Los Argonautas. Vicente Blasco Ibanez

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Los Argonautas - Vicente Blasco Ibanez

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amargos» y la isla de «los hombres rojos», pero se vieron obligados a tornar a Lisboa faltos de víveres, ya que no podían comer por su mal sabor los carneros de las tierras descubiertas. En cuanto a los hombres rojos, eran de gran estatura, piel rojiza y «cabellera no espesa, pero larga hasta los hombros»; rasgos que hicieron pensar a muchos si los hermanos Almagrurinos habrían llegado a tocar efectivamente en alguna isla oriental de América.

      Al mismo tiempo que la geografía árabe hacía surgir tierras del Mar Tenebroso, la leyenda cristiana lo poblaba con islas no menos maravillosas. Cuando los moros invadían la Península derrotando al rey Roderico, una muchedumbre de cristianos, llevando a su frente a siete obispos, se había embarcado, para huir Océano adentro hasta dar con una isla en la que fundaba siete ciudades. Muchos navegantes portugueses, arrebatados por la tempestad, habían ido a parar a esta isla, donde eran magníficamente tratados por gentes que hablaban su mismo idioma y tenían iglesias. Pero así que intentaban volver a su tierra, se oponían los habitantes, deseosos de que se guardase secreta la existencia de la «Isla de las Siete Ciudades». Unos que habían logrado regresar enseñaban arenas de aquellas playas, que eran de oro casi puro. Pero al armarse nuevas expediciones para ir a su descubrimiento, jamás acertaban éstas con el camino.

      Otra isla, la de San Brandán, o San Borombón, ocupaba a las gentes de mar durante varios siglos; isla fantasma que todos veían y en la que nadie llegaba a poner el pie. San Brandán, abad escocés del siglo vi, que llegó a dirigir tres mil monjes, se embarcaba con su discípulo San Maclovio para explorar el Océano en busca de unas islas que poseían las delicias del Paraíso y estaban habitadas por infieles. Durante la navegación, un día de Navidad, el santo ruega a Dios que le permita descubrir tierra donde desembarcar para decir su misa con la debida pompa, e inmediatamente surge una isla ante las espumas que levanta su galera. Terminados los oficios divinos, cuando San Borombón vuelve al barco con sus acólitos, la tierra se sumerge instantáneamente en las aguas. Era una ballena monstruosa que por mandato del Señor se había prestado a este servicio.

      Después de vagar años enteros por el Océano desembarcan en una isla, y encuentran, tendido en un sepulcro, el cadáver de un gigante. Los dos santos monjes lo resucitan, tienen con él pláticas interesantes, y tan razonable y bien educado se muestra, que acaba por convertirse al cristianismo y lo bautizan. Pero a los quince días el gigante se cansa de la vida, desea la muerte para gozar de las ventajas de su conversión entrando en el cielo, y solicita permiso cortésmente para morirse otra vez, petición razonable a la que acceden los santos. Y desde entonces ningún mortal logra penetrar en la isla de San Borombón. Algunos marineros de las Canarias la ven de muy cerca en sus navegaciones; los hay que llegan a amarrar sus bateles en los árboles de la orilla, entre restos de buques cubiertos de arena; pero siempre surge una tempestad inesperada, un temblor de tierra, y el mar los arroja lejos. Y pasan siglos y siglos sin que nadie ponga el pie en sus playas. Los habitantes de Tenerife la veían claramente en ciertas épocas del año y se presentaban a las autoridades cientos de testigos declarando su configuración: dos grandes montañas con un valle verde en el centro.

      – América estaba descubierta por entero – dijo Ojeda – cuando todavía enviaban los vecinos de Tenerife expediciones a su costa, por estas aguas, en busca de la famosa tierra de San Borombón. Y la isla, que se dejaba ver perfectamente desde lo alto de las montañas, difuminábase en el horizonte y acababa por perderse cuando alguien iba a su encuentro en un buque. Hubo muchas expediciones, unas pagadas por los regidores de la isla, otras de particulares, pero todas sin éxito; y la gente, cada vez más convencida de la existencia de San Borombón, achacaba estos fracasos a la impericia de los expedicionarios antes que renunciar al encanto de lo maravilloso. Casi todos los mapas de la época situaban esta isla en las inmediaciones de las Canarias, y ochenta años antes de a independencia de las colonias, cuando la América española iba ya pensando en declararse mayor de edad, todavía salió de Tenerife una expedición mandada por un caballero respetable, y como se trataba de una empresa misteriosa, iban dos frailes en su buque. Algunos creían que esta isla fantasma era el lugar del Paraíso terrenal donde viven en bienaventuranza eterna Elías y Enoch… La santa poesía se aprovecha siempre de las ficciones populares, y por esto el Tasso, al encantar al caballero Rinaldo en los mágicos jardines de Armida, los coloca en una isla de las Canarias, recordando sin duda la tradición de la de San Borombón.

      Luego los dos amigos hablaron de la Atlántida, tierra sorbida por las convulsiones del lecho del Océano y que sólo había dejado como recuerdo de su existencia una tradición de poderosos gigantes en diversas teogonías: Hércules batiendo sus columnas entre España y África y juntando dos mares; Dhoulcarnain (El de los dos cuernos) y Chidr (El personaje verde), héroes de la fábula árabe inspirada en las tradiciones fenicias, abriendo un canal entre el Mar Tenebroso, o sea el Atlántico, y el Mar Damasceno, el Mediterráneo.

      La ciencia helénica había adivinado a través de las poéticas ficciones la verdadera forma del planeta. En los primeros tiempos era la tierra un disco que flotaba sobre las aguas del río Océano, ligeramente inclinado hacia el Sur por el peso de la abundante vegetación del trópico. Pero los pitagóricos sustituían esta hipótesis con la afirmación de la esfericidad del planeta, y después de esto no había que hacer grandes esfuerzos para imaginarse la posibilidad de navegar desde el extremo de Europa, o sea desde España, a las costas orientales de Asia, siguiendo el rumbo de Occidente. Aristóteles y Estrabón hablaban de un «solo mar que bañaba a la vez las costas opuestas de los dos continentes», añadiendo que en muy pocos días podía ir un buque desde las columnas de Hércules a la parte más oriental de Asia.

      Estas ideas se conservaban y propagaban a través de la Edad Media entre los hombres de estudio. Muchos Padres de la Iglesia siguieron considerando la tierra como una superficie plana, con arreglo a la fantástica geografía del monje bizantino Cosmas Indicopleustes, pero en conventos y universidades se transmitían pequeños grupos las tradiciones de la antigüedad, las doctrinas de Aristóteles, comentadas y difundidas por los árabes de España, los rabinos arabizantes, Alberto el Grande y otros sabios cristianos. La geografía de Ptolomeo era admitida por los hombres cultos.

      Preocupaba el continente asiático a la Europa medieval, puesta en contacto con él por las invasiones de los musulmanes y las expediciones de los cruzados. Se conocían por relatos antiguos las conquistas de Alejandro hasta el Ganges y las correrías de algunos procónsules romanos, pero quedaba una parte del continente misteriosa y desconocida: el Asia ultra-Ganges, la más grande y la más rica. El lujo de las cortes europeas hacía cada vez más necesarios los productos de la India, traídos por las caravanas a través de las áridas mesetas asiáticas: las especierías, el marfil y la seda. Los sacerdotes budistas y cristianos, por religioso proselitismo, realizaban atrevidos viajes que iban ensanchando el horizonte geográfico y el de las ideas. Con la llegada de las caravanas se difundían las asombrosas noticias del reino del Preste Juan y las maravillas de las ciudades de mármol y oro, enormes como naciones, que se levantaban junto a los ríos del Catay o en las islas de Cipango. Pisanos, venecianos y genoveses, aprovechadores de la brújula inventada por los árabes, iban en busca de los productos del Asia siguiendo el mar Rojo o cruzando el mar Caspio. Osados aventureros escribían con espíritu romanesco el relato de sus largos años de aventuras, y los viajes de Marco Polo y Nicolás Conti interesaban como un libro de caballerías.

      El entusiasmo religioso hablaba de embajadas dirigidas a los papas por el Preste Juan o el Gran Kan de la Tartaria, poderosos señores que desde el fondo de sus palacios querían entrar en relación con la cristiandad y convertirse a la verdadera fe. Pero las embajadas quedábanse siempre en el camino, y únicamente llegaba como disperso algún europeo renegado que iba describiendo las maravillas de las ciudades asiáticas con una exuberancia que enardecía las imaginaciones. La lectura de los libros santos hacía revivir en los doctores cristianos la memoria de las ricas tierras del Asia oriental. Se recordaban las flotas enviadas por Salomón al monte Sopora, que otros llamaban Ofir y algunos creían ser la isla de Trapobana. Las naos del sabio rey, después de tres años, volvían cargadas de oro, plata, piedras preciosas, pavones y colmillos de elefantes. San Isidoro afirmaba que la isla Trapobana «hervía de perlas y elefantes, y que en ella

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