Crónica de la conquista de Granada (2 de 2). Washington Irving

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Crónica de la conquista de Granada (2 de 2) - Washington Irving

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y trabajando mútuamente los soldados hasta encontrarse, se trabó en aquellos subterráneos un combate sangriento y de cuerpo á cuerpo, por desalojar los unos á los otros. Consiguieron al fin los moros lanzar á los cristianos de una de las minas, y cegándola la destruyeron. Animados con este pequeño triunfo, determinaron atacar á un mismo tiempo todas las minas y la escuadra que bloqueaba el puerto. El combate duró seis horas, por mar, por tierra, y debajo de la tierra, en las trincheras, en los fosos, y en las minas. La intrepidez que manifestaron los moros, excede á toda ponderacion; pero al fin fueron batidos en todos los puntos, y tuvieron que encerrarse en la ciudad, sin tener ya recursos propios ni poderlos recibir de fuera.

      Á los padecimientos de Málaga se añadieron ahora los horrores del hambre; el poco pan que habia se reservó exclusivamente para los soldados, y aun éstos no recibian sino cuatro onzas por la mañana y dos por la tarde, como racion diaria. Los habitantes mas acomodados, y todos los que estaban por la paz, deploraban una resistencia tan funesta para sus casas y familias; pero ninguno osaba manifestar su sentimiento, ni menos proponer la capitulacion, por no despertar la cólera de sus fieros defensores. En tal estado, se presentaron á Alí Dordux, que con otros ciudadanos estaba encargado de guardar una de las puertas, y comunicándole sus penas y los trabajos que padecian, le persuadieron á intentar una negociacion con los Soberanos, para la entrega de la ciudad y la conservacion de sus vidas y propiedades. “Hagamos, le dijeron, un concierto con los cristianos antes que sea tarde, y evitemos la destruccion que nos amaga.”

      El compasivo Alí cedió fácilmente á las instancias que se le hicieron; y poniéndose de acuerdo con sus compañeros de armas, escribió una proposicion al Rey de Castilla, ofreciendo dar entrada en la ciudad al ejército cristiano por la puerta que le estaba confiada, con solo que le diese seguro para las vidas y haciendas de los moradores. Este escrito se confió á un fiel emisario, para que lo llevase al real cristiano, y trajese á una hora convenida la respuesta de Fernando. Partió el moro, y llegando felizmente al campo, fue admitido á la presencia de los Soberanos, los cuales, con el deseo de ganar aquella plaza sin mas sacrificios de hombres y dinero, prometieron por escrito conceder las condiciones. Venia ya el moro de vuelta para la ciudad, y se hallaba no muy lejos del parage donde le esperaban Alí Dordux y sus compañeros, cuando le descubrió una patrulla de Gomeles que rondaba aquellos sitios. Teniéndole por espía, lo acechan los Gomeles, y cayendo sobre él de improviso, le prenden á la vista misma de los confederados, que se dieron por perdidos. Conducido por los soldados, llegó el infeliz hasta cerca de la puerta; pero haciendo entonces un esfuerzo, se escapó de sus manos, y huyó con tal ligereza, que parecia llevar alas en los pies. Los Gomeles le persiguieron, pero perdiendo luego toda esperanza de alcanzarle, se detuvieron, y apuntándole uno de ellos con la ballesta, le disparó una vira que se le clavó en mitad de las espaldas: cayó el fugitivo, y ya iban á asirle los soldados, cuando volvió á levantarse, y huyendo con las fuerzas que la desesperacion le daba, pudo llegar al real, donde poco despues murió de su herida, pero con la satisfaccion de haber guardado el secreto y salvado las vidas de Alí y sus compañeros.

      CAPÍTULO IX

De los padecimientos del pueblo de Málaga

      La extrema necesidad que padecian los de Málaga, y el peligro de que cayese esta hermosa ciudad en poder de los cristianos, tenian llenos de temor y sentimiento á los moros de otras partes. El anciano y belicoso Rey Muley Audalla, el Zagal, estaba aun en Guadix, procurando rehacer poco á poco su desbaratado ejército, cuando supo la situacion crítica en que se hallaba aquella plaza. Animado por las exhortaciones de los alfaquís, y dejándose llevar de su aficion á la guerra, determinó socorrer á Málaga, y con la fuerza que tenia disponible envió allá un capitan escogido para que entrase en la ciudad.

      El Rey chico Boabdil, noticioso de este movimiento, y dispuesto siempre á hostilizar á su tio, despachó una fuerza superior de á pié y de á caballo para interceptar los socorros. Trabóse un combate muy reñido; y las tropas del Zagal, derrotadas con mucha pérdida, se retiraron en desórden á Guadix. Ensoberbecido Boabdil con tan triste triunfo, y deseoso de acreditar su lealtad á los Soberanos de Castilla, les envió mensajeros con la noticia de esta victoria, suplicándoles le tuviesen siempre como el mas leal de sus vasallos. Asimismo envió (como regalo para la Reina) preciosas telas de seda, perfumes orientales, un vaso de oro curiosamente labrado, y una cautiva de Reveda; con cuatro caballos árabes suntuosamente enjaezados, una espada y una daga con guarniciones primorosas, muchos albornoces, y otras ropas ricamente bordadas, para el Rey.

      Tal era la fatalidad de Boabdil, que hasta en sus victorias era desgraciado: su reciente expedicion contra el Zagal, y la derrota de unas tropas destinadas al socorro de Málaga, habia entibiado el amor de sus vasallos, haciendo vacilar en su lealtad á muchos de sus partidarios mas adictos. “Muley Audalla, decian, era soberbio y sanguinario, pero tambien era fiel á la pátria, y sabia sostener el decoro de la corona. Este Boabdil sacrifica la religion, la pátria, los amigos, todo, á un simulacro de Soberanía.”

      Instruido Boabdil de estas murmuraciones, y temiendo algun nuevo revés, escribió á los Reyes Católicos solicitando con urgencia le enviasen tropas para ayudar á mantenerle sobre el trono. Esta súplica, tan favorable á las miras políticas de Fernando, fue al punto concedida; y por órden del Rey marchó para Granada un destacamento de mil caballos y dos mil infantes al mando de Gonzalo de Córdoba, despues tan celebrado por sus hazañas.

      No era el Rey chico el único príncipe moro que solicitaba la proteccion de Fernando é Isabel: vióse un dia entrar en el puerto de Málaga una galera pomposamente engalanada, llevando el pabellon de la medialuna, y juntamente una bandera blanca en señal de paz. Enviado por el Rey de Tremecen, venia en esta galera un embajador con regalos para los Soberanos de Castilla, á quienes pasó luego á cumplimentar, presentando al Rey caballos berberiscos con jaezes de oro, mantos moriscos ricamente bordados, y otros objetos de mucho precio; con vestiduras de seda de diversas maneras, aderezos de finísimas piedras, y perfumes exquisitos de la Arabia para la Reina.

      Manifestó el embajador á los Soberanos que el Rey de Tremecen, admirando el gran poder y rápidas conquistas de SS. AA. deseaba le reconociesen como vasallo de la corona de Castilla, y que en este concepto diesen favor y proteccion á los naturales y navíos de Tremecen, de la misma suerte que á los demas moros que se habian sometido á su dominio: pidió asimismo un modelo de las armas de Castilla, para que el Rey, su amo, y sus vasallos pudiesen conocer y respetar su bandera donde quiera que la viesen; y por último les suplicó extendiesen á los habitantes de la infeliz Málaga la misma clemencia que habian dispensado á los de otras plazas conquistadas.

      Esta embajada fue recibida por los Reyes Católicos con el mayor agrado; concedióse el seguro que pedia el Rey de Tremecen para sus buques y vasallos, y se le enviaron las armas reales fundidas en escudos de oro del tamaño de una mano9.

      Los sitiados entretanto veian crecer la hambre de dia en dia, y disminuirse las esperanzas de recibir socorros de fuera: los mas se mantenian de carne de caballos; y diariamente perecian muchos de pura necesidad. Esta penosa situacion se les hacia aun mas sensible al ver cubierto el mar de embarcaciones que entraban de continuo con víveres para los sitiadores. Todo sobraba en el campo cristiano; el ganado que no cesaba de llegar, y el trigo y la harina, que amontonados en medio del real blanqueaban al sol para tormento de los sitiados, los cuales veian á sus hijos perecer de necesidad, al paso que reinaba la abundancia á un tiro de ballesta de sus muros.

      CAPÍTULO X

Atentado que cometió un Santon de los moros

      Vivia por este tiempo en una aldea cerca de Guadix un moro anciano, llamado Abrahan Alguerbí, natural de Guerba, en el reino de Tunez, el cual por muchos años habia hecho vida de ermitaño. La soledad en que vivia, sus ayunos y penitencias, junto con las revelaciones que decia tener por un ángel enviado por Mahoma, le granjearon en breve entre los habitantes del contorno la opinion de santo; y los moros, naturalmente crédulos, y afectos á este género de entusiastas, respetaban como inspiraciones proféticas

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<p>9</p>

Cura de los Palacios, cap. 84. Pulgar, parte III, cap. 86.