Los enemigos de la mujer. Ibanez Vicente Blasco

Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу Los enemigos de la mujer - Ibanez Vicente Blasco страница 12

Los enemigos de la mujer - Ibanez Vicente  Blasco

Скачать книгу

me da la gana; ¡por aquí! – contestó ella con tono enfurruñado.

      Intentó el príncipe cerrarla el paso cruzando su caballo en el camino, y ella lanzó el suyo contra el de Miguel con un impulso que hizo doblar las patas delanteras de las dos bestias. Toledo, que iba detrás, vió que mediaban entre ambos miradas iracundas acompañadas de duras palabras. Alicia levantó su latiguillo, golpeando al príncipe en un hombro.

      – ¡A mí!.. ¡A mí!

      El descendiente del cosaco Lubimoff cambió de rostro, adquiriendo una fealdad salvaje. Su nariz pareció ensancharse aún mas. Levantó á su vez el látigo y tiró un golpe. Pero el coronel había metido su caballo entre los dos, recibiendo parte del fustazo en una mejilla, que empezó á sangrar. La vista de la sangre y la consideración de que el golpe era para ella enloqueció de cólera á la joven.

      – ¡Bruto! ¡Salvaje!.. ¡Ruso!

      Le pareció esto poco, y se mantuvo silenciosa un segundo, buscando una injuria mayor. Los recuerdos de la niñez le dieron ayuda; las leyendas oídas allá en sus tierras á los mestizos le sugirieron un nuevo insulto, como si Miguel Fedor fuese Hernán Cortés.

      – ¡Español!.. ¡Asesino de indios!

      Y temiendo un segundo fustazo después de tales palabras, hizo dar vuelta á su caballo, huyendo en una carrera frenética que no se detuvo hasta el Arco de Triunfo.

      Después de este incidente, doña Mercedes perdió toda esperanza de que su hija fuese una Lubimoff.

      – ¡Princesa rusa! – decía Alicia con desprecio – . ¡Pero si en Rusia todo el mundo es príncipe!.. Vale mas un simple barón inglés, un conde de Francia ó de España.

      Miguel no se mostró mas acomodaticio al sermonearle el coronel.

      – No quiero saber nada de esa p…

      La princesa, en uno de sus saltos de humor, encontró muy justa la apreciación. Estas parientas de sir Edwin siempre le habían parecido gente ordinaria. También encontraba natural que su hijo pensase en volver á Rusia para seguir sus destinos de príncipe. La vida de privilegios y castas de allá era más adecuada á su rango que la existencia democrática de París, donde unas indias americanas, porque tenían millones, podían creerse iguales á un Lubimoff.

      Hasta los veintitrés años estuvo en Rusia el príncipe Miguel. Sus estudios militares fueron brillantes, según Toledo, distinguiéndose entre los más famosos oficiales de la caballería de la Guardia. Alcanzó premios en los concursos hípicos, partió á pistoletazos monedas sostenidas por sus camaradas á cincuenta pasos, manejó el sable con una maestría que hubiese admirado al general Saldaña y á su abuelo el cosaco. Todos los días, en un patio de su palacio de Petersburgo, le esperaba un monigote de tamaño natural hecho con la arcilla pegajosa y compacta que emplean los escultores, y permanecía ante él media hora ejercitándose. Lo importante no era asestar un golpe al enemigo, sino darlo bien, con la mayor profundidad y fuerza posibles. Y la cabeza y los miembros del monigote volaban segados por la hoja de acero. El estudio de las ciencias militares quedaba para los de infantería y artillería, hijos de empleados y de mercaderes.

      El coronel se mostró asombrado al principio de las magnificencias y derroches de la vida rusa; luego acabó por encontrarla regular, como si estuviese acostumbrado á algo semejante desde su niñez. «Piensa, hijo mío, en el nombre que llevas – escribía la princesa – . No lo deshonres. Gasta con arreglo á lo que eres.» Y el hijo seguía fielmente sus consejos, sin pedirle nada á ella, entendiéndose directamente con los administradores rusos. Según los cálculos de don Marcos, el teniente de la Guardia gastaba unos tres millones por año. Su cuadra de caballos de carrera era la más célebre de la capital. Muchas bellezas famosas de la corte y de los teatros tenían algo que ver con el príncipe Miguel Fedor. Sus cenas en el palacio Lubimoff ó en los restoranes de moda eran buscadas por toda la juventud aristocrática. Verse invitado á ellas representaba un honor extraordinario, algo así como ser individuo de una academia de superhombres. Mujeres célebres acababan bailando desnudas sobre la mesa á las primeras luces del alba, para no desairar al anfitrión.

      A veces se cortaban estas fiestas con una disputa de borrachos, mezclándose el vino y la sangre. El coronel había visto al final de una de estas escenas un duelo á pistola entre dos convidados, en el jardín del palacio, cuando empezaba á amanecer. Un muerto. Sus mejores amigos habían llevado el cadáver hasta un muelle del Neva, colocando un revólver al lado para que la policía admitiese la hipótesis de un suicidio.

      No; don Marcos no gustaba de estas fiestas nocturnas. Las consideraba peligrosas. Un gran duque joven, completamente ebrio, se había entretenido en embadurnarle las patillas con caviar, hasta que, cansado de esta confianza, el español metió á su vez la mano en el plato, ensuciando igualmente de verde el angosto rostro. El borracho dudó un momento si debía matarlo, pero acabó por abrazarse á él, cubriéndole de besos y declarando á gritos que era su padre.

      Toledo prefería las tranquilas amistades con los antiguos compañeros de armas de su general: graves personajes que le hablaban de futuras guerras y de la política del mundo. Además, las larguezas de su príncipe le permitían diversiones secretas menos ruidosas y dulcemente modestas.

      Una noche, al volver al palacio Lubimoff pasadas las dos, vió que había una cena en el gran comedor de gala. Los convidados eran unos cincuenta, y en el curso de la noche fueron llegando muchos más. Parecía como que hubiese corrido una noticia por los lugares de placer de la capital, atrayendo á toda la juventud libertina.

      Frente al príncipe estaba sentado un teniente de cosacos, pequeño, felino, negruzco, con ojos asiáticos. Su uniforme sucio revelaba un viaje reciente. Miguel Fedor tenía con él las mayores atenciones, como si fuese el único invitado. Toledo, conocedor de todos los amigos de la casa, no logró dar un nombre á este cosaco rústico que parecía llegar de una guarnición remota de Siberia. Alguien quiso sacarle de dudas, y se estremeció al saber que era el hermano de una dama de la corte que precisamente andaba en lenguas por su excesiva confianza con Miguel Fedor. Los dos hombres se miraban con interés, brindándose mudamente los vasos enormes de champaña. En el fondo del comedor gemían incesantemente los violines de unos ziganos. Varias muchachas morenas, con delantales á rayas de diversos colores, danzaban en torno de la mesa. Pero á pesar de esto, don Marcos husmeaba algo lúgubre en el ambiente.

      – ¡León, los sables!

      El príncipe se había puesto de pie, después de mirar su reloj, dando esta orden al criado de confianza, que estaba detrás de él. Todos los convidados se precipitaron á las puertas con la confusión del público que asalta un teatro. Cada uno deseaba llegar el primero al jardín. Ya no había por qué fingir: ansiaban el espectáculo anunciado… Y el coronel encontró finalmente quien le hablase con claridad.

      – Ha llegado al anochecer, para pedir al príncipe que se case con su hermana. Un viaje de treinta y ocho días… El príncipe no quiere… Pocas veces se verá esto… Es el primer sable de Siberia.

      El jardín estaba cubierto de nieve. Aún era de noche, y la luna fugitiva lo iluminaba con unos rayos diagonales, extendiendo desmesuradamente la sombra de los árboles. Más de cien hombres formaron dos masas negras en los bordes de una avenida. El coronel vió llegar á varios criados: uno traía los sables, los demás llevaban grandes bandejas con botellas y copas.

      Miguel Fedor se inclinó ante el enemigo con los ojos brillantes de amabilidad y de alcohol.

      – ¿Quiere usted beber algo mas?

      Dió las gracias el cosaco en voz baja y Toledo lo vió de pronto despojarse

Скачать книгу