Crónica de la conquista de Granada (2 de 2). Washington Irving
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Sentados los reales, se desembarcó la artillería gruesa, se construyeron baterías, y en el cerro que ocupaba el marqués de Cádiz se plantaron cinco lombardas grandes para batir el castillo de Gibralfaro que estaba enfrente. Los moros hicieron los mayores esfuerzos para estorbar estas operaciones, y con el fuego de su artillería molestaron de tal manera á la gente ocupada en los trabajos, que fue menester abandonarlos de dia para continuarlos por la noche. Tiraron asimismo con tanto acierto contra la tienda real, que se habia colocado en un punto al alcance de las baterías, que fue necesario mudarla de alli para ponerla tras de una cuesta. Estando concluidos los trabajos, rompieron el fuego las baterías cristianas, y contestaron á las de la plaza con un cañoneo tremendo; al mismo tiempo que los navíos de la flota, acercándose á tierra, combatieron vigorosamente la ciudad por aquella parte.
Era un espectáculo grandioso é imponente ver tanto aparato militar, tanta batería, tanto cerro poblado de tiendas, con las enseñas de los mas ínclitos guerreros de Castilla; las galeras y navíos que cubrian el mar, las embarcaciones que iban y venian, y el contínuo llegar de tropas, provisiones y pertrechos. Empero causaba horror el estruendo de la artillería, y el estrago que hacian las lombardas, singularmente las de una batería cristiana, que se llamaban las siete hermanas Jimenas. De dia no cesaba el bombardeo; de noche se veian resplandecer en los aires los combustibles que se arrojaban á la plaza, y subir iluminando el cielo las llamas de las casas incendiadas; y entretanto Hamet el Zegrí y sus Gomeles miraban complacidos la tempestad que habian suscitado, y se gozaban con los horrores de la guerra.
CAPÍTULO VI
El sitio de Málaga se prosiguió por algunos dias con la mayor actividad, pero sin producir mucha impresion en los baluartes; tanta era la fuerza de los que defendian á aquella plaza antigua. El primero que se distinguió fue el conde de Cifuentes, que con algunos caballeros de la casa real se arrojó al asalto de una torre que estaba medio desmantelada por los tiros de la artillería. La resistencia de los moros fue pertinaz y terrible: desde las ventanas y troneras de la torre arrojaron sobre los cristianos pez y resina hirviendo, piedras, dardos y saetas. Pero todo fue poco contra el valor del Conde y de sus compañeros; los cuales volviendo á poner las escalas, subieron á la torre, y plantaron en ella su bandera. Procedieron entonces á atacarla los que habian sido echados de ella: mináronla por la parte de dentro, y poniendo bajo los cimientos unos puntales de madera, los pegaron fuego y se retiraron: de alli á poco cedieron los puntales, se hundió la torre, y cayó con un rumor tremendo; quedando muchos de los cristianos sepultados en las ruinas, y expuestos los demas á los tiros del enemigo.
Entretanto se habia abierto una brecha en la muralla que cercaba uno de los arrabales; y acudiendo á ella sitiados y sitiadores, los unos para defender la entrada, los otros para forzarla, comenzó una lucha cruel, en que no se ganó paso que no fuese regado con sangre de los unos y de los otros. Al fin hubieron de ceder los moros al esfuerzo de los cristianos, y quedaron éstos dueños de la mayor parte del arrabal.
Estas ventajas aunque cortas, hubieran podido animar las tropas de Fernando; pero las defensas principales de la plaza estaban aun enteras, la guarnicion se componia de soldados veteranos, que habian servido en muchas de las plazas conquistadas por el Rey; y los moros, acostumbrados á los efectos de la artillería, no se confundian ya, ni se amedrentaban con el estruendo de los cañones, sino que reparaban las brechas, y construian nuevas defensas con mucha habilidad. Por otra parte, los cristianos ensoberbecidos con la rapidez de sus conquistas anteriores, se mostraban impacientes por los pocos progresos que hacian en este sitio. Algunos temian una carestía en los mantenimientos, cuya conduccion por tierra era en extremo trabajosa, y por mar estaba sugeta á mil incertidumbres. Muchos se alarmaron por una pestilencia que se manifestó en aquellos contornos; y tanto pudo con ellos el temor, que no pocos abandonaron los reales, y se volvieron á sus casas. Otros, pensando hacer fortuna, y persuadidos que por todas estas causas tendria el Rey que levantar el sitio, desertaron al enemigo, á quien dieron noticias exageradas de los temores y descontentos del ejército, de la desercion diaria de los soldados, y sobre todo de la escasez de pólvora, que aseguraban haria en breve callar la artillería.
Animados los moros con estas amonestaciones, y no dudando que si perseveraban en su defensa obligarian al Rey á retirarse de sus muros, cobraron nuevos brios, hicieron nuevas salidas, y tan vigorosas, que fue preciso estar en todo el real con una continua y penosa vigilancia. Asimismo fortificaron las murallas en los lugares menos fuertes, con zanjas y empalizadas, é hicieron otras demostraciones de un espíritu pertinaz y decidido.
Entretanto el Rey, instruido de las noticias que se habian comunicado á los moros, y de la persuasion en que estaban de que muy pronto se alzaria el sitio, habia escrito á la Reina para que se trasladase al campo, juzgando ser este el medio mas seguro de desmentir tan falsos rumores, y de desvanecer las vanas esperanzas del enemigo. En efecto, pasados algunos dias se presentó doña Isabel en los reales, y no fue poco el entusiasmo de los soldados cuando vieron llegar á su magnánima Reina, dispuesta á partir con ellos los peligros y trabajos de aquella empresa. Venian acompañándola muchos grandes y caballeros de su corte; á un lado iba la Infanta su hija, al otro el gran cardenal de España; despues el prior de Praxo, su confesor, con otros prelados; y últimamente, un séquito numeroso, para manifestar que no era una visita pasagera la que la Reina se proponia hacer.
Con la venida de doña Isabel se suspendieron los horrores de la guerra, cesó el fuego contra la plaza, y se despacharon mensageros á los sitiados para ofrecerles la paz en los mismos términos que se habia concedido á los de Velez-málaga: se les intimó la resolucion de los Soberanos de no levantar el campo hasta apoderarse de la ciudad, y se les amenazó con el cautiverio y la muerte si persistian en la resistencia.
Hamet el Zegrí oyó esta amonestacion con desprecio, y despidió á los mensajeros sin dignarse dar una respuesta. “El Rey cristiano, dijo á los suyos, nos quiere ganar con ofrecimientos, porque desespera de vencernos con las armas: la falta que tiene de pólvora se conoce por el silencio de sus baterías: se le acabaron ya los medios de destruir nuestras defensas; y por poco que permanezca aqui, las próximas lluvias y temporales arrebatarán sus convoyes, dispersarán sus flotas, y llenarán su campo de hambre y mortandad. Entonces, quedando el mar abierto para nosotros, podremos recibir del África socorros y mantenimientos.”
Estas palabras, acompañadas de terribles amenazas contra todo el que tratase de capitulacion, impusieron silencio á los que pensaban de otro modo y suspiraban por la paz. No obstante, algunos de los moradores entraron en correspondencia con el enemigo; pero habiendo sido descubiertos, los bárbaros Gomeles, para quienes una insinuacion de su gefe tenia fuerza de ley, se echaron sobre ellos, y los mataron, confiscando en seguida sus efectos. Intimidóse el pueblo con estos rigores, y los que mas habian murmurado eran ya los que mas diligentes se mostraban en la defensa de la plaza.
Instruido el Rey del menosprecio con que habian sido tratados sus mensageros, se indignó sobremanera; y sabiendo que la suspension del fuego se atribuia á la falta de pólvora, mandó hacer una descarga general de todas las baterías. Esta explosion repentina convenció á Hamet de su error, y acabó