La familia de León Roch. Benito Pérez Galdós

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La familia de León Roch - Benito Pérez Galdós

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querido hijo, que un buen corazón puede existir debajo de una cabeza vacía de ideas religiosas!

      Y cuando el marqués le dijo:

      – Ya te tenía por el hombre mejor del mundo. Es tan grande tu bondad, que me hará creer en una utopía; ya sabes que yo no creo en utopías; pero ahora… En fin, no puedo expresarte lo que siento al ver el interés que tomas por el decoro de tu familia. Bien conoces tú que en el Diluvio de las pasiones es necesario que la familia se salve. ¡Sí, la sociedad se hunde; pero sobrenadará la familia, el arca…!

      Dicho sea en honor de la verdad, León, más que la salvación de su familia política, comparada, no sin gracejo, por el marqués con el arca de Noé, había tenido presente la enfermedad del gemelo de su esposa y la pena que esta sentía al ver la mala disposición de sus padres para las horas aflictivas y los dispendios que tan cerca andaban.

      Capítulo XVII. La desbandada

      El pronóstico de los médicos fue muy triste. Sin embargo, indicaron que el desenlace funesto estaba aún lejano, con lo cual hubo esperanzas y algún sosiego en la casa. Tan consolador es el tiempo que está por venir como el que ha pasado, y las desgracias aplazadas, así como las trascurridas, se pierden en ese indeterminado horizonte detrás del cual está el ancho hemisferio del olvido. En la familia de Tellería empezó a renacer la calma, y cada individuo de ella fue recobrando poco a poco su habitual fisonomía. Gustavo, era diputado y pasaba todo el día en el Congreso. La marquesa, sin dar completamente tregua a la pena real que la dominaba, había recobrado aquella dulce expresión de conformidad con el mundo terrestre, mezclada siempre de cierto pietismo quejumbroso, de lo cual resultaba una especie de resignación a gozar. Las cosas fútiles la ocupaban largas horas. Una mañana encontrola León muy indecisa enfrente de una elección de sombreros de verano, traídos de la tienda. Había allí todas las variedades creadas cada mes por la inventiva francesa. Veíanse nidos de pájaros adornados de espigas y escarabajos, esportillas hendidas con golpes de musgo, platos de paja con florecillas silvestres, casquetes abollados, pleitas informes con picos de candil, cubiletes con alas de chambergo y pechugas de colibrí, solideos rodeados de gasas, en fin, todas las formas extravagantes, atrevidas o ridículas con que la fantasía delirante de los artistas de modas emboba a las mujeres y arruina a los hombres. La marquesa los miró todos, agraciando a cada cual con una observación picante y discreta, como mujer de refinadísimo gusto. Se puso algunos, los probó ante el espejo, moviendo su cabeza para buscar mejor los efectos de línea y de color, y, al fin, los devolvió todos a la caja, diciendo:

      – No compro nada… Todavía es posible que vayamos a Francia… Allí compraré, como otros años, todo lo que necesite, y lo introduciré… lo introduciré… Yo me sé entender con la Aduana. Sí, es posible que vayamos… ¿Pero no sabes, León…?

      Este había presenciado con su mujer y con Luis Gonzaga la inspección de sombreros, dando su parecer cuando se le pedía. La conversación pasó de la moda al contrabando. Los dos gemelos estaban mudos y tristes, mayormente Luis, que fijaba sus ojos con insistencia en la jardinería inmediata al balcón, llena de gomeros, algún rododendron y hermosas azaleas cubiertas de flores rosadas.

      – ¿No sabes, León? – prosiguió Milagros. – Esa mala cabeza de Leopoldo se nos marcha esta tarde. Va a Biarritz con esos chicos, con sus amigotes. No le he podido contener… le he demostrado que, quedándonos aquí todos por acompañar a Luis, él también debe quedarse. Dice que necesita los baños de mar, y no le falta razón… Aprovecha la marcha del duque de Cerinola y del conde de Garellano, que tienen coche-salón.

      Un criado a quien se preguntó por Polito, dijo que el señorito Leopoldo había dicho que almorzaba fuera; que del palacio de sus amigos partiría para la estación, sin volver a la casa de sus padres. Su equipaje estaba ya hecho y las maletas cerradas.

      Tan extraordinaria manera de despedirse, demostrando a las claras el cariño filial y fraternal de aquel benemérito mancebo, afligió un tanto a la marquesa, que en medio de sus desvaríos, no carecía de afectos ni de conciencia. Leopoldo era, según ella, un chico detestablemente educado, aunque no por culpa de su madre; un calaverilla empedernido, insensible a todo dulce afecto, y que, por montar un caballo prestado, o guiar un coche ajeno, o viajar en el wagón del amigo, o estrechar la mano de Higadillos, o poner a una carta unos cuantos duros, era capaz de volver la espalda a su familia en los momentos de mayor conflicto.

      El marqués, que se acababa de presentar, vistiendo elegantísimo traje claro de verano, recibió la noticia con escepticismo mundanal, que parece en ciertas bocas la fórmula más pura del buen gusto.

      – Es natural – dijo – que los muchachos se diviertan… Después viene la edad madura, los achaques, las graves preocupaciones de una posición social consagrada a la vida pública, el reuma… por ejemplo; aquí estoy yo, que a todo trance necesito un poco de carena… y no puedo menos de tomarla. El médico se ha puesto furioso cuando le dije que no podía salir este verano… «¿Cómo se entiende, señor marqués?… Un jefe de familia no debe descuidar su salud. Le condeno a usted a baños. ¡Sentencia inapelable!». En resumen, queridos, he resuelto marcharme mañana.

      La estupefacción de la marquesa parecía despecho y enojo. ¡Todos libres y ella esclava, amarrada al nefando potro del veraneo en Madrid, a ese potro no tan ignominioso por lo molesto como por lo cursi!

      – Nuestro querido Luis – añadió D. Agustín acariciando la barba de su hijo – mejora de día en día. No hay cuidado por él. Le conviene el reposo. Un verano en Madrid, al lado de su madre… Con cuánto gusto os acompañaría; pero estoy fatal. Varios amigos me han comprometido a tomar con ellos el tren de mañana.

      Al decir esto se había quedado solo con León, porque Milagros con sus dos hijos gemelos pasó al comedor.

      – Yo no hago aquí falta – prosiguió el marqués, paseando en compañía de su hijo por la hermosa sala adornada de los mil preciosos cachivaches de exportación francesa en tapicería, cerámica y mueblaje que han venido a llenar en las casas aristocráticas el vacío de las verdaderas obras de arte, arrancadas de su esfera natural por las quiebras y llevadas a los museos por el dilettantismo del Estado – yo no hago falta aquí. Ya debes suponer que no me voy tranquilo. Por cierto que me enfada la ligereza de mis hijos, huyendo a la desbandada de la casa paterna, cuando la pobre Milagros necesita de su compañía para sobrellevar la enfermedad de Luis… porque Luis está grave, no nos hagamos ilusiones. Yo creo que tirará; puede ser que rebase este otoño; pero el invierno… de todos modos, los chicos han hecho mal, muy mal. Leopoldo se va esta tarde, y Gustavo, mañana. No lo hubiera creído en Gustavo; pero ya se ve… está enamorado, perdidamente enamorado. La marquesa de San Salomó parte mañana para Arcachón, París y El Havre. Gustavo sale también para el extranjero, y ya sabemos que las cartas se le han de dirigir sucesivamente a Arcachón, París y El Havre. Bonito viaje, ¿no es verdad? La marquesa de San Salomó es linda y elegante; mi hijo tiene grandes atractivos…; pero ¡quién sabe si será verdad lo que dicen! Yo no lo creo. No hay duda de que la oratoria ardiente de Gustavo, sus defensas briosas del catolicismo, hicieron estragos en las tertulias elegantes. Desde muy temprano era de ver la tribuna llena de preciosas cabezas, adornadas de los más lindos sombreros, y allí se oía un murmullo delicioso de disputas y alabanzas. Porque eso sí: tenéis que confesar que la mujer es entre nosotros salvaguardia de las venerandas creencias de nuestros padres. ¿Queréis hacer la transformación de las conciencias, señores ateos?, pues empezad por suprimir esa encantadora mitad del linaje humano… La verdad es que Gustavo habla maravillosamente: sus palabras de fuego conmueven la Cámara y alborotan las tribunas. Luego ha escogido un tema tan simpático, tan elocuente de por sí, un tema que habla al sentimiento, al alma, a la fe, a lo que hay más sagrado, de más divino en nuestra alma, y que se conforma admirablemente con la hidalguía castellana. El marqués de Fúcar me dijo ayer guiñando el ojo: «Tellería, este chico sabe el camino…». Yo también lo digo: Gustavo sabe a dónde

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