Los enemigos de la mujer. Ibanez Vicente Blasco
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Atilio se mantuvo pensativo unos instantes, y continuó:
– Nos falta un nombre: nuestra comunidad debe tener un título. Nos llamaremos… nos llamaremos «Los enemigos de la mujer».
Miguel sonrió.
– Que el título quede entre nosotros. Si lo saben fuera de aquí, podrían creer otra cosa.
Novoa, animado por su reciente confianza con unos hombres tan distintos á los que había tratado hasta entonces, aceptó el título con aplauso.
– Yo confieso, señores, que, según la distinción hecha por el príncipe, no he conocido jamás á una mujer. ¡Pobres hembras… y pocas! Pero me gusta el título, y acepto ser uno de «los enemigos de la mujer», aunque la tal mujer no se pondrá nunca ante mi paso.
Spadoni, como si despertase de pronto, se encaró con Castro, continuando en alta voz sus pensamientos.
– …Es una martingala que inventó un lord ya difunto y que le hizo ganar millones. Ayer me lo explicaron. Primeramente, pone usted…
– ¡Ah, no, pianista del demonio! – clamó Atilio – . Ya me explicará eso en el Casino, si es que tengo la curiosidad de oirle. Me ha hecho usted perder mucho con sus martingalas. Mejor es que siga con su número 5.
El coronel, que había escuchado en silencio la conversación sobre las mujeres, pareció ligar dos ideas cuando Castro mencionó el juego.
– Ayer tarde – dijo al príncipe con un tono algo misterioso – encontré en el Casino á la duquesa…
Un gesto de muda interrogación cortó sus palabras. «¿Qué duquesa?»
– Haces bien en preguntarle, Miguel – dijo Atilio – . Tu «chambelán» es el hombre mejor relacionado de la Costa Azul. Conoce duquesas y princesas á docenas. Lo he visto comiendo en el Hotel de París con toda la vieja nobleza de Francia que viene á Monte-Carlo para consolarse de lo que tardan en volver sus antiguos reyes. En las salas privadas del Casino besa manos llenas de arrugas y hace reverencias ante una porción de momias horribles con nombres antiguos y famosos. Unas le llaman simplemente «coronel»; otras se lo presentan con el título de «ayudante de campo del príncipe Lubimoff».
Don Marcos se irguió, ofendido por el tono zumbón con que se hablaba de su gloria, y dijo altivamente:
– Señor de Castro, soy un viejo soldado de la legitimidad, he derramado mi sangre por la santa tradición, y nada tiene de particular que…
El príncipe, sabiendo por experiencia que su coronel no conocía el valor del tiempo cuando empezaba á hablar de la «legitimidad» y de «sangre derramada», se apresuró á interrumpirle.
– Bueno; ya lo sabemos. Pero ¿qué duquesa es la que encontraste?..
– La señora duquesa de Delille. Me ha preguntado muchas veces por Su Alteza, y al decirle yo que acababa de llegar, me dió á entender que se propone hacerle una visita.
Lubimoff contestó con una simple exclamación, quedando luego silencioso.
– Bien empezamos – dijo Castro riendo – . ¡Nada de mujeres! E inmediatamente el coronel nos anuncia la visita de una de ellas, y de las más temibles. Porque reconocerás que la tal duquesa es una mujer de las que tú nos has pintado.
– No la recibiré – dijo el príncipe resueltamente.
– Esa duquesa es prima tuya, según creo.
– No hay tal parentesco. Su padre fué hermano del segundo marido de mi madre. Pero nos hemos conocido de niños, y guardamos recíprocamente un recuerdo detestable. Cuando yo vivía en Rusia se casó con un duque francés. Sintió el mismo deseo que muchas ricas de América: un gran título nobiliario para dar envidia á las amigas y brillar en Europa. Al poco tiempo se separó, señalando al duque una pensión, que es lo que deseaba tal vez el noble marido. No tengo por mujer apetecible á la tal Alicia… Además, ha vivido la vida á su gusto… casi tanto como yo. Su reputación se iguala con la mía. Hasta le atribuyen amores con personas que no ha visto nunca, lo mismo que hacen conmigo… Me han dicho que en los últimos años se exhibía con un muchachito, casi un niño… ¡Ay! ¡Nos hacemos viejos!
– Yo los he visto en París – dijo Castro – ; fué antes de la guerra. Luego, en Monte-Carlo, la he encontrado siempre sola, sin divisar á su jovenzuelo por ninguna parte. Debió ser un capricho… Lleva tres inviernos aquí. Cuando llega el verano se traslada á Aix-les-Bains ó á Biarritz; pero apenas el Casino recobra su esplendor, vuelve de las primeras.
– ¿Juega?..
– Como una condenada. Juega fuerte y mal, aunque los que creemos jugar bien acabamos perdiendo lo mismo. Quiero decir, que pone el dinero en la mesa aturdidamente, en varios sitios á la vez, y luego ni se acuerda de qué puestas son las suyas. Revolotean en torno de ella los «levantadores de muertos», y cuando gana, siempre se le llevan algo de lo suyo. Ha estado dos años jugando nada más que con fichas de quinientos y de mil. Ahora sólo juega con las de cien. Pronto usará las rojas, las de veinte, como este servidor.
– No la recibiré – insistió el príncipe.
Y tal vez para no decir más de la duquesa de Delille, se separó repentinamente de sus amigos, saliendo del hall.
Atilio, deseoso de hablar, interrogó á don Marcos, que conversaba con Novoa, mientras el pianista seguía soñando, con los ojos abiertos, en la martingala del lord.
– ¿Ha visto usted últimamente á doña Enriqueta?
– ¿Me pregunta usted por la Infanta? – contestó el coronel gravemente – . Sí; ayer la encontré en el atrio del Casino. ¡Pobre señora! ¡Si esto no es una lástima!.. ¡Una hija de rey!.. Me contó que sus hijos no tienen qué ponerse. Ella debe doscientos francos de cigarrillos en el bar de los salones privados. No encuentra quien le preste. Tiene además una mala suerte espantosa: todo lo pierde. Estos tiempos son fatales para las personas de sangre real. Casi lloré escuchando sus miserias, y sentí no poder darle más. ¡Una hija de rey!..
– Pero su padre renegó de ella cuando se fué con un artista obscuro – dijo Atilio – . Y además, don Carlos no era rey de ninguna parte.
– Señor de Castro – repuso el coronel, irguiéndose como un gallo – , tengamos la fiesta en paz. Usted sabe mis ideas: he derramado mi sangre por la legitimidad, y el respeto que le tengo á usted no debe servir para…
Novoa, queriendo tranquilizar á don Marcos, intervino en la conversación.
– Este Monte-Carlo es una playa á la que llegan toda clase de despojos, vivos y muertos. En el Hotel de París hay otro individuo de la familia, pero de la rama triunfante, de la que gobierna y cobra.
– Lo conozco – dijo riendo Atilio – . Es un joven de exuberancias calípigas, que va á todas partes con su gentil secretario. Siempre encuentra alguna señora vetusta que, deslumbrada por su parentesco real, se encarga de mantenerlo á todo lujo… ¡No sé qué demonios puede dar á cambio de esa protección! El secretario, de vez en cuando, le pega para hacer constar sus antiguos derechos.
Don Marcos permaneció silencioso. A él no le interesaban las gentes de esta rama.