Entre naranjos. Ibanez Vicente Blasco
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La enferma, arrodillada ante el altar sin soltar los zapatos, mostrando por entre las faldas las plantas de los pies amoratadas y sangrientas por los arañazos de las piedras, repetía el estribillo al final de cada estrofa, implorando la protección de la Virgen.
Su voz sonaba débil, triste, como un vagido de niño enfermo. Tenía los macilentos ojos fijos en la imagen con una expresión dolorosa de súplica, y se cubrían de lágrimas mientras la voz sonaba cada vez más trémula y lejana.
La hermosa desconocida mostraba cierta emoción ante el espectáculo. La doncella arrodillándose y siguiendo con movimientos de cabeza el sonsonete del canto, rezaba en un idioma que al fin conoció Rafael; era italiano. La señora miraba a la enferma con ojos de conmiseración.
– ¡Qué gran cosa es la fe! – murmuró con suspirante voz.
– Sí, señora; una cosa hermosa.
Y Rafael hubiera añadido alguna frase retórica y brillante de las muchas que había leído en los autores sanos, sobre las grandezas de la fe; pero en vano rebuscó en su memoria; no había nada: aquella mujer turbaba profundamente su timidez de solitario.
Terminaron los gozos. Con la última estrofa desapareció la cerril cantante, y la enferma se incorporó trabajosamente, poniéndose en pie tras varias tentativas dolorosas.
El ermitaño se acercó a ella con la obsequiosidad de un tendero que ensalza los géneros del establecimiento. – ¿Iba aquello mejor? ¿Probaba la visita a la Virgen?.. La pobre enferma, cada vez más pálida, revelando con una mueca de dolor las terribles punzadas que sufría en sus entrañas, no se atrevía a contestar por miedo a ofender a la milagrosa señora. «¡No sabía!.. Sí… realmente debía estar mejor… ¡Pero aquella subida!.. Esta promesa no había dado tan buen resultado como las anteriores, pero tenía fe: la Virgen sería buena para ella y la curaría».
A la salida de la iglesia, mientras revelaba su esperanza con palabras entrecortadas, fue tanto el dolor, que casi se tendió en el suelo. El ermitaño la colocó en su silla y corrió después a la cisterna para traerla un vaso de agua.
La doncella italiana, con los ojos desmesuradamente abiertos por el susto, quedó ante la pobre mujer consolándola con palabras sueltas que le arrancaba la lástima «¡Povera! ¡poverina!.. ¡coraggio!» Y la hortelana, en medio de su desfallecimiento, abría los ojos para mirar a la extranjera, no comprendiendo las palabras, pero adivinando su ternura.
La señora salió a la plazoleta. Parecía hondamente impresionada por aquel dolor. Rafael la seguía fingiéndose distraído, algo avergonzado de su insistencia, y deseando al mismo tiempo una oportunidad para reanudar la conversación.
Respiró con amplitud la señora al verse en aquel espacio abierto, inmenso, donde la vista se perdía en el azul del horizonte.
– ¡Dios mío! – dijo como si hablase con ella misma. – ¡Qué tristeza y qué alegría al mismo tiempo! Esto es muy hermoso. ¡Pero esa mujer!.. ¡esa pobre mujer!
– Hace ya años que la veo así, – dijo Rafael, fingiendo conocerla mucho, a pesar de que hasta entonces rara vez se había fijado en la pobre hortelana. – Todos los de su clase son gente muy especial. Desprecían a los médicos, no les atienden, y se matan con estas bárbaras devociones, de las que esperan la salud.
– ¡Quién sabe si lo suyo es lo mejor! El mal es invencible, y la ciencia puede contra él tanto como la fe. A veces, menos aún… ¡Y pensar que reímos y gozamos mientras el mal pasa por nuestro lado rozándonos sin ser visto!..
A esto no supo Rafael qué contestar. ¿Pero qué mujer era aquella? ¡Qué modo de expresarse, caballeros! Acostumbrado el pobre muchacho a las vulgaridades y soseces de las amigas de su madre, y bajo la impresión de aquel encuentro que tan profundamente le turbaba, creía estar en presencia de un sabio con faldas, un filósofo venido de allá lejos, de alguna sombría cervecería alemana, para turbarle bajo el disfraz de la belleza.
La desconocida quedó en silencio, con los ojos fijos en el horizonte. En su boca, grande, de labios sensuales y carnosos, por entre los cuales asomaba la dentadura espléndida y luminosa, parecía apuntar una sonrisa acariciando el paisaje.
– ¡Qué hermoso es esto! – dijo sin volverse hacia su acompañante. – ¡Cómo deseaba volver a verlo!
Por fin llegaba la ocasión para hacer la ansiada pregunta: ella misma se la ofrecía.
– ¿Es usted de aquí? – preguntó con voz trémula, temiendo que su curiosidad fuese repelida por el desprecio.
– Sí, señor – se limitó a contestar la señora.
– Pues es particular. Nunca la he visto a usted…
– Nada tiene de extraño. Llegué ayer.
– ¡Ya decía yo!.. Conozco a todas las personas de la ciudad. Me llamo Rafael Brull, y soy hijo de don Ramón, que fue muchas veces alcalde de Alcira.
Ya lo había soltado. El pobre muchacho sentía la comezón de revelar su nombre, de decir quién era, de hacer sonar aquel apellido famoso en el distrito, para que su personalidad adquiriera realce ante la desconocida. Influida ella por el ejemplo, tal vez dijese quién era. Pero la hermosa señora se limitó a acoger su declaración con un ¡ah! de fría extrañeza, que no revelaba siquiera si su nombre le era conocido. Pero al mismo tiempo, le envolvió en una rápida mirada investigadora y burlona que parecía decir:
– Este muchacho tiene buena presencia, pero debe ser tonto.
Rafael enrojeció, adivinando que había cometido una simpleza al revelar su nombre sin que nadie se lo preguntara, con la misma prosopopeya que si estuviera en presencia de un rústico del distrito.
Se hizo un silencio penoso. Rafael quería salir de esta situación, le molestaba ver a aquella mujer glacial, indiferente; tratándole con cortesía desdeñosa, sosteniendo con gran corrección las distancias para evitar la familiaridad. Pero puesto ya en la pendiente, se atrevió a seguir preguntando:
– ¿Y piensa usted permanecer mucho tiempo en Alcira?..
Rafael creyó que se hundía el suelo bajo sus pies. Una nueva mirada de aquellos ojos verdes: pero esta vez fría, amenazadora, algo así como un relámpago lívido, reflejándose en el hielo.
– No sé… – contestó con una lentitud que parecía subrayar su desdén. – Yo acostumbro a abandonar los sitios cuando me fastidio en ellos.
Y tras una nueva pausa, miró a Rafael de frente, para saludarle con un frío movimiento de cabeza.
– Buenas tardes, caballero.
Rafael quedó anonadado. Vio cómo se dirigió a la portalada del santuario llamando a la doncella. Cada uno de sus pasos, cada balanceo de las arrogantes caderas, parecía levantar un obstáculo entre ella y Rafael. La vio cómo inclinándose cariñosamente sobre la hortelana enferma, abría un pequeño saco de raso que le presentaba su doncella; y rebuscando entre brillantes baratijas y bordados pañuelos sacaba la mano llena, brillando la plata entre sus dedos. La vació sobre el delantal de la asombrada campesina, dio algo también al ermitaño, que no manifestaba menos sobresalto, y abriendo la sombrilla roja emprendió la marcha seguida por