La familia de León Roch. Benito Pérez Galdós

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La familia de León Roch - Benito Pérez Galdós

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perfeccionar con el arte su belleza para perder a los hombres… pero ¿qué importa? Satanás se ha vuelto tonto… ha transigido, está viejo ya, y no sabe lo que hace.

      – ¡Qué groseras burlas! – dijo María, algo confusa. – Según tú, yo estoy en pecado mortal porque visto bien, voy al teatro… Parece que hablas de lo que no entiendes. Estos ateos son la gente más tonta del mundo.

      No estaba enojada; prueba de ello es que con un movimiento cariñoso pasó la mano por la barba de su marido.

      – ¿Creerás que me has confundido con tu charla, queridito?… Pues has de saber que si me visto bien y voy al teatro, y alguna vez al baile, es porque tengo permiso para ello, es porque puedo hacerlo sin desmentir mi piedad. Quien sabe más que tú de tales cosas me ha tranquilizado sobre este punto, haciéndome ver que como mujer casada no puedo romper los lazos que me unen a la sociedad…

      – Sí, esa, esa es la consigna, ya lo sé… – dijo León riendo. – Divertíos todo lo que queráis, con tal que…

      – Tus reticencias son blasfemias… Calla, idiota… ¡Si te convencerás al fin de que no sabes más que sandeces!

      – ¿Sandeces? – dijo León, sonriendo y tomando entre sus dedos la barbilla de su mujer, que era un prodigio de redondez de gracia, de delicadeza.

      – ¡Cómo me voy a reír de ti, cuando al fin, con la eficacia de mis oraciones, de mi fe, de mi piedad, consiga del Señor…! ¿Te ríes? Pues no te rías. Otros ejemplos más extraños se han visto. Sé algunos casos que si te los contara te pasmarían.

      – Pues no me los cuentes – dijo León moviendo a un lado y otro la cara hechicera de su mujer, cogida siempre por la barbilla.

      – Sí, hay casos que parecen increíbles, casos de hombres malvados que se han convertido… y tú no eres malvado…

      – ¿Todavía no he sido declarado malvado…? Descuide usted, señora, que todo se andará. Gracias por la buena opinión que allí se tiene de mí… todavía.

      María se abalanzó a él, y estrechando con vigor su cabeza, le besó en la frente.

      Tú vendrás al lado mío – le dijo, – y serás católico ferviente, como yo, y me acompañarás en mis dulcísimas prácticas religiosas…

      – ¿Yo?

      – Sí, tú. Tú vendrás a mí. ¡Qué feliz seré entonces!… ¡Te quiero tanto!…

      ¡Y qué hermosa estaba, qué hermosa! León sentía sobre sí el efecto irresistible de belleza tan acabada en rostro y figura, de aquellos ojos en que algo se veía semejante a la inmensidad turbada y resplandeciente del mar, cuando se mira al fondo para descubrir un objeto perdido. Separose de él María, y en pie delante de un espejo, alzó las manos para desarreglarse el cabello. Las guedejas negras cayeron sobre sus hombros, que no podían compararse propiamente al frío mármol, sino a la más hermosa carne humana, pues también hay carne de Paros, a eso que el misticismo llama barro y ha servido al divino artífice para tallar ciertas estatuas mortales que parece no necesitan de un alma para tener vida y hermosura.

      – ¡Qué guapa! – exclamó Roch, hundido en un sillón como un estúpido. – ¡Cada vez más guapa!

      Después de culebrear en derredor del espejo, María entró en su alcoba. León puso su cabeza entre las manos y estuvo meditando largo rato. Tenía fiebre. Después se levantó airado consigo mismo o contra alguien.

      – ¡Necio de mí! – exclamó con su voz más íntima. – Una esposa cristiana quería yo, no una odalisca mojigata.

      Capítulo XV. Un convenio como los que la diplomacia llama «modus vivendi»

      Pasó algún tiempo. De pronto, María lanzó un grito agudo, desgarrador. León fue corriendo a la alcoba y vio a su mujer incorporada en el lecho, con los brazos tendidos, los ojos extraviados.

      – León, León – dijo con espanto. – ¿Eres tú?, ¿dónde estás? ¡Ah!, ya te veo… Abrázame… ¡Qué horrible pesadilla!

      León procuró tranquilizarla, y la verdad es que se tranquilizó pronto con la apreciación de la realidad, panacea de los desvaríos de la imaginación.

      – ¡Qué sueño!… ¡Figúrate… soñé que te habías muerto y que desde lo más hondo de un hoyo negro me estabas mirando, mirando, y tenías una cara…! Después aquello pasó… Estabas vivo; querías a otra… Yo no quiero que quieras a otra.

      Encadenó con sus brazos el cuello de su marido.

      – ¿Qué hora es? – le preguntó.

      – Tarde. Duerme otra vez, que ya no tendrás más pesadillas.

      – Y tú, ¿no duermes?

      – No tengo sueño.

      – Entonces vas a velar toda la noche. ¿Qué haces? ¿Lees?

      – Medito.

      – ¿Piensas en aquello que hablamos?

      – En aquello y en ti.

      – Eso, eso; piensa mucho en las verdades que te he dicho, y así te irás preparando sin saberlo… Me parece que oigo campanas. Tocan a fuego.

      Los dos escuchaban. Oíanse ladridos de perros, que en aquella zona de Madrid, donde por cada casa hay diez solares vacíos y solitarios, suelen reunirse para buscar despojos de cocina en los vertederos. Oíase asimismo el lejano chirrido de las ruedas del último tranvía, y también el ritmo metálico, tenue, seguro, invariable del reloj que León tenía en el bolsillo de su chaleco. Todo se oía menos campanas.

      – No es todavía hora de tocar a misa – dijo él. – Duérmete.

      – No tengo sueño, no quiero dormir – replicó María echando atrás su cabeza. – Me parece que he de volver a verte en el fondo del hoyo, mirándome. Tú te reirás de esto. ¡Qué sandez! ¡Mirar y ver después de la muerte quien cree y afirma que con la vida se acaba todo!

      – ¿Te he dicho yo eso alguna vez? – manifestó León con enfado.

      – No me has dicho eso; pero yo sé que eso es lo que tú piensas; yo lo sé.

      – ¿Por qué? ¿Por dónde lo sabes? ¿Quién te lo ha dicho?

      – Yo lo sé; yo sé lo que tienen en el fondo de su cabeza ciertos filósofos; lo sé todo; y tú eres de esos. Yo no leo tus obras porque no las entiendo; pero quien las entiende las ha leído.

      León se apartó de su mujer vivamente afectado. Dio algunos pasos para salir de la alcoba; pero retrocediendo bruscamente, volvió al lado de María, le tomó una mano, y con voz severa le dijo:

      – María, voy a pronunciar la última palabra, la última… He tenido en este momento una idea que me parece salvadora; idea que si es aceptada y practicada por ambos, nos sacará de este infierno…

      Sobrecogida de emoción y respeto al ver la gravedad con que su esposo hablaba, María no supo decir nada.

      – En dos palabras te expondré mi idea… ¡Proyecto feliz!… No sé cómo no me había ocurrido antes… Es lo siguiente:

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