Sangre y arena. Ibanez Vicente Blasco
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Y en el optimismo de su alegría, miraba al banderillero como un sabio, sin acordarse de las burlas con que había acogido siempre sus enrevesadas razones.
Al llegar al alojamiento encontró en el vestíbulo a muchos admiradores deseosos de abrazarle. Hablaban de sus hazañas con tales hipérboles, que parecían distintas, exageradas y desfiguradas por los comentarios en el corto trayecto de la plaza al hotel.
Arriba encontró su habitación llena de amigos, señores que le tuteaban, e imitando el habla rústica de la gente del campo, pastores y ganaderos, le decían golpeándole los hombros:
– Has estao mu güeno… ¡Pero mu güeno!
Gallardo se libró de esta acogida entusiasta saliéndose al corredor con Garabato.
– Ve a poner el telegrama a casa. Ya lo sabes: «Sin noveá.»
Garabato se excusó. Tenía que ayudar al maestro a desnudarse. Los del hotel se encargarían de enviar el despacho.
– No; quiero que seas tú. Yo esperaré… Debes poné otro telegrama. Ya sabes pa quién es: pa aquella señora, pa doña Zol. También «Sin noveá».
II
Cuando a la señora Angustias se le murió su esposo, el señor Juan Gallardo, acreditado remendón establecido en un portal del barrio de la Feria, lloró con el desconsuelo propio del caso; pero al mismo tiempo, en el fondo de su ánimo latía la satisfacción del que reposa tras larga marcha, librándose de un peso abrumador.
– ¡Probesito de mi arma! Dios lo tenga en su gloria. ¡Tan güeno!.. ¡Tan trabajaor!
En veinte años de vida común no la había dado otros disgustos que los que sufrían las demás mujeres del barrio. De las tres pesetas que unos días con otros venía a sacar de su trabajo, entregaba una a la señora Angustias para el sostén de la casa y la familia, destinando las otras dos al entretenimiento de su persona y gastos de representación. Había que corresponder a las «finezas» de los amigos cuando convidan a unas cañas; y el vino andaluz, por lo mismo que es la gloria de Dios, cuesta caro. También debía ir a los toros inevitablemente, porque un hombre que no bebe ni asiste a las corridas… ¿para qué está en el mundo?
La señora Angustias, con sus dos hijos, Encarnación y Juanillo, tenía que aguzar el ingenio y desplegar múltiples habilidades para llevar la familia adelante. Trabajaba como asistenta en las casas más acomodadas del barrio, cosía para las vecinas, correteaba ropas y alhajas en representación de cierta prendera amiga suya y hacía pitillos para los señores, recordando sus habilidades de la juventud, cuando el señor Juan, novio entusiasta y zalamero, venía a esperarla a la salida de la Fábrica de Tabacos.
Nunca pudo quejarse de infidelidades o malos tratos de su difunto. Los sábados, cuando el remendón volvía borracho a casa a altas horas de la noche, sostenido por los amigos, la alegría y la ternura llegaban con él. La señora Angustias tenía que entrarlo a empellones, pues se obstinaba en permanecer a la puerta batiendo palmas y entonando con voz babosa lentas canciones de amor dedicadas a su voluminosa compañera. Y cuando al fin se cerraba la puerta tras él, privando a los vecinos de un motivo de regocijo, el señó Juan, en plena borrachera sentimental, se empeñaba en ver a los pequeños, que ya estaban acostados, los besaba, mojándolos con gruesos lagrimones, y repetía sus trovas en honor de la señora Angustias – ¡olé! ¡la primera hembra del mundo! – , acabando la buena mujer por desarrugar el ceño y reírse, mientras lo desnudaba y manejaba como si fuese un niño enfermo.
Este era su único vicio. ¡Pobrecillo!.. De mujeres y de juego, ni señal. Su egoísmo, que le hacía ir bien vestido, mientras la familia andaba harapienta, y su desigualdad en el reparto de los productos del trabajo, compensábalos con iniciativas generosas. La señora Angustias recordaba con orgullo los días de gran fiesta, cuando Juan la hacía ponerse el pañolón de Manila, la mantilla de casamiento, y llevando los niños por delante marchaba a su lado, con blanco sombrero cordobés y bastón de puño de plata, dando un paseo por las Delicias, con el mismo aire de una familia de comerciantes de la calle de las Sierpes. Los días de toros baratos la obsequiaba rumbosamente antes de ir a la plaza, ofreciéndola unas cañas de manzanilla en La Campana o un café en la plaza Nueva. Este tiempo feliz no era ya mas que un pálido y grato recuerdo en la memoria de la pobre mujer.
El señor Juan enfermó de tisis, y durante dos años la esposa tuvo que atender a su cuidado, extremando aún más sus industrias para compensar la falta de la peseta que le entregaba antes el marido. Finalmente murió en el hospital, resignado con su suerte, convencido de que la existencia nada vale sin manzanilla y sin toros, y su última mirada de amor y de agradecimiento fue para su mujer, como si le gritase con los ojos: «¡Olé! ¡la primera hembra del mundo!..»
Al quedar sola la señora Angustias no empeoraba su situación; antes bien, considerábase con mayor desembarazo en los movimientos, libre de aquel hombre que en los dos últimos años pesaba más sobre ella que el resto de la familia. Mujer enérgica y de prontas resoluciones, marcó inmediatamente un camino a sus hijos. Encarnación, que tenía ya diez y siete años, fue a la Fábrica de Tabacos, donde pudo introducirla su madre gracias a sus relaciones con ciertas amigas de la juventud llegadas a maestras. Juanillo, que de pequeño había pasado los días en el portal del barrio de la Feria viendo trabajar a su padre, iba a ser zapatero por voluntad de la señora Angustias. Le sacó de la escuela, donde había aprendido a mal leer, y a los doce años entró como aprendiz de uno de los mejores zapateros de Sevilla.
Aquí comenzó el martirio de la pobre mujer.
¡Ay, aquel muchacho! ¡Hijo de unos padres tan honrados!.. Casi todos los días, en vez de entrar en la tienda del maestro, se iba al Matadero con ciertos pillos que tenían su punto de reunión en un banco de la Alameda de Hércules, y para regocijo de pastores y matarifes, osaban echar un capote a los bueyes, siendo volteados y pateados las más de las veces. La señora Angustias, que velaba aguja en mano muchas noches para que el niño fuese decentito al taller, con las ropas limpias, le encontraba en la puerta de su casa, temeroso de entrar y sin valor al mismo tiempo para huir, por la servidumbre del hambre, con los pantalones rotos, la chaqueta sucia y chichones y rasguños en la cara.
A los magullamientos del buey traidor uníanse las bofetadas y escobazos de la madre; pero el héroe del Matadero pasaba por todo con tal que no le faltase la pitanza. «Pega, pero dame que comer.» Y con el apetito excitado por el ejercicio violento, engullía el pan duro, las judías averiadas, el bacalao putrefacto, todos los víveres de desecho que la hacendosa mujer buscaba en las tiendas para mantener a la familia con poco dinero.
Atareada todo el día en fregar pisos de casas ajenas, sólo de tarde en tarde podía ocuparse de su hijo, yendo a la tienda del maestro para enterarse de los progresos del aprendiz. Cuando volvía de la zapatería bufaba de coraje, proponiéndose los más estupendos castigos que corrigiesen al pillete.
La mayor parte de los días no se presentaba en la tienda. Pasaba la mañana en el Matadero, y por las tardes formaba grupo a la entrada de la calle de las Sierpes con otros vagabundos, admirando de cerca a los toreros sin contrata que se juntaban en La Campana, vestidos de nuevo, con flamantes sombreros, pero sin más de una peseta en el bolsillo y hablando cada cual de sus propias hazañas.
Juanillo los contemplaba como seres de asombrosa superioridad, envidiando su buen porte y la frescura con que piropeaban a las mujeres. La idea de que todos ellos tenían en su casa un traje de seda bordado de oro, y metidos en él marchaban ante la muchedumbre al son de la música, producíale un escalofrío de respeto.