias congregaciones piadosas y las juntas benéficas a cuyo seno había sido llevada por sus amigas o por su madre. Militaba en la encantadora cuadrilla de la devoción elegante.

      – ¿Pero no soy yo el rebelde? – decía León con desaliento. – ¿De qué la acuso? ¿De que tiene fe? Si yo la tuviera, seríamos felices. ¿Por qué no la tengo?».

      Hubo un tercer período, durante el cual el amor de María permanecía inalterable, siempre más vehemente que tierno, y tan poco espiritual como al principio. En dicho período, María revolviéndose contra su esposo con arrebatos de querer humano y de piedad mística, sentimientos que, lejos de excluirse, parece que se complementaban en ella, quiso atraerle al camino de la devoción elegante, perfumado con inciensos, alumbrado con cirios, embellecido con flores, amenizado con bonitos sermones y acompañado de damas hermosas. La aspiración de María era ser piadosa sin perder al hombre que tan vivamente había realizado la ilusión de su fantasía. Llevarle a la iglesia era su afanoso empeño.

      – Déjame solo – le decía León inundado de pena. – Vete y ruega a Dios por mí.

      – Sin ti me falta la mitad de mi vida, y parece que no soy toda buena, como deseo serlo.

      Luego se abalanzaba hacia él, le estrechaba en sus brazos, y reclinando su frente sobre el pecho del hombre aburrido, decía con gemido perezoso:

      – ¡Te quiero tanto…!

      La resistencia de León a tomar parte en las prácticas piadosas estableció al fin aquella desavenencia, o mejor dicho, completo divorcio moral en que les hallamos a los dos años de su matrimonio. Ni se comunicaban un pensamiento, ni se consultaban una idea o plan, ni partían entre los dos una alegría o un pesar, que es el comercio natural de las almas, ni se entristecían juntamente, ni mutuamente se alegraban, ni siquiera reñían. Eran como esas estrellas que a la vista están juntas y en realidad a muchos millones de leguas una de otra.

      Fácil era a los amigos conocer que León sufría en silencio un gran dolor.

      – Se empeña – decían – en que su mujer sea racionalista, y esto es tan ridículo como un hombre beato.

      – Eso digo yo – añadía otro. – El creer o no es cuestión de sexo.

      – Es que está enamorado de su mujer.

      Esto último era exacto en el sentido de que León vivía aún fascinado aún por la hermosura cada día más sorprendente de María Egipcíaca, hermosura que ella, sin dar tregua a la devoción, sabía realzar con el lujo, con la elegancia del vestir y el delicadísimo cuidado de su persona.

      De María podía decirse lo mismo que de León, en lo relativo al enamoramiento; ella también no cambiara por cosa alguna al hombre que le habían dado la sociedad y la Iglesia. En cuanto a él, llenaba el vacío de su corazón con aquel apasionamiento temporal producido por una pasmosa belleza. No le era indiferente, antes bien le enorgullecía, el beati possidentes con que la multitud obsequia al dueño de una mujer fiel y hermosa, y la idea de que María pudiese pertenecer a otro hombre, siquiera en intención o pensamiento, le enfurecía. En resumen: eran dos seres divorciados por la idea en la esfera de los sentimientos puros y unidos por la hermosura en el campo turbulento de la fantasía.

      Sobre esto reflexionaba León en aquella hora de la noche. Últimamente hizo esta observación amarguísima:

      – El mundo está gobernado por palabras, no por ideas. Véase aquí cómo el matrimonio puede también llegar a ser un concubinato.

      – ¿Has concluido? – dijo a su esposa, viéndola que dejaba el libro para rezar un momento en silencio y con los ojos cerrados.

      – ¿Has acabado tú el periódico?… Déjamelo, quiero ver una cosa. La duquesa de Ojos del Guadiana no quiso costear sola la función de mañana… A ver si se anuncia en la sección de cultos.

      León leyó en voz alta toda la sección de cultos.

      – ¿Sermón del padre Barrios?… – interrumpió María demostrando admiración. – Si le hemos mandado retirar porque está asmático y no se le puede oír… ¡Qué abuso! San Prudencio va tomando fama de ser el refugio de los malos predicadores, y allí van los descreídos a reírse de la tartamudez del capellán y del acento italiano del padre Paoletti. Todo consiste en que hay personas que parece que dirigen las funciones y no dirigen nada. Pero no faltará quien ponga orden en aquella casa. No, no sueltes el periódico; lee los espectáculos. ¿Qué ópera nos dan mañana?

      – La misma – dijo León arrojando de sí el papel, y deteniendo por el brazo a su mujer que se levantaba. – Aguarda, tengo que hablarte.

      – Y de cosas serias, según parece – manifestó sonriéndose María. – ¿Estás enojado? ¡Ah!, ya sé… me vas a reñir. Sí, sí – añadió, arrojándose en un sofá próximo a la butaca en que estaba sentado él. – Me vas a reñir porque he gastado mucho dinero este mes.

      – No.

      – Reconozco que he sido algo pródiga; pero con la economía de otro mes te indemnizaré… Sí, queridito, he gastado más de la cuenta. ¿A ver?… Los tres vestidos, diez y siete mil, el triduo, cuatro mil; la novena que me correspondió, diez mil… La tapicería nueva de mi alcoba… de eso has tenido tú la culpa por burlarte de los angelitos blancos jugando con espigas azules… Además, tengo que poner los regalos hechos a los actores, por no haber querido cobrar nada en la función de Beneficencia… tres relojes, dos petacas, dos alfileres… Además… Mañana sacaré la cuenta.

      – No es eso, te digo que no es eso. Puedes gastarme todo lo que quieras, puedes arruinarme, instituyendo herederos de mi fortuna a las modistas, a los curas y a los cómicos. De otra cosa más grave que tus gastos quiero hablarte, María; quiero preguntarte si no es tiempo ya de que cese la aridez y la tristeza de este matrimonio nuestro; si no es tiempo ya de que reconozcas que tu atención excesiva a los asuntos de iglesia es como una especie de infidelidad, y que para dar tanto a las devociones, forzosamente has de quitar algo a nuestra casa y a mí.

      – Ya te he dicho – repuso María seriamente – que de mis devociones, buenas o malas, daré cuenta a Dios, no a ti, que no las entiendes. Haz por entenderlas, ten fe y hablaremos.

      – ¡Ten fe!… De eso sí que no entiendes tú. Yo no la tengo, no puedo tenerla según tu idea, Además, tu conducta y tu modo especial de cumplir los deberes religiosos me la arrancarían, si la tuviese como tú deseas. Te lo diré de una vez. No veo en tus actos ni en tu febril afán por las cosas santas ninguno de los preciosos atributos de la esposa cristiana. Mi casa me parece una fonda, y mi mujer, un sueño hermoso, una imagen tan seductora como fría. Te juro que ni esto es matrimonio, ni eres tú mi mujer, ni yo soy tu marido.

      – ¿Y quién es aquí el culpable sino tú? – replicó la dama con brío-; ¿quién sino tú? Si no hay armonía, si no hay confianza, ¿a qué se debe sino a tu descreimiento, a tu ateísmo, a tu separación de la Santa Iglesia? Yo estoy firme en el terreno

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