La isla del tesoro. Роберт Стивенсон

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La isla del tesoro - Роберт Стивенсон

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con canallas de esa ralea, te prometo, por quien soy, que no vuelves á poner un pie en mi casa, entiéndelo bien. ¿Y que te estaba platicando?

      – La verdad no lo sé, no puse cuidado.

      – ¡Es creíble! y luego dirán Vds. que tienen la cabeza sobre los hombros! ¿no es éste un bendito que nada ve? ¿Con que no lo sabes? ¿con que no pusiste cuidado? tal vez ni supiste con quién estabas hablando, ¿no es verdad? ni qué es lo que decía, eh? Vamos, haz por acordarte, ¿qué es lo que charlaba, ¿viajes? ¿capitanes? ¿buques?.. vamos, ¿qué era?

      – Yo creo que estábamos hablando de estirar la quilla.

      – Con que de estirarla, ¿eh? ¡Grande asunto por cierto! Es muy posible, sí…! ¡Anda, vuélvete á tu lugar, haragán!

      Mientras Morgan se volvía á su asiento, Silver murmuró casi á mi oído, en un tono muy confidencial, que me pareció en extremo halagador para mí:

      – Ese pobre Tom Morgan es todo un hombre honrado; solamente tiene la desdicha de ser estúpido.

      Y luego levantando la voz de nuevo, prosiguió.

      – Con que veamos… ¿Black Dog?.. pues no, no conozco ese nombre, no por cierto. Sin embargo, tengo cierta idea… sí, yo creo haber visto ya antes á ese agua-dulce por aquí. Entiendo que solía venir antes en compañía de un mendigo ciego.

      – Por supuesto, le dije yo con seguridad; puede Vd. creerlo. Yo conocí también á ese ciego. Se llamaba Pew.

      – ¡Es verdad! exclamó Silver, en extremo excitado ya, ¡Pew! ese era su nombre, á no caber duda. ¡Ah! parecía un tiburón completo, de veras que sí! Así, si ahora cogemos á este Black Dog, ya tendremos noticias que enviar á nuestro buen Patrón el Caballero Trelawney. Ben es un buen galgo; creo que pocos marineros tendrán piernas más ligeras que él. ¡Rayos y truenos! yo creo que debería acogotarlo y traérnoslo aquí bien agarrotado. ¿Con que estaba hablando de estirar la quilla, eh? ¡No le daré yo mal tirón de quilla al belitre si me lo traen!

      Todo el tiempo que gastó en disparar esa andanaba de amenazas, no cesó de recorrer el salón de un lado al otro, brincando agitadamente sobre su muleta, golpeando con la mano sobre las mesas y manifestando una excitación tal que hubiera bastado para convencer al juez más ducho y para hacer caer en el garlito al más avisado. Mis sospechas se habían de nuevo despertado con gran fuerza al encontrarme con el Black Dog en la taberna misma de “El Vigía,” por lo cual me propuse tener la mirada atenta sobre el cocinero de La Española y espiar sus menores movimientos. Pero aquel hombre era demasiado vivo, y demasiado zorro, y sobradamente astuto para mí; y así es que pronto me distraje con la vuelta de los dos sabuesos soltados en persecución de Black Dog, los cuales llegaban sin aliento confesando que habían perdido el rastro de su presa en una apretura de gentes y que se habían visto regañados como si fueran ladrones. En aquellos momentos habría yo puesto mi cabeza fiando la inocencia de John Silver.

      – Mira tú no más, ahora, Hawkins, dijo este, aquí tienes, un compromiso para un hombre como yo. ¿Qué va á pensar de mí el Caballero Trelawney? ¡Tener yo, aquí, en mi misma casa, á ese hijo de un demonio, bebiendo mi propio rom! No más, ven y díme si no es diablura; y aquí mismo, á mis propios ojos le dejamos todos que tome las de Villadiego! ¡Rayos y truenos! Yo creo, muchachito, que tú me harás justicia con el Capitán. Tú eres un chicuelo todavía, pero vivo como un zancudo. Yo te lo conocí en cuanto que te puse el ojo encima. La cosa es esta: ¿qué puedo yo hacer con esta vieja muleta que es mi apoyo? Cuando yo comenzaba apenas mi carrera de marinero, ya habría sabido yo traerme á ese agua dulce por delante, mano sobre mano, y doblegarlo en una lucha, cuerpo á cuerpo. Sí, entonces lo habría hecho, pero ahora, ¡rayos y truenos…!

      En aquel punto cesó de hablar repentinamente, se quedó con la quijada inmóvil y suspensa como si se hubiera acordado de algo.

      – ¡La cuenta!, prorrumpió al fin; ¡tres pases de rom! ¡mil carronadas! ¡pues no había yo olvidado ya la cuenta!

      Y dejándose caer en un banco, al decir esto, prorrumpió en una risotada tan sostenida que las lágrimas concluyeron por rodar sobre su rostro. No pude impedirme el imitarle, así fué que reímos juntos, una carcajada tras de otra hasta que la taberna resonó con los ecos de nuestras risotadas.

      – ¡Vamos! ¡pues bonita foca soy yo!, dijo al fin, enjugándose las mejillas; tú y yo haremos buenas migas, Hawkins, pues á permitírmelo el diablo cree tú que yo no sería más que pajecillo de á bordo, como tú. Pero ahora, ¡que le vamos á hacer! ya no es tiempo para pensar patrañas. El deber es lo primero, camarada, así es que voy á ponerme en seguida mi viejo sombrero montado y marchar sin pérdida de tiempo contigo á ver al Caballero Trelawney y á contarle lo que aquí ha pasado. Porque, acuérdate de lo que te digo, Hawkins, esto es serio, tan serio que ni tú ni yo saldremos de ello con lo que pomposamente llamaré crédito. Ni tú tampoco, dije… ¡vaya con el tonto! Los dos estamos ahora tontos de capirote. Pero ¡voto á San Jorge, aquel sí que supo hacerla con mi cuenta!

      Y diciendo esto, comenzó á reir de nuevo con todas sus ganas y con tal fuerza comunicativa que, por más que yo no encontraba ni sentido, ni maldita sea la gracia á lo que acababa de decir, me ví arrastrado de nuevo á acompañarle en su estrepitosa carcajada.

      En nuestra pequeña excursión á lo largo de los muelles se manifestó conmigo el más servicial é interesante compañero, explicándome cerca de cada uno de los principales buques junto á los cuales pasábamos todo lo relativo á su aparejo, capacidad, nación, obras que en ellos se ejecutaban, si el uno estaba á la carga y el otro á la descarga, si el de más allá estaba listo para zarpar y á cada paso entreverando divertidas anécdotas, de navíos y navegantes, ó repitiéndome las frases del tecnicismo de á bordo hasta que yo las aprendía perfectamente. Entonces comencé á creer que aquel hombre era positivamente uno de los mejores marinos posibles.

      Cuando llegamos á la posada el Caballero y el Doctor Livesey estaban sentados juntos concluyendo alegremente de apurar una botella de cerveza con su brindis correspondiente, antes de que se pusieran en marcha para ir á hacer á La Española una visita de inspección.

      John Silver les refirió lo que acababa de suceder, del pe al pa, con una verba llena de animación y conservando la más perfecta verdad en su relato.

      – Eso fué lo que sucedió, ¿no es verdad Hawkins? se interrumpía de vez en cuando, á cuya interpelación, por supuesto, tenía yo que contestar afirmativamente.

      Los dos caballeros deploraron mucho que Black Dog se hubiese escapado, pero todos tuvimos que convenir en que nada podía hacerse, por lo cual, después de haber recibido cordiales cumplimientos, John Silver tomó su muleta de nuevo y se marchó á su taberna.

      – Todo el mundo á bordo, esta tarde á las cuatro, le gritó el Caballero, cuando ya él iba alejándose.

      – ¡Bravo, bravo, bravo! clamó el cocinero con entusiasmo y siguiendo su camino.

      – Oigame Vd., Sr. Trelawney, dijo el Doctor, por regla general yo no tengo una gran fe en los descubrimientos de Vd., mas por lo que hace á este John Silver debo confesarle que me satisface por completo.

      – Un hombre como él es “triunfo” en mano, declaró el Caballero.

      – Y ahora, añadió el Doctor, opino que Jim debe venir con nosotros á bordo, ¿no le parece á Vd.?

      – Estoy de acuerdo, replicó el Sr. Trelawney. Toma tu sombrero, Hawkins, y vamos á ver ese famoso buque.

      CAPÍTULO

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