Buda y el budismo. Andre Senier
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La soledad y la austeridad
A partir de este momento se adentró en la soledad del bosque Uruvela para meditar sobre el origen del mundo y vivió seis años en una cueva sin que nada interrumpiera su meditación. Un día, cuando todavía había transcurrido poco tiempo, cinco ascetas que pasaban por allí descubrieron su retiro y decidieron acompañarlo. Juntos se entregaron a la más absoluta austeridad, exponiéndose a los rigores del clima, huyendo del sueño y casi sin ingerir bocado. Cuando ya habían pasado seis años, Sakyamuni, «el que hace girar la rueda de los mundos», cuya reputación se había extendido como el sonido de una campana suspendida bajo la bóveda del cielo, se dijo a sí mismo: «El ayuno no podría conducirme por el camino que busco. Mis fuerzas se pierden en una lucha estéril, es inútil obligar a la naturaleza a luchar contra sí misma. La vía de la salvación va por otro camino».
Y entró, tras pronunciar estas palabras, en las aguas del río Naranjana a fin de purificarse. Cuando salió de nuevo, una enorme fatiga se apoderó de él y tuvo que echarse junto a la orilla. Fue entonces cuando pasó Sujata, la hija de un pastor. Cuando ella vio a este monje que yacía en el suelo, se acercó hasta él y le ofreció leche y arroz. Siddharta se lo agradeció.
Entonces su mente empezó a ver con más claridad y, desde ese momento, comió de forma suficiente y recuperó su vigor y su salud. Depositó entonces en el agua que fluía vertiginosa la escudilla en la que acababa de comer y dijo: «Si mi hora ha llegado, que esta escudilla flote y remonte la corriente». Entonces la escudilla fue arrastrada hasta el centro del río y lentamente remontó la corriente. Sus compañeros, al verlo comer y renunciar al ascetismo, se apartaron de él diciendo: «Siddharta nos deja para buscar una vida más cómoda, no podemos permanecer junto a él». Y se adentraron en el bosque sin comprender que, si el objetivo es alcanzar la verdad, será más fácil que lo logre una mente bien alimentada en un cuerpo sano.
El Árbol de bodhi
Sakyamuni se alejó en soledad y dirigió sus pasos hacia Bodhimanda, el lugar de la iluminación. Por el camino encontró a un hombre cargado con una gavilla de hierba que acababa de segar allí cerca. Le pidió un poco de hierba para sí y, después, cuando estaba ante el Árbol de la Ciencia, la extendió por el suelo y se sentó sobre ella. Entonces pronunció estas palabras: «No me levantaré hasta que no haya alcanzado la suprema sabiduría. Después envolveré el mundo con el velo del conocimiento y de la ley liberadora. Haré caer la lluvia de la ley que permite obtener el nirvana final. Cortaré las ataduras del deseo y de las pasiones». Siete días permaneció sumergido en su meditación, reflexionando sobre el encadenamiento de las causas y las consecuencias de las que deriva el dolor de la existencia: de la codicia procede el apego a la existencia, de este apego procede el futuro, del futuro procede el nacimiento, del nacimiento procede la pena, la tristeza, la desesperanza, la vejez y la muerte. Pero si se suprime la principal causa, si la ignorancia es destruida, todo el edificio se derrumba y el sufrimiento desaparece.
Cuando acabó de formular este razonamiento, vio venir hacia él a Mara, el maligno, el maestro de los cinco deseos, que decía: «Un hombre que busca la salvación ha nacido en la familia de los sakyas; si la obtiene dará la inteligencia a miles de seres y dejará desierta mi morada. ¡Vayamos y acabemos con él!».
Una vez reunidos sus innumerables soldados, avanzó y vio que todos estaban dispuestos y con las armas preparadas. Sin embargo, a medida que las flechas caían sobre el Perfecto se transformaban en pétalos de flores. Al ver que su ataque resultaba inútil, Mara hizo que se desencadenara una terrible tempestad que oscureció el cielo e hizo caer la lluvia a mares sobre la tierra. Sin embargo, Siddharta se mantenía sereno ante todos estos actos.
Mara hizo entonces venir a sus hijas, Concupiscencia, Inquietud y Voluptuosidad, para que buscaran una debilidad por la que apoderarse de la mente del Santo. Sin embargo, el Iluminado marchitó su belleza, irresistible para todos los demás, con una simple mirada. Retomando sus vanas ilusiones, el enemigo le presentó, en un último esfuerzo, la enorme tarea que le esperaba si quería salvar a todos los hombres: «Si ya conoces la causa de la infelicidad humana, ¿por qué no entras inmediatamente en el nirvana?». En respuesta, Buda tocó con sus dedos el emplazamiento sobre el que había meditado y que su adversario quería quitarle. Después, poniendo en la balanza la paz eterna y la compasión que sentía hacia los hombres, optó por elegir la segunda.
El Bodhisattva examinó retrospectivamente, siete veces durante siete días, su conducta y alejó de sí cualquier otro pensamiento. Volvió a ver todas sus vidas anteriores, escrutó el misterio de la primera causa y vio que sólo la ignorancia encerraba a los seres en el error y la pena. Supo entonces que había adquirido la ciencia perfecta.
Cuando, mientras continuaba su vigilia, llegó el monzón, vio venir hacia él a la serpiente Mucalinda, que había salido de su reino invisible, y lo envolvió siete veces en sus pliegues, formando con su cabeza un capuchón para protegerlo de las aguas del diluvio.
Cuando finalizaron los cuarenta y nueve días de meditación del Bienaventurado y ya hubo contemplado las verdades esenciales, se levantó y dijo: «Que las puertas de la eternidad se abran para todos. Ahora puedo comenzar mi predicación». Después entonó su canto de la victoria:
«Buscando al constructor de la casa
he recorrido mi trayecto en el torbellino de los
nacimientos sin número,
que nunca escapan a las trabas de la muerte.
El mal se repite de nacimiento en nacimiento.
Señor de la casa: ¡te veo!
Nunca me construirás una casa.
Todo tu armazón está ahora destruido,
el caballete del tejado está hecho astillas.
Se deshizo la estructura:
mi mente ha conseguido aniquilar los deseos».
Ignorado por mi pueblo, yo, el hijo del rey, fui injustamente expulsado de mi reino. Mis últimos tesoros, mi carroza y mis caballos, los di a las gentes que me los pedían y continué mi ruta a pie con mi mujer y mis dos hijos.
Cuando los niños vieron en el bosque árboles con frutos se pusieron a llorar porque deseaban alcanzarlos. Al verlos llorar, los árboles se descolgaron de sí mismos y se agacharon para ofrecérselos.
Cuando llegamos a la montaña Vanka, vivimos en medio del bosque, en una cabaña de ramas, igual que los anacoretas. Yo, la princesa Maddi y los niños nos acostumbramos a ese entorno mitigando cada uno el dolor de los demás. Yo permanecía en nuestra habitación vigilando a los niños mientras Maddi recogía frutos para alimentarnos. Un día se presentó un mendigo que me pidió a mis dos hijos. Sonreí, los cogí y se los di. Entonces la tierra tembló y el dios Sakka descendió del cielo disfrazado de brahmán. Me pidió a Maddi, la princesa, la virtuosa, la fiel. Entonces la tomé, le llené las manos con agua y con el corazón alegre le di mi adiós. Cuando hube entregado a Maddi, las divinidades del cielo se reunieron y la tierra tembló de nuevo. Di a Jali, mi hijo, a Kanhajina, mi hija, y a Maddi, la esposa fiel, la princesa, y no teniendo nada que atender pude obtener la dignidad de Buda.
El sermón de benarés
Cuando abandonó el Bodhimanda, el lugar de la Iluminación, Buda Gautama se dirigió a Benarés para hablar de las verdades que había alcanzado. A medida que se acercaba a la ciudad pudo reconocer a los cinco ascetas que se habían