Buda y el budismo. Andre Senier
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Fue entonces cuando en el camino, delante de ellos, apareció un anciano con el cuerpo muy deteriorado por el paso de los años que, caminando con dificultad, ofrecía a quienes le miraban el espectáculo de su decrepitud. Marcado por todas las ofensas del tiempo, el anciano avanzaba apoyándose en un bastón.
Siddharta, «el que cumple», le preguntó entonces a su sirviente Chandaka, que le acompañaba:
–¿Quién es ese hombre? ¿Qué le ha ocurrido para que ya no pueda sostenerse? ¿Qué fuerza ha podido destruir su vigor y desfigurar su rostro?
– Este hombre es un anciano y lo que ves es lo que reserva la vida a los seres que viven muchos años – le contestó su criado.
– Entonces – dijo Siddharta—, nacer es algo funesto si conduce a los hombres a esta situación.
Después de este decisivo encuentro quiso regresar a su palacio.
Cuando su padre supo qué había sucedido se acordó de los signos anunciadores e hizo doblar la guardia que acompañaba a su hijo, aunque, naturalmente, no podía detener aquello que el destino había establecido.
Al día siguiente, mientras se dirigía de nuevo hacia el pequeño bosque al que no había llegado el día anterior, el príncipe recorrió de nuevo el mismo camino. Sin embargo, le esperaba un nuevo encuentro en el lugar exacto donde se había desarrollado la escena del anciano. Esta vez vio, echado sobre su espalda, a un ser lívido que deliraba a causa de la fiebre y mostraba una respiración agitada que sacudía todo su cuerpo. Chandaka, el criado, respondió a las preguntas de su maestro diciéndole que se trataba de la enfermedad que podía afectar a todos los habitantes de la tierra sin distinción alguna.
Una vez más el príncipe dio media vuelta y volvió a Kapilavastu.
Por tercera vez quiso el príncipe recorrer de nuevo el camino, pero una visión todavía más atroz le esperaba: una persona muerta rodeada de sus parientes envueltos en lágrimas apareció ante su vista. Dirigiéndose a Chandaka, le preguntó de nuevo:
–¿Cuál es ahora la causa de esta nueva desesperación?
– Señor, acabas de descubrir la muerte – le contestó Chandaka—. Ella es la que pone fin a la vida de todos los seres. Nadie puede escapar a su acción.
Siddharta le respondió entonces:
–¿Para qué sirven en la balanza de la felicidad esas maravillas que se llaman juventud, salud y vida? ¡Mira cómo acaban! ¿Quién puede mantener ahora que la existencia no es una pesada carga?
Días después, aquel al que los tiempos llamarían Bienaventurado decidió, a pesar de las advertencias de su padre, salir por cuarta vez.
En esta ocasión no vio a ningún anciano, a ningún enfermo ni tampoco a la muerte, sino a un hombre que, vestido con un hábito teñido de color azafrán y la cabeza rasurada, caminaba llevando en la mano una escudilla. Era un monje. Entonces, el príncipe descubrió enseguida que en este hombre que caminaba libremente, liberado de los tentáculos del deseo, se escondía la verdad. Y su espíritu recibió la iluminación.
Cuando regresó al palacio, se encontró con un grupo de gente que mostraba gran alegría. Un sirviente se acercó hasta él diciendo: «¡Maestro, ha nacido vuestro hijo!». Sin embargo, él, ya transportado por el recuerdo de su último encuentro, balbuceó unas palabras incomprensibles a todos cuantos le rodeaban:
– Es una nueva atadura que acaba de nacer y que es necesario destruir.
Por eso lo llamó Rahula, «atadura».
La huida del palacio
Poco después, cuando entró en la habitación de su esposa, vio que esta dormía manteniendo entre sus brazos el fruto de su amor mutuo. Y se dijo a sí mismo: «¿Cuál es la primera causa del sufrimiento de los hombres y cuál es el medio para evitarla?». Comprendió entonces que era imprescindible incluso separarse de las personas a las que amaba. Salió de la habitación sin despertarlas, se dirigió después a su criado Chandaka y le ordenó: «Prepara rápidamente mi caballo y disponte a seguirme, porque ha llegado para mí la hora de romper las ataduras. Si no es posible evitar la vejez, la enfermedad ni la muerte, que sea al menos posible escapar a las vidas futuras y a los sufrimientos sin par que conducen a cada nuevo renacimiento».
Una vez en las cuadras reales, el fiel Chandaka preparó el magnífico corcel Kanthaka. Después, el príncipe subió a su sirviente a la grupa y espoleó a su caballo, que comenzó a cabalgar en medio de la noche. Apenas había franqueado la muralla del palacio, oyeron una voz que decía:
–¿Adónde vas, Siddharta? Regresa enseguida al sitio del que vienes porque no ha de pasar un mes antes de que te conviertas en Sakravarti, el rey más poderoso de la tierra.
–¿Quién eres tú cuya voz me habla en medio de la noche?
– Soy Mara y conozco tu grandeza y tu destino.
Entonces, el Perfecto le respondió:
– Sé que puedo ser el rey del mundo, pero ¿y tú? ¿no eres el malvado? ¿el tentador? ¿el que arrastra a los hombres a la prisión del insaciable deseo y los encadena a la rueda del futuro? ¡Retírate, porque, de ahora en adelante, nada hará cambiar mi decisión!
Los fugitivos cabalgaron durante mucho tiempo, hasta que el día comenzaba a clarear y se encontraron junto a un río que fluía ante ellos:
–¿Qué río es? – preguntó el príncipe.
– Se llama Anauma, que quiere decir «sublime».
– Pues bien, dijo Siddharta, así me llamarán todos desde este momento.
Entregó entonces a Chandaka las joyas que llevaba encima y le encargó que volviera a Kapilavastu para informar a su padre de todo lo que había visto.
Le dio también su caballo y continuó en solitario el camino, que desde ese día ya no abandonaría nunca. En la otra orilla del río Anauma encontró a un mercader pobremente vestido con el que intercambió su rica vestimenta. Sin embargo, antes de darle la espada se sujetó la cabellera para cortarla y se dice que, arrojándola por los aires, pronunció estas palabras:
–¡Si estoy destinado a hallar el nirvana en esta vida, que estos cabellos se mantengan suspendidos en el vacío; de lo contrario, que caigan a mis pies!
Y su cabellera se mantuvo suspendida en el aire.
– Aquel cuyos sentidos están relajados igual que los caballos domados por su jinete, aquel que se ha despojado de cualquier idea propia, que está libre de cualquier deshonra, al que hasta los mismos dioses le tienen envidia.
– Vivimos en perfecta alegría, sin odio en un mundo de odio. Permanecemos entre hombres dominados por la enemistad sin sentir sus efectos.
– Vivimos en perfecta alegría, sanos entre los enfermos. Entre estos nos conservamos sanos.
– Vivimos en perfecta alegría, serenos entre los nerviosos. Entre los hombres que se alteran permanecemos sin sobresaltos.
– Vivimos en perfecta alegría, nosotros que no poseemos nada. La alegría es nuestro alimento,