Entre naranjos. Ibanez Vicente Blasco

Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу Entre naranjos - Ibanez Vicente Blasco страница 13

Entre naranjos - Ibanez Vicente  Blasco

Скачать книгу

las mejillas bondadosamente, con una mano que al arrapiezo le pareció de fuego. Huyó despavorido, como huían casi todos los chicuelos cuando les acariciaba el doctor.

      ¡Qué horrible fama la suya! Los curas de la población hablaban de él con terribles aspavientos. Era un impío, un excomulgado. Nadie sabía ciertamente qué alta autoridad había lanzado sobre él la excomunión; pero era indudable que estaba fuera del gremio de las personas decentes y cristianas. Bastaba para esto saber que todo el granero de su casa lo tenía lleno de libros misteriosos, en idiomas extranjeros, todos conteniendo horribles doctrinas contra las sanas creencias en Dios y en la autoridad de sus representantes. Era defensor de un tal Darwin, que sostenía que el hombre es pariente del mono, lo que regocijaba a la indignada doña Bernarda, haciéndola repetir todos los chistes que a costa de esta locura soltaban sus amigos los curas los domingos en el púlpito. Y lo peor era que con tales brujerías, no había enfermedad que se resistiera al doctor Moreno. Hacía prodigios en los arrabales, entre la tosca gente de los huertos que le adoraba con tanto afecto como temor. Devolvía la salud a los que habían declarado incurables los viejos médicos de larga levita y bastón con puño de oro, venerables sabios, más creyentes en Dios que en la ciencia, según decía en su elogio la madre de Rafael. Aquel exaltado se valía de nuevos medicamentos, de sistemas originales, aprendidos en las revistas y libracos que recibía de muy lejos. A los enemigos les desconcertaba en su murmuración la manía del doctor por curar gratuitamente a los pobres, añadiendo muchas veces una limosna; e indignábales la testarudez con que se negaba otras muchas a asistir a las personas acaudaladas y de sanos principios que habían tenido que solicitar el permiso de su confesor para ponerse en tales manos.

      – ¡Pillo! ¡Hereje!.. ¡Descamisado!.. – exclamaba doña Bernarda.

      Pero lo decía en voz muy baja y con cierto miedo, pues aquellos tiempos eran malos para la casa de Brull. Rafael recordaba que su padre mostrábase por entonces más sombrío que nunca, y apenas salía del patio.

      A no ser por el respeto que inspiraban sus garras vellosas y el entrecejo tempestuoso, se lo hubieran comido. Mandaban los otros… todos menos la casa de Brull.

      La monarquía se la había llevado la mala trampa; legislaban en Madrid los hombres de la revolución de Septiembre. Los industrialillos de la ciudad, rebeldes siempre a la soberanía de don Ramón, tenían fusiles en las manos, formaban una milicia, y eran capaces de plantar un balazo a los que antes les habían tenido bajo el pie. Se daban en las calles vivas a la República, faltaba poco para que se encendieran cirios ante la estampa de Castelar; y entre este torbellino de discursos, aclamaciones, Marsellesa a todas horas y percalina tricolor, destacábase el fanático médico, predicando en las plazas, hablando en las eras de los pueblos vecinos, explicando los Derechos del Hombre en las veladas nocturnas del casino republicano de la ciudad; entusiasta hasta el lirismo, repetía con diversas palabras las mismas odas oratorias del tribuno portentoso que en aquella época corría España de una punta a otra, haciendo comulgar al pueblo en la democracia al son de sus estrofas, que sacaban de la tumba todas las grandezas de la historia.

      La madre de Rafael, cerrando puertas y balcones, miraba irritada al cielo cada vez que la masa popular, a la vuelta de un meeting, pasaba por su calle con banderas al frente, para detenerse un poco más allá, ante la vivienda del doctor, al que aclamaba con entusiasmo. – «¿Hasta cuándo iba a consentir Dios que las personas honradas sufriesen?» Y aunque nadie la insultaba ni la pedía un alfiler, hablaba de la necesidad de trasladarse a otro punto. Aquellas gentes pedían la República, eran de la Repartidora, como ella decía; al paso que marchaban las cosas, no tardarían en triunfar, y entonces vendría el saqueo de la casa; tal vez el degüello de ella y su hijo.

      – ¡Déjalos, mujer! – decía el caído cacique con burlona sonrisa – No son tan malos como crees. Que sigan cantando su Marsellesa y dando vivas, ya que con tan poco se contentan. Este tiempo, otro traerá. Los carlistas se encargarán de hacer triunfar a los nuestros.

      Para el padre de Rafael, el doctor era un buen hombre. «Un excelente chico, al que los libros habían trastornado». Le conocía mucho; habían ido juntos a la escuela, y jamás quiso unirse al coro de maldiciones contra Moreno. Lo único que pareció molestarle, fue que a raíz de la proclamación de la República, los entusiastas del doctor quisieran enviarle diputado a la Constituyente del 73. ¡Diputado aquel loco, cuando él, el amigo y agente de tantos ministros moderados, no había osado nunca pensar en el cargo por el respeto casi supersticioso que le inspiraba! ¡Aquello era el fin del mundo!..

      Pero el doctor se opuso a tales deseos. Si iba a Madrid, ¿qué sería del triste rebaño que encontraba en él salud y protección? Además, él era un sedentario. Se sentía ligado a aquella vida de estudio y soledad, en la que cumplía sus gustos sin obstáculo alguno. Sus convicciones le arrastraban a mezclarse entre la masa, a hablar en los lugares públicos, provocando tempestades de entusiasmo; pero se negaba a tomar parte en las organizaciones de partido, y después de una reunión pública, pasaba días y días encerrado en casa entre sus libros y revistas, sin más compañía que la de su hermana, dócil devota que le adoraba, aunque lamentando su irreligiosidad, y la de su hija, una niña rubia que Rafael recordaba apenas, pues la antipatía que inspiraba el padre a las principales familias, obligaba a la pequeña a un forzoso aislamiento.

      El doctor tenía una pasión: la música. Todos admiraban su habilidad. ¿Qué no sabría aquel hombre? Según doña Bernarda y sus amigas, aquel talento portentoso era adquirido con malas artes, fruto de su impiedad. Pero esto no impedía que por las noches, cuando hacía sonar el violoncello, acompañado por ciertos amigotes de Valencia que venían a pasar con él algunos días, – todos gente greñuda y estrambótica, que hablaban un lenguaje raro y nombraban a un tal Beethoven con tanta unción como si fuese San Bernardo, el patrón de Alcira, – la gente se agolpase en la calle, siseando para que caminasen más quedo los que poco a poco se aproximaban, y abríanse cautelosamente balcones y ventanas ante los prodigios del endemoniado doctor.

      – Sí, don Andrés – dijo Rafael; – recuerdo perfectamente al doctor Moreno.

      El miedo que le había inspirado en la niñez, y las diabólicas melodías que por la noche llegaban hasta su camita, estaban aún frescos en su memoria.

      – Pues bien – continuó el viejo; – esa señora es la hija del doctor. ¡Qué hombre aquel! ¡Cómo nos hacía rabiar a tu padre y a mí en el 73! Ahora que todo aquello está tan lejos, te digo que era un buen sujeto. Algo sorbido de sesos por la lectura, como Don Quijote; chiflado completamente por la música. Tenía cosas graciosísimas. Se casó con una hortelana muy guapa, pero pobre. Decía que el casamiento era… para perpetuar la especie: éstas eran sus palabras; para echar al mundo gente fuerte y sana. Por esto lo de menos era preocuparse de la posición de la esposa, sino de su caudal de salud. Así se buscó él aquella Teresa, fuerte como un castillo y fresca como una manzana. Pero de poco le valió a la pobre. Tuvo la niña, y a consecuencia del parto murió a los pocos días, sin que sirvieran de nada los estudios y los desesperados esfuerzos del marido. No llegaron a vivir juntos un año.

      Los compañeros de Rafael escuchaban con tanta atención como éste. Les agitaba la malsana curiosidad de las pequeñas poblaciones donde el ahondar de la vida ajena es el más vivo de los placeres.

      – Y ahora viene lo bueno – continuó don Andrés, – El loco del doctor tenía dos santos: Castelar y Beethoven, cuyos retratos figuraban en todas las habitaciones de su casa, hasta en el granero. Ese Beethoven (por si no lo sabéis), es un italiano o inglés, no lo sé cierto, de esos que se sacan la música de la cabeza para que la toquen en los teatros o se diviertan a solas los locos como Moreno. Al tener una hija, anduvo preocupado con el nombre que había de ponerla. Quería llamarla Emilia para hacer así un homenaje a su ídolo Castelar; pero le gustaba más Leonora, (¡fijáos bien! no digo Leonor), Leonora, que según nos dijo él, era el título de la única función escrita por Beethoven, una ópera que leía

Скачать книгу