El Balcón. Andrea Dilorenzo

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El Balcón - Andrea  Dilorenzo

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el propósito».

      

      

      

      

      A la mañana siguiente, fui a su casa a desayunar. Vivía justo al lado del Parque el Majuelo, en una casa de dos plantas, a medio camino entre los columpios y el castillo; en la entrada, había colgados, en ambas paredes, un gran número de cuadros, y sobre las escaleras de caracol, que conducían a la planta superior, habían pintado las teclas del piano y otros dibujos de claves y notas musicales. Se notaba enseguida que era la casa de un artista. En las esquinas del salón había esculturas de mármol – medios bustos, para ser exactos –, y uno de estos se parecía a Sócrates, por su espantoso rostro. En el centro había un amplio sofá blanco y una mesita de madera tallada, colocada de frente a una gran ventana que daba a la calle, desde la que se veía el castillo medieval erguirse por encima de la ciudad. La cocina, al contrario que el resto de la casa, era muy simple, y además de la puerta principal había otra que daba a un extraordinario jardín; al centro de este se perfilaba un estrecho sendero adoquinado y a sus lados algún que otro árbol cítrico, enormes plantas crasas y dos grandes higueras colocadas al final del césped; una mesa construida en madera de haya estaba colocada bajo aquellos dos inmensos árboles, y ahí nos sentamos a beber un té, charlando.

      Querido Lector, en realidad, me parecía conocer a esta chica de toda una vida. Lo sé, lo sé… puede parecer una de esas frases que se dicen cuando se está colado por alguien, pero el hecho es que ya había tenido una sensación extraña cuando escuché su voz por primera vez.

      Era agradable hablar con ella. Normalmente las chicas me aburrían un poco, nunca daba discursos profundos; me quedaba siempre en discursos vagos y superficiales, quizás por miedo a decepcionarme por falta de argumentos.

      Aquel día Sarah no parecía triste en absoluto; al contrario, estaba simpática, sonriente, y me mostró toda la casa, las pinturas y las esculturas del padre, todas preciosas en mi opinión.

      «Sabes, estaba pensado que, si no tienes otros compromisos, podrías venir conmigo a Tarifa» le propuse, mirándola a los ojos.

      Y cuando pronuncié estas palabras, parecía casi como si le estuviese suplicando. Para ser conciso, intenté mantener un tono sosegado y casi indiferente, pero no conseguí esconder la expresión de aquel que no habría soportado un rechazo. O, quién sabe, tal vez es justo lo que estaba intentando transmitirle, para que entendiese que me importaba de verdad.

      «Gracias, eres muy amable» respondió Sarah, «pero necesito estar sola, al menos un rato. De todas formas, conociéndome, puede ser que lo piense mejor y te alcance» me aseguró, y me sacó la lengua.

      «¡Ojalá, sería fantástico!» exclamé, sin poder contener la alegría.

      Rebosaba de alegría. En pocos segundos me imaginé tantas cosas…

      «Ahora te dejo la dirección» le dije, y, apresuradamente, cogí una nota del bolsillo del pantalón. «Es esta. Cuando llegues a la Playa de Los Lances, pregunta por Ibi. Lo conocen todos, es un amigo mío; yo estaré en su casa durante cuatro o cinco días y, en caso de que vinieras tú también, le diré a Ibi que te prepare otra habitación. Hoy mismo le llamaré para avisarle, así no tendrás que preocuparte de buscar un hotel, ¿vale?»

      «De acuerdo, espera un momento» respondió ella, y fue a coger un bolígrafo y un folio. «Este es mi número de móvil y este es mi correo, así estaremos en contacto, en cualquier caso. Espero volver a verte, de verdad, pero ahora me tengo que ir, tengo cosas urgentes que hacer».

      Me apretó con dulzura el rostro entre sus manos y me besó en la mejilla. Luego me abrazó con fuerza y yo hice lo mismo. En aquel instante sentí su perfume de campos elíseos rociándome como un bálsamo en una remota y olvidada parte de mi ser más profundo.

      

      VI

      

      

      

      

      

      

      

      

      

      

      

      

      

      

      La última vez que vi a mi amigo Ibi fue en Almuñécar, cuando hice un curso de lutería en el taller de guitarras de Antonio. Era de origen turco, a pesar de que, cuando era todavía un niño, se mudó a Londres con su familia para trabajar como carpintero en el taller de su padre; luego empezó a ganarse la vida como boxeador, aunque sin mucho éxito. Cuando lo conocí me hablaba a menudo de sus muchos viajes alrededor del mundo, especialmente de uno que hizo en Tailandia, donde fue para aprender el Muay Thai, el boxeo tailandés; y fue precisamente en la isla de Phuket donde se enamoró de una joven surfista australiana. Juntos se fueron a vivir durante un tiempo a Brisbane, en Australia. Aprendió a surfear y, más adelante, se mudó a España, a Tarifa, para estar cerca de la familia, que por aquella época tenía algunos problemas.

      Hacía unos meses que había comprado un bungaló y una pequeña tienda de tablas de surf. Vivía como un sultán, entre bellas mujeres y las olas andaluzas que besaban aquel tramo de paraíso enfrente de su casa.

      

      

      

      

      Llegué a la Playa de los Lances ya de noche y sus amigos surfistas habían preparado una fiesta para celebrar mi llegada. Me alegré mucho, me sentí realmente halagado y querido por toda aquella gente que no conocía y me saludaba diciendo “¡por ti, hermano!”, y otras cosas por el estilo. Aunque, en los días siguientes, me di cuenta de que por aquella zona, toda excusa era buena para beber y fumar algún porro; hoy por mí, mañana por la estrella de mar que habían encontrado en la playa, el día siguiente por el tipo amigo suyo que se había tirado a tres chicas en una noche, etc. De verdad, cualquier cosa, por insignificante que fuese. Pero la excusa que más gracia me hizo fue cuando una noche, Françoise, un amigo francés, dijo:

      «Qué coño, llevo aquí dos años, soy el único negro ¿y ni siquiera nos hemos tomado todavía una copa en mi honor? ¡Que hijos de puta, iros a la mierda!»

      Los surfistas que frecuentaban esa playa hablaban como los actores americanos, parecían todos un poco locos; pero eran simpáticos, buena gente, me habían acogido en seguida como a un hermano.

      «André, esa te está mirando desde que has puesto el pie en la playa» me dijo Ibi, sacudiéndome el brazo.

      «Sí, lo he notado, pero no paro de pensar en una tía que he conocido hace unos días, en Almuñécar».

      «¿Es guapa?» me preguntó Ibi, como si mi confesión le hubiese suscitado no sé qué interés.

      «Me encanta, amigo… estoy seguro de que vendrá a

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