Los enemigos de la mujer. Ibanez Vicente Blasco

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Los enemigos de la mujer - Ibanez Vicente  Blasco

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un viaje alrededor de la tierra, formando parte de su orquesta.

      Al lado del dueño estaba el último convidado, el más reciente en la casa, un joven pálido, larguirucho y miope, que miraba á todos lados con timidez, conteniendo sus movimientos. Era un profesor español, un doctor en ciencias, Carlos Novoa, pensionado por el gobierno de su país para hacer estudios de la fauna marítima en el Museo Oceanográfico. El coronel, que vivía muchos años en Monte-Carlo sin tropezarse con otros compatriotas que los que encontraba alrededor de las mesas de ruleta, había sentido un orgullo patriótico al conocer á este profesor, dos meses antes.

      – ¡Un sabio!.. ¡un famoso sabio! – exclamaba al hablar de su nuevo amigo – . Para que digan luego que todos los españoles somos brutos…

      No podía explicar qué sabiduría era la de su compatriota. Es más: desde sus primeras conversaciones había adivinado que el profesor era de ideas opuestas á las suyas. «Un descreído de los que no tienen más Dios que la materia», se dijo. Pero añadió á guisa de consuelo: «Todos estos sabios son así: liberales é impíos. ¡Qué hacerle!..» En cuanto á su fama, la tenía por indiscutible. Sólo así podía comprender que lo hubiesen enviado á aquel Museo de Mónaco, enorme y blanco como una catedral, cuyas salas había visitado una sola vez, con un respeto que le impedía volver.

      Cuando el profesor iba de tarde en tarde á Monte-Carlo, encontrándose en el Casino con don Marcos, éste lo presentaba á sus amigos como una celebridad nacional. Así había conocido á Castro y á Spadoni, los cuales se limitaron á preguntarle si ganaba mucho en el juego.

      Al anunciar el príncipe su llegada, Toledo obligó á su ilustre compatriota á acompañarle á la estación, para presentarlo sin perder tiempo.

      – Una gloria de nuestro país… ¡Su Alteza, que ama tanto las cosas de España!

      Miguel Fedor había pasado en los mares una parte considerable de su vida, y simpatizó con este joven modesto al conocer la especialidad de sus estudios.

      Hablaron largamente de oceanografía, y el día anterior, el príncipe Miguel, que estaba habituado á tener una gran mesa por la que desfilaban los comensales más diversos, dijo á su «chambelán»:

      – Muy simpático tu sabio. Invítalo á almorzar.

      Los convidados hablaban todos el español. Spadoni podía seguir la conversación con lo que había aprendido en Buenos Aires, Santiago de Chile y otras capitales de la América del Sur cuando seguía dando «recitales» de piano á un empresario que al fin se cansó de explotarle y de luchar con su inconsciencia.

      Al empezar el almuerzo, había notado el coronel en el rostro de su príncipe la preocupación de una idea fija. Hablaba preferentemente con el profesor Novoa, asombrándose de la exigua retribución que le valían sus estudios. Castro y Spadoni sólo atendían á los platos. Ya no eran obra de un cocinero famoso al que daba el príncipe Miguel el sueldo de un presidente de Consejo de ministros. El «maestro» había sido movilizado por la guerra, y á la sazón hacía la cocina de un general en el frente francés. Toledo había sabido descubrir después á una cincuentona, menos variada en sus combinaciones que el artista arrebatado por la guerra, pero más «clásica», más sólida y substanciosa, y los dos comían con ese regodeamiento de los eternos abonados á restoranes y hoteles cuando se ven ante una mesa sin economía y engaños.

      Cerca de los postres, la conversación, que era ya general, recayó sobre las mujeres, como ocurre en toda comida de hombres solos. Toledo tuvo la sospecha de que el príncipe había empujado dulcemente á sus comensales á hablar de esto. De pronto, Miguel resumió su opinión diciendo por dos veces:

      – La gran sabiduría del hombre es no necesitar á la mujer.

      Y á continuación había pasado el tren de soldados ingleses como una nube de gritos y silbidos.

      Atilio Castro dejó que se perdiese en el túnel el último vagón, y dijo con una sonrisa algo irónica:

      – Esos silbidos parecen un comentario á tu hermosa frase; pero no hagas caso de opiniones groseras. Lo que has dicho me interesa. ¡Tú abominando de las mujeres, que las has tenido á miles!.. Continúa, Miguel.

      Pero el príncipe torció el curso de la conversación. Habló de sus impresiones al llegar á Villa-Sirena después de una larga ausencia. De la vida anterior á la guerra sólo quedaban el edificio y los jardines. Toda la servidumbre masculina estaba movilizada: unos en el ejército francés, otros en el italiano. Al día siguiente de su llegada, maquinalmente había pedido el automóvil para ir á Monte-Carlo. No le faltaban vehículos. Tres de las mejores marcas estaban como olvidados en su garage. Pero los mecánicos también hacían la guerra, y además no había esencia y era necesario un permiso para correr por los caminos… Total: que había tenido que esperar el tranvía de Mentón ante la verja de su jardín. Una novedad para él, un medio de locomoción interesante. Creyó caer en un mundo olvidado al verse entre los pasajeros populares. Le molestaba la curiosidad general. Todos se repetían en voz baja su nombre; hasta el conductor mostró cierta emoción al ver en su coche al propietario de Villa-Sirena.

      – Y lo peor de todo, queridos amigos, es que estoy arruinado.

      Spadoni abrió desmesuradamente sus ojos negros, como si oyese algo inaudito y absurdo. Castro sonrió con incredulidad.

      – ¿Arruinado tú?.. Me contentaría con la décima parte de tus escombros.

      El príncipe asintió. Era como esos enormes trasatlánticos que, al naufragar, hacen la fortuna con sus despojos de todo un pueblo de miserables instalado en la orilla. Pero esta relatividad de la suerte no evitaba que su ruina fuese cierta.

      – Por lo que diré después, necesito no ocultar mi situación. Hace unas semanas he vendido en París el palacio que construyó mi madre. Me lo ha comprado un «nuevo rico». Yo, con la guerra, voy á ser un «nuevo pobre». Tú sabes, Atilio, lo que me pasa desde que empezó esta pelea de naciones. A los primeros cañonazos me enviaron de Rusia la octava parte de las rentas que tenía en tiempos de paz: luego, mucho menos. La revolución todavía recortó de un modo alarmante mis ingresos. Ahora, con el compañero Lenine y la bandera roja, no llega nada, absolutamente nada. No conozco siquiera la suerte de mis casas, de mis campos, de las minas… Nada sé tampoco de los que administraban allá mi fortuna. Sin duda los han asesinado…

      El coronel levantó los ojos al techo: «¡La revolución!.. ¡La falta de un amo!»

      – Un rico como tú – dijo Castro – siempre tiene reservas en los Bancos, siempre encuentra quien le preste hasta que lleguen tiempos mejores.

      – Tal vez; pero eso para mí casi representa la miseria. Mi administrador me ha dicho, al salir de París, que debo limitar mis gastos, vivir con arreglo á mis ingresos actuales. ¿Cuánto tengo?.. No lo sé. El mismo tampoco lo sabe. Está haciendo un balance de mi situación, cobrando á unos, pagando á otros, pues, según parece, yo tenía muchas deudas. A los millonarios nadie les exige con premura el pago de lo que deben… En fin, tendré que vivir como un príncipe arruinado, con trescientos mil francos al año; tal vez más… tal vez menos. No sé.

      Castro y Spadoni hicieron un gesto nostálgico al oir dicha suma. Novoa miró con respeto á este hombre que se llamaba su amigo y se creía en la miseria con trescientos mil francos anuales.

      – Mi administrador – continuó el príncipe – me habló de vender Villa-Sirena lo mismo que el palacio de París. Parece que el «nuevo rico» quiere quedarse con todo lo mío. ¡Liquidación completa!.. Pero yo me he opuesto. Este rincón es mío; lo he formado yo. Además, la vida resulta

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