El Balcón. Andrea Dilorenzo

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El Balcón - Andrea  Dilorenzo

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de dinámica imprevisible, nuestros gemidos se alteraban y se entrelazaban, se comunicaban como dos instrumentos en perfecta sintonía.

      Después de que nuestras pasiones se adormilasen, permanecimos unos instantes sin hablar, envueltos en un paño que habían dejado los chicos que habían estado ahí antes que nosotros. Hacía frío, pero esa hora de pasión intensa nos había calentado.

      «¿En qué piensas?» me preguntó Rocío.

      «En nada» le respondí, y el tono con el que lo hice resultó más brusco de lo que me habría gustado.

      «Venga, dímelo. ¿En qué piensas? ¿Hay algún problema?»

      «No, para nada. Estaba saboreando... ¿“la plenitud de la vida”? No sabría cómo llamarlo» contesté, distraído.

      «Plenitud de la vida... » murmuró ella. «O sea, un momento de felicidad, ¿o qué?» preguntó Rocío, algo perpleja.

      «Umm... no exactamente. Sabes, es esa sensación que experimentas cuando dejas que las cosas, simplemente, sucedan, y te parece estar justo en el lugar donde deberías estar, en ese preciso instante, justo en ese momento. Ni más, ni menos» le respondí, casi entre dientes.

      «No pensaba gustarte tanto» dijo ella, con una expresión de satisfacción, y me besó en la mejilla.

      Como imaginaba, me había malinterpretado. Ella no era la causa de mi euforia, si bien solo en una pequeña parte.

      

      

      

      

      Ya habían pasado dos días. Aquella mañana me desperté tarde debido a la borrachera. Desayuné en la terraza de madera que daba al mar. La casa de Ibi era muy austera, pero, en general, era bonita, acogedora. Estaba amueblada de manera simple; en las paredes había colgados posters de surfistas que cabalgaban olas tan altas como edificios y, en algunas esquinas de la casa, viejas tablas de surf rotas, expuestas como viejas cicatrices o trofeos de guerra. Sobre una mesa había algunas fotografías de cuando vivía en Turquía con su familia y otras de viajes a Tailandia y Australia, así como adornos de madera tallada bruscamente.

      El bungaló se erigía en medio de una larga extensión de arena finísima y blanca cual marfil pulido, que se perdía de vista hasta el horizonte, interrumpida solo por rocas u otras formaciones naturales; no había grandes construcciones de cemento o edificios que pudieran oscurecer o embrutecer de alguna manera el paisaje circunstante – como en algunas zonas del mediterráneo -, y el mar era límpido como una piscina. Siempre había soñado con vivir en una casa así, era como vivir en una de esas películas americanas con los hippies. Era el edén andaluz, la meca de los surfistas. «Me encanta estar aquí, hermano» le había dicho a Ibi cuando llegué aquella noche; y él me contestó: «Ya verás, en unos días te gustará aún más, hermano».

      Y tenía razón, se estaba realmente bien.

      Por la tarde me quedaba sentado en la orilla del mar mirando los chicos que hacían peripecias con el kitesurf.

      «¡André, André!» gritaba Alex, un chico alemán que compartía la casa con Ibi. «¡Hay visita!»

      Me llamaba desde la terraza.

      En casa, Sarah hablaba con Ibi; parecía estar a gusto y se reía a carcajadas. Sentí un poco de celos, pues Ibi hacía bromas una detrás de la otra y me dio la impresión de que estaba intentando ligar. Luego me acerqué a ellos. Noté en seguida que ella se había cambiado el color del cabello, que ahora era negro como el ébano; le favorecía ese tono oscuro, me gustaba todavía más. En los días anteriores no había hecho otra cosa que pensar en ella; precisamente yo, que nunca quise creer en el destino y que siempre lo había etiquetado como una de los inventos más feos del ser humano, esta vez había interpretado aquel encuentro como una señal del destino.

      De todas formas, independientemente del motivo de mi encuentro con Sarah, sentía ya que le amaba, y habrá sido quizás por esa razón por lo que me calentaba los sesos desde que la conocí.

      Salimos fuera para hablar y estar un poco a solas. Estaba más que contento de verla y también ella lo estaba. Nos sentamos casi a orillas del mar, con el viento que golpeaba con dulzura nuestros rostros, y los pies en la arena fresca. Las olas sacudían la playa, incesantemente; caían en frente de nosotros, como postrándose en una lacónica reverencia y luego, como súbditos entregados, bajaban al mar, desapareciendo bajo la espuma blanquecina.

      «Te queda bien ese color» observé, mientras le acariciaba el cabello.

      «Me alegro» dijo ella, enrojeciéndose un poco. «Es mi color natural».

      Nunca había visto unos ojos tan profundos y sinceros como los suyos, me moría de ganas de besarla. Era como si los labios de mi alma se proyectasen hacia los suyos, mientras yo, con mi cuerpo material, permanecía inmóvil y hablaba casi por inercia, empujado por el deseo de darle una buena impresión. Lo sé, esto puede parecer hipócrita, y quizás lo sea; pero, a veces, el miedo de perder a una persona a causa de algo que quisieras decir o hacer, te hace actuar de ese modo: quisieras hacer una cosa y haces otra, a menudo completamente opuesta a la primera. Sobre todo cuando se trata de la relación entre un hombre y una mujer. Debe haber sido así también hace tres mil años.

      «Toma, es para ti» me dijo Sarah, tendiéndome un paquete; envuelto en papel pintado a mano y una sutil cinta blanca y azul. «Quería habértelo dado hace unos días, en mi casa… pero, por desgracia, tenía otras cosas en la cabeza y se me olvidó. Pero ahora ábrelo».

      Sonrió, más aún con los ojos, que brillaban como el resplandor de las estrellas en una noche calma y límpida.

      «Vale, vale. Lo abro en seguida» le tranquilicé, intentando quitar el envoltorio sin estropearlo; y me fue difícil, pues el papel era muy delicado y estaba tardando una vida en abrirlo. «No te creas que no tengo ganas de ver de lo que se trata, ¡estoy más impaciente que un niño a media noche el 24 de diciembre!»

      Finalmente conseguí desenvolver el paquete y lo abrí.

      El pequeño colgante de ébano estaba pegado a un sutil collar, también negro, hecho de una maraña de hilos sutilísimos, casi minúsculos, enrollados con cuidado hasta formar una especie de cuerda muy compacta, parecida a un collar, precisamente. En el interior de este colgante, de forma plana y circular, había grabados tres círculos equidistantes entre ellos, y en cada uno de ellos estaban grabadas, con mucha precisión, lo que parecían ser pequeñas letras árabes o sánscritas, como formando otros dos círculos.

      «Es muy bonito, de verdad. Lo llevaré siempre conmigo. Tiene que ser muy antiguo, ¿verdad?» observé, examinando todavía aquel enigmático colgante.

      «Sí, lo es. Era de mi padre que, a su vez, lo obtuvo de un viejo maestro sufi que vivía en Damasco, hace muchos años. Después mi padre me lo dio a mí, y yo, ahora, te lo regalo a ti» me explicó ella, y en su rostro apareció una sonrisa tan luminosa que parecía provenir de un destello espontáneo de su corazón, más que de la curva prominente de sus labios.

      «No sé qué decir. Gracias, no tengo palabras».

      La besé en la mejilla y le acaricié delicadamente la cara.

      «Ven, yo también tengo algo para ti» le dije y, cogiéndola de la mano, la conduje a la habitación donde me alojaba.

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