Los cuatro jinetes del apocalipsis. Blasco Ibáñez Vicente
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En honor de los sudamericanos que, cansados de pasear por la cubierta, entraban á oir lo que decían los gringos, los cuentistas vertían al español las gracias y los relatos licenciosos despertados en su memoria por la cerveza abundante. Julio admiraba la risa fácil de que estaban dotados todos estos hombres. Mientras los extranjeros permanecían impasibles, ellos reían con sonoras carcajadas, echándose atrás en sus asientos. Y cuando el auditorio alemán permanecía frío, el cuentista apelaba á un recurso infalible para remediar su falta de éxito.
–A kaiser le contaron este cuento, y cuando kaiser lo oyó, kaiser rió mucho.
No necesitaba decir más. Todos reían, «¡ja, ja, ja!» con una carcajada espontánea, pero breve; una risa en tres golpes, pues el prolongarla podía interpretarse como una falta de respeto á la majestad.
Cerca de Europa, una oleada de noticias salió al encuentro del buque. Los empleados del telégrafo sin hilo trabajaban incesantemente. Una noche, al entrar Desnoyers en el fumadero, vió á los notables germánicos manoteando y con los rostros animados. No bebían cerveza: habían hecho destapar botellas de champañ alemán, y la Frau consejera, impresionada sin duda por los acontecimientos, se abstenía de bajar á su camarote. El capitán Erckmann, al ver al joven argentino, le ofreció una copa.
–Es la guerra—dijo con entusiasmo—, la guerra que llega… ¡Ya era hora!
Desnoyers hizo un gesto de asombro. ¡La guerra!… ¿Qué guerra es esa?… Había leído, como todos, en la tablilla de anuncios del antecomedor un radiograma dando cuenta de que el gobierno austriaco acababa de enviar un ultimátum á Servia, sin que esto le produjese la menor emoción. Menospreciaba las cuestiones de los Balkanes. Eran querellas de pueblos piojosos, que acaparaban la atención del mundo, distrayéndolo de empresas más serias. ¿Cómo podía interesar este suceso al belicoso consejero? Las dos naciones acabarían por entenderse. La diplomacia sirve algunas veces para algo.
–No—insistió ferozmente el alemán—; es la guerra, la bendita guerra. Rusia sostendrá á Servia, y nosotros apoyaremos á nuestra aliada… ¿Qué hará Francia? ¿Usted sabe lo que hará Francia?…
Julio levantó los hombros con mal humor, como pidiendo que le dejase en paz.
–Es la guerra—continuó el consejero—, la guerra preventiva que necesitamos. Rusia crece demasiado aprisa y se prepara contra nosotros. Cuatro años más de paz, y habrá terminado sus ferrocarriles estratégicos y su fuerza militar, unida á la de sus aliados, valdrá tanto como la nuestra. Mejor es darle ahora un buen golpe. Hay que aprovechar la ocasión… ¡La guerra! ¡La guerra preventiva!
Todo su clan le escuchaba en silencio. Algunos no parecían sentir el contagio de su entusiasmo. ¡La guerra!… Con la imaginación veían los negocios paralizados, los corresponsales en quiebra, los Bancos cortando los créditos… una catástrofe más pavorosa para ellos que las matanzas de las batallas. Pero aprobaban con gruñidos y movimientos de cabeza las feroces declamaciones de Erckmann. Era un Herr Rath, y además un oficial. Debía estar en el secreto de los destinos de su patria, y esto bastaba para que bebiesen en silencio por el éxito de la guerra.
El joven creyó que el consejero y sus admiradores estaban borrachos. «Fíjese, capitán—dijo con tono conciliador—, eso que usted dice tal vez carece de lógica.» ¿Cómo podía convenir una guerra á la industriosa Alemania? Por momentos iba ensanchando su acción: cada mes conquistaba un mercado nuevo; todos los años su balance comercial aparecía aumentado en proporciones inauditas. Sesenta años antes tenía que tripular sus escasos buques con los cocheros de Berlín castigados por la policía. Ahora sus flotas comerciales y de guerra surcaban todos los océanos, y no había puerto donde la mercancía germánica no ocupase la parte más considerable de los muelles. Sólo necesitaba seguir viviendo de este modo, mantenerse alejada de las aventuras guerreras. Veinte años más de paz, y los alemanes serían los dueños de los mercados del mundo, venciendo á Inglaterra, su maestra de ayer, en esta lucha sin sangre. ¿Y todo esto iban á exponerlo—como el que juega su fortuna entera á una carta—en una lucha que podía serles desfavorable?…
–No; la guerra—insistió rabiosamente el consejero—, la guerra preventiva. Vivimos rodeados de enemigos, y esto no puede continuar. Es mejor que terminemos de una vez. ¡O ellos ó nosotros! Alemania se siente con fuerzas para desafiar al mundo. Debemos poner fin á la amenaza rusa. Y si Francia no se mantiene quietecita, ¡peor para ella!… Y si alguien más… ¡alguien! se atreve á intervenir en contra nuestra, ¡peor para él! Cuando yo monto en mis talleres una máquina nueva, es para hacerla producir y que no descanse. Nosotros poseemos el primer ejército del mundo, y hay que ponerlo en movimiento para que no se oxide.
Luego añadió con pesada ironía:
–Han establecido un círculo de hierro en torno de nosotros para ahogarnos. Pero Alemania tiene los pechos robustos, y le basta hincharlos para romper el corsé. Hay que despertar, antes de que nos veamos maniatados mientras dormimos. ¡Ay del que encontremos enfrente de nosotros!…
Desnoyers sintió la necesidad de contestar á estas arrogancias. El no había visto nunca el círculo de hierro de que se quejaban los alemanes. Lo único que hacían las naciones era no seguir viviendo confiadas é inactivas ante la desmesurada ambición germánica. Se preparaban simplemente para defenderse de una agresión casi segura. Querían sostener su dignidad, atropellada continuamente por las más inauditas pretensiones.
–¿No serán los otros pueblos—preguntó—los que se ven obligados á defenderse, y ustedes los que representan un peligro para el mundo?…
Una mano invisible buscó la suya por debajo de la mesa, como algunas noches antes, para recomendarle prudencia. Pero ahora apretaba fuerte, con la autoridad que confiere el derecho adquirido.
–¡Oh, señor!—suspiró la dulce Berta—. ¡Decir esas cosas un joven tan distinguido y que tiene…!
No pudo continuar, pues su esposo le cortó la palabra. Ya no estaban en los mares de América, y el consejero se expresó con la rudeza de un dueño de casa.
–Tuve el honor de manifestarle, joven—dijo, imitando la cortante frialdad de los diplomáticos—, que usted no es mas que un sudamericano, é ignora las cosas de Europa.
No le llamó «indio», pero Julio oyó interiormente la palabra lo mismo que si el alemán la hubiese proferido. ¡Ay, si la garra oculta y suave no le tuviese sujeto con sus crispaciones de emoción!… Pero este contacto mantuvo su calma y hasta le hizo sonreir. «¡Gracias, capitán!—dijo mentalmente—. Es lo menos que puedes hacer para cobrarte.»
Y aquí terminaron sus relaciones con el consejero y su grupo. Los comerciantes, al verse cada vez más próximos á su patria, se iban despojando del servil deseo de agradar que les acompañaba en sus viajes al Nuevo Mundo. Tenían, además, graves cosas de que ocuparse. El servicio telegráfico funcionaba sin descanso. El comandante del buque conferenciaba en su camarote con el consejero, por ser el compatriota de mayor importancia. Sus amigos buscaban los lugares más ocultos para hablar entre ellos. Hasta Berta comenzó á huir de Desnoyers. Le sonreía aún de lejos, pero su sonrisa iba dirigida