Los enemigos de la mujer. Ibanez Vicente Blasco

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Los enemigos de la mujer - Ibanez Vicente  Blasco

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puñados los miles de francos: maneja muchísimo dinero. En el Casino todos contaban que se lo envían de Madrid, á cambio de que no deje un hijo y mueran con él las pretensiones al trono.

      – ¡Y pensar – murmuró Novoa, sin darse cuenta de que hablaba en voz alta – que por unos y otros se han matado allá tantos hombres!.. ¡Pensar que por una cuestión de herencia entre esas gentes nos hemos retrasado un siglo en la vida europea!..

      – ¡Usted también! – clamó el coronel, nuevamente indignado – . Un sabio decir eso… ¡Parece mentira!

      II

      Al terminar la segunda guerra carlista, un español se vió para siempre lejos de su patria, en la pobreza y la obscuridad del vencido. Los diarios de Madrid le llamaban simplemente «el cabecilla Saldaña», no anteponiendo á su nombre adjetivos infamatorios, sin duda para diferenciarle de otros jefes de partidas que en Aragón, Cataluña y Valencia habían hecho durante cinco años una campaña de saqueos y fusilamientos. Para los suyos, era el general don Miguel Saldaña, marqués de Villablanca. El pretendiente don Carlos le había dado este título por ser Villablanca el nombre del pueblo en que Saldaña casi aniquiló á una columna del ejército liberal. Los conocimientos topográficos de su jefe de Estado Mayor – un cura del país, que durante toda su existencia se había limitado á decir misa los domingos, pasando el resto de la semana en los montes con su escopeta y su perro – le permitieron sorprender descuidado al enemigo, obteniendo una victoria ruidosa.

      Cuando pasó fugitivo la frontera, por no reconocer á los Borbones constitucionales, el cabecilla tenía veintinueve años. Segundón de una familia orgullosa y arruinada, se había visto obligado á luchar con las tradiciones de su casa, que le destinaban á la Iglesia. Estaba terminando sus estudios en el Colegio Militar de Toledo, cuando la revolución de 1868 le hizo desistir de ser oficial por no obedecer á unos generales que acababan de suprimir el trono. Al levantarse en armas don Carlos, fué de los primeros en ponerse á su servicio; y su paso por una escuela militar, así como su educación, le permitieron sobresalir inmediatamente entre los demás guerrilleros del llamado ejército del Centro, propietarios rurales, escribanos de villorrio, clérigos montaraces.

      Era de un valor temerario, aunque poco afortunado. Atacaba siempre á la cabeza de sus hombres, y de casi todos los combates salía herido. Pero eran heridas «de suerte», como dicen los soldados, que dejaban en su cuerpo gloriosas señales sin destruir su vigorosa salud.

      Viéndose solo en París, donde únicamente podía contar con la admiración de algunas viejas legitimistas del faubourg San Germán, se marchó á Viena. Allí su rey tenía parientes y amigos. Su juventud y sus hazañas le valieron ser admitido en el mundo de los archiduques como un héroe de la monarquía tradicional. La guerra entre Rusia y Turquía le arrancó de esta dulce existencia de parásito interesante. Hombre de espada y católico, creyó que su deber era combatir al turco; y recomendado por sus protectores austriacos, pasó á la corte de Petersburgo. El general Saldaña fué simple comandante de escuadrón en el ejército ruso. Los oficiales hablaban con él en francés. Sus jinetes harto le entendían cuando se colocaba ante el escuadrón y, desenvainando el sable, galopaba el primero contra el enemigo.

      Varias cargas afortunadas y dos heridas más «de suerte» le dieron algún renombre. Al terminar la guerra contaba con numerosos amigos entre la oficialidad noble, y fué presentado con los salones más aristocráticos. Una noche, en el baile de una gran duquesa, vió de cerca á la mujer de moda, á la joven que más daba que hablar en aquel invierno á las gentes de la corte: la princesa Lubimoff.

      Tenía veintitrés años, era huérfana, y su fortuna la apreciaban como una de las más grandes de Rusia. El primer príncipe Lubimoff, pobre y hermoso cosaco, que no sabía leer, logró llamar la atención de la gran Catalina, figurando á la cabeza de sus amantes de segundo orden. En los años que duró el capricho imperial, el nuevo príncipe tuvo que buscar su fortuna lejos de la corte, pues los favoritos anteriores se habían llevado todo lo que estaba más á mano. La zarina le dió cuanto quiso escoger sobre el mapa de su inmenso Imperio: territorios lejanos, al otro lado de los Urales, que su nuevo poseedor no había de visitar nunca, así como los más de sus sucesores. Al crearse los ferrocarriles, enormes riquezas fueron surgiendo de estas tierras escogidas por el cosaco: en unas se descubrían venas de platino: en otras, canteras de malaquita, yacimientos de lapislázuli, abundantes pozos de petróleo. Además, docenas de miles de siervos recién emancipados por el zar seguían trabajando la tierra, lo mismo que antes, para los descendientes de Lubimoff. Y toda esta fortuna enorme, que casi se doblaba por año con nuevos descubrimientos, pertenecía por entero á una mujer, la joven princesa, que se consideraba como de la familia imperial por obra de su ascendiente, y había preocupado más de una vez al soberano, á causa de las excentricidades de su carácter.

      Era una virgen guerrera, caprichosa, incoherente en actos y palabras, desorientando á todos con los violentos contrastes de su conducta. Trataba como camaradas á los oficiales de la Guardia, fumando y bebiendo lo mismo que ellos y entrometiéndose, en sus ejercicios de equitación; pero de pronto se encerraba en su palacio semanas enteras, para arrodillarse, ante los santos iconos en una crisis de misticismo, pidiendo á gritos el perdón de sus pecados. Veneraba al emperador como representante de Dios y al mismo tiempo simpatizaba con los nihilistas.

      Los personajes de la corte se escandalizaban al recordar cómo, acompañada de una doncella que la policía consideraba sospechosa, había ido una mañana á una pobre casita de las afueras de la capital, confundiéndose con la canalla revolucionaria de artesanos y estudiantes. Con ellos había desfilado por una estrecha habitación, ante un féretro próximo á volcarse bajo los empujones de la muchedumbre triste y curiosa.

      El muerto se llamaba Fedor Dostoiewsky. La princesa había deshojado un ramo carísimo de rosas sobre la frente abombada y las barbas ascéticas del novelista. Y esa misma Nadina Lubimoff golpeaba en su palacio á los criados como si aún fuesen siervos, hacía arrodillarse á sus pies á las doncellas en momentos de cólera, lo ponía todo en conmoción con su tempestuosa irascibilidad, hasta el punto de que cierto viejo príncipe que era su tutor por orden imperial deseaba verla casada cuanto antes, aunque con ello perdiese el manejo de una fortuna inmensa.

      Inspiraba miedo á sus enamorados. Todos temían la burla cruel como respuesta á una petición matrimonial. Por dos veces había anunciado su casamiento con señores de la corte, y á última hora ella misma pidió al zar que negase su permiso. Ningún hombre osaba ya solicitar su mano, por temor á las risas y los comentarios. Y á pesar de las libertades é inconveniencias de su conducta, nadie ponía en duda su virginidad.

      Saldaña pensó al verla en una náyade septentrional surgiendo de un río verde en el que flotasen bloques de hielo. Era alta, de aspecto majestuoso, algo abultada de formas, lo mismo que las divinidades pintadas al fresco en los techos; pero de una blancura esplendorosa, las pupilas grises con una lenteja verde en el centro, la cabellera de un rubio flácido y desteñido, como si acabase de surgir de un intenso lavado. Su carne tal vez resultaba un poco blanda, á causa de su maravillosa blancura, pero esparcía un perfume fresco, «olía á agua corriente», según la expresión de sus admiradores. Una nariz demasiado ancha, cuyas aletas se agitaban en momentos de emoción con un estremecimiento caballuno, recordaba á su glorioso ascendiente el viril cosaco de la zarina.

      Pasó una gran parte del baile sin fijarse en el español. ¡Eran tantos los oficiales que la rodeaban, acogiendo con sonrisas de gratitud sus chistes atroces y sus palabras gruesas!.. De pronto, Saldaña, que estaba entre dos puertas, se estremeció al oir una voz femenil de tono imperioso.

      – Su brazo, marqués.

      Y antes de que él se lo ofreciese, la joven princesa se lo tomó, tirando de él hacia el salón donde estaba el buffet.

      Nadina se bebió una gran copa de volka, prefiriendo

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