Voces De Luz. Aldivan Teixeira Torres
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— Adiós.
Después de la conversación, el hijo de Dios dejó la propiedad y fue en dirección a la calle que le indicó Pamela. En cinco minutos alcanzó su destino, una cabaña baja hecho de paja y lodo, lleno de grietas a lo largo de sus cuatro metros de ancho por dos de alto. En unos pocos pasos llegó a la puerta y su corazón comenzó a acelerarse. ¿Qué le esperaba? ¿Su intuición estaría acertada o sería una nueva frustración? ¿Estarían en casa? Todas esas preguntas, junto a muchas otras, le vinieron rápidamente a su mente y solo serían resueltas una vez que acumulara coraje y tocara la puerta. Y eso es exactamente lo que nuestro solemne personaje hizo con firmeza. Tocó una, dos, tres veces. En su último intento escuchó a alguien arrastrando sus cholas. Alguien se acercaba.
Un momento después, la puerta se abrió y desde adentro emerge un hombre blanco y viejo, de unos sesenta años, estatura media, cuerpo muscular, pero normal, cabello blanco sin ser teñido, facciones bellas, pero arrugadas por el tiempo; usaba pantalones cortos y anchos, sandalias playeras y una camisa de malla. Cuando vio al hijo de Dios, puso una cara misteriosa y le preguntó:
— ¿Quién eres? ¿Qué estás buscando?
Mi nombre es Aldivan Texeira Tôrres y estoy buscando por un hombre joven llamado Emanuel. ¿Él vive acá?
— ¿Aldivan? Oh si, Emanuel es mi hijo y te mencionó en una conversación. Discúlpeme por lo anterior, pase. La casa es simple, pero siempre está abierta para los amigos de mis hijos.
— Gracias.
Aldivan entró a la cabaña acompañado por el anfitrión. Dentro, la cabaña poseía un corredor donde estaba distribuida una estantería con TV, radio y algunas imágenes de santos en el principio del mismo, en el lado derecho; un sillón viejo de cinco asientos se ubicaba en el lado izquierdo; en el centro había una mesa simpe con tres bancos. En la derecha, al final, se encontraban dos camas con colchones de grama y en el lado izquierdo se encontraba una cocina a carbón con varias olas.
El anfitrión le ofreció un banco que fue aceptado con gusto. Como seguía lleno de dudas, Aldiván comenzó la conversación de nuevo.
— ¿Cuál es su nombre señor?
— Soy Messias Escapuleto. Mi familia tiene raíces en Italia.
— Oh! Que bien. ¿Y Emanuel? ¿Dónde está?
— Está trabajando, pero no tardará mucho en llegar. Mire, puede disculparme un momento, tengo una olla en el fuego y tengo que ir a verla o si no la comida se quemará.
— Por supuesto, vaya.
Messias se fue por un momento, tiempo suficiente para que el hijo de Dios le dé un mejor vistazo al lugar. ¿Esta todavía es la realidad de muchos brasileros viviendo en extrema pobreza? Su admiración por esas personas aumentó considerablemente en ese momento. El hecho de ser pobre no significaba que no realizaban un esfuerzo para poseer un mejor estilo de vida.
Un momento después regresó Messias de lo que consideraba era el área de cocina para atender a las visitas luego de preparar el almuerzo. Se sentó en un banco a su lado y gentilmente resumió la conversación.
— Se me acaba de olvidar, ¿De dónde eres?
— Soy nativo de Arcoverde/PE y ¿usted?
— Como ya le dije, mi familia es de Italia, de la región de Sicilia. Después de una recesión en mi país mis abuelos migraron acá en búsqueda de una mejor calidad de vida. Inicialmente vivieron en el sudeste, en el interior del estado de São Paulo. Les fue muy bien con el cultivo de café, pero luego de unos desacuerdos serios tuvieron que huir hacia el noreste. Yo heredé esta cabaña de ellos.
— ¡Rayos! ¡Qué historia! Debe estar orgulloso.
— Si lo estoy, para ser honesto, estoy orgulloso de ser honesto, amable y dedicado. El resto no importa.
— Estoy de acuerdo. Somos parecidos.
Los ojos de Messias brillaban porque estaba pasando algo extraño: existía una química entre los dos, aunque ellos no se conocían. Antes de que pudieran volver a hablar, alguien tocó la puerta, él se disculpa y la abre. Cuando se abre la puerta él se encuentra con su hijo y ambos entran a la cabaña.
Al darse cuenta de la presencia de Aldivan, Emanuel fue inmediatamente a saludarlo con un gran abrazo. El Vidente regresó el abrazo y Messias interviene:
— Almorcemos, la comida se está enfriando.
Aldivan y Emanuel están de acuerdo con la idea. Ellos tenían mucha hambre y no podían esperar para comer. Todos se sientan en los banquitos alrededor de la mesa mientras Messias iba a buscar la comida de la cocina.
Después de unos segundos regresó y comenzó a servirles. El menú consistía de frijoles con harina, arroz y huevos fritos, nadie estaba decepcionado. Al final él se sirvió y se sentó en la mesa, así los tres hombres comenzaron a comer. La atmósfera propiciaba una conversación y eso es lo que pasó un momento después.
— ¿Qué piensas de nuestra querida aldea? (Emanuel)
— Me gusta mucho. Me gusta el aire fresco del campo y la tranquilidad. (El hijo de Dios)
— Que bien. Te pedí que vinieras para acá debido a nuestra propuesta: escribir una serie nueva y emocionante. (Emanuel)
— Si. ¿cuál es tu idea? (El hijo de Dios)
— Tu presencia es importante. Quiero que me ayudes a convencer a mi padre de que debe probarse a sí mismo. (Emanuel)
— ¿Cómo es eso? ¿Qué oculta Sr. Messias? (El hijo de Dios se interesó)
— Esa es la Inocencia de Emanuel, No le haga caso. (Intentó desviar la atención)
— ¿Inocencia? ¿Y qué son esas luces que destellan en tu cuerpo por la noche? ¿Y el hecho de que nunca he conocido a mi madre o incluso que tu no avances de edad?
— ¿Cómo ese so? (preguntó el Vidente sorprendido)
— Eso es lo que dije. Desde que era un niño no he visto que cambie ni un poco. Puedes hablar papá, él es el hijo de Dios, es digno de confianza. (Dijo Emanuel)
Messias se sonrojó. En su larga vida nadie nunca lo había colocado entre la espada y la pared de esa forma. ¿Sería que su tiempo había llegado? Antes de que pudiera pensar en una respuesta, investigó el aura del visitante con su poder secreto especial y se sorprendió con lo que encontró. Ahí, frente a él, se encontraba el ser más puro del universo, sin ninguna mancha aparente. ¿Sería posible que fuese el maestro de luz que prometió Yahweh? Sólo había una forma de averiguarlo: Ponerlo a prueba para verificar la autenticidad de su carácter.
— Está bien, ganaron. Sí, soy diferente y creo que tengo una misión contigo. Pero quiero probar que, efectivamente, eres el hijo de Dios. (Lo retó)
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