Los cuatro jinetes del apocalipsis. Blasco Ibáñez Vicente

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Los cuatro jinetes del apocalipsis - Blasco Ibáñez Vicente

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fué de breves instantes. A continuación le pareció que el tiempo y el espacio quedaban suprimidos, que él no había hecho ningún viaje y sólo iban transcurridas unas horas desde su última entrevista.

      Adivinó Margarita la expansión que iba á seguir á las exclamaciones de Julio, el apretón vehemente de manos, tal vez algo más, y se mostró fría y serena.

      –No; aquí no—dijo con un mohín de contrariedad—. ¡Qué idea habernos citado en este sitio!

      Fueron á sentarse en las sillas de hierro, al amparo de un grupo de plantas, pero ella se levantó inmediatamente. Podían verla los que transitaban por el bulevar con sólo que volviesen los ojos hacia el jardín. A estas horas, muchas amigas suyas debían andar por las inmediaciones, á causa de la proximidad de los grandes almacenes… Buscaron el refugio de una esquina del monumento, metiéndose entre éste y la rue des Mathurins. Desnoyers colocó dos sillas junto á un macizo de vegetación, y al sentarse quedaron invisibles para los que transitaban por el otro lado de la verja. Pero ninguna soledad. A pocos pasos de ellos un señor grueso y miope leía su periódico, un grupo de mujeres charlaba y hacía labores. Una señora con peluca roja y dos perros—alguna vecina que bajaba al jardín para dar aire á sus acompañantes—pasó varias veces ante la amorosa pareja sonriendo discretamente.

      –¡Qué fastidio!—gimió Margarita—. ¡Qué mala idea haber venido á este lugar!

      Se miraban los dos atentamente, como si quisieran darse exacta cuenta de las transformaciones operadas por el tiempo.

      –Estás más moreno—dijo ella—. Pareces un hombre de mar.

      Julio la encontraba más hermosa que antes, reconociendo que bien valía su posesión las contrariedades que habían originado su viaje á América. Era más alta que él, de una esbeltez elegante y armoniosa. «Tiene el paso musical», decía Desnoyers al evocar su imagen. Y lo primero que admiró al volverla á ver fué el ritmo suelto, juguetón y gracioso con que marchaba por el jardín buscando nuevo asiento. Su rostro no era de trazos regulares, pero tenía una gracia picante: un verdadero rostro de parisiense. Todo cuanto han podido inventar las artes del embellecimiento femenil se reunía en su persona, sometida á los más exquisitos cuidados. Había vivido siempre para ella. Sólo desde algunos meses antes abdicó en parte este dulce egoísmo, sacrificando reuniones, tés y visitas, para dedicar á Desnoyers las horas de la tarde. Elegante y pintada como una muñeca de gran precio, teniendo por suprema aspiración el ser un maniquí que realzase con su gracia corporal las invenciones de los modistos, había acabado por sentir las mismas preocupaciones y alegrías de las otras mujeres, creándose una vida interior. El núcleo de esta nueva vida, que permanecía oculta bajo su antigua frivolidad, fué Desnoyers. Luego, cuando se imaginaba haber organizado su existencia definitivamente—las satisfacciones de la elegancia para el mundo y las dichas del amor en íntimo secreto—, una catástrofe fulminante, la intervención del marido, cuya presencia parecía haber olvidado, trastornó su inconsciente felicidad. Ella, que se creía el centro del universo, imaginando que los sucesos debían rodar con arreglo á sus deseos y gustos, sufrió la cruel sorpresa con más asombro que dolor.

      –Y tú, ¿cómo me encuentras?—siguió diciendo Margarita.

      Para que Julio no se equivocase al contestarle, miró su amplia falda, añadiendo:

      –Te advierto que ha cambiado la moda. Terminó la falda entravé. Ahora empieza á llevarse corta y con mucho vuelo.

      Desnoyers tuvo que ocuparse del vestido con tanto apasionamiento como de ella, mezclando las apreciaciones sobre la reciente moda y los elogios á la belleza de Margarita.

      –¿Has pensado mucho en mí?—continuó—. ¿No me has engañado una sola vez? ¿Ni una siquiera?… Di la verdad: mira que yo conozco bien cuando mientes.

      –Siempre he pensado en ti—dijo él llevándose una mano al corazón como si jurase ante un juez.

      Y lo dijo rotundamente, con un acento de verdad, pues en sus infidelidades—que ahora estaban completamente olvidadas—le había acompañado el recuerdo de Margarita.

      –¡Pero hablemos de ti!—añadió Julio—. ¿Qué es lo que has hecho en este tiempo?

      Había aproximado su silla á la de ella todo lo posible. Sus rodillas estaban en contacto. Tomaba una de sus manos, acariciándola, introduciendo un dedo por la abertura del guante. ¡Aquel maldito jardín, que no permitía mayores intimidades y les obligaba á hablar en voz baja después de tres meses de ausencia!… A pesar de su discreción, el señor que leía el periódico levantó la cabeza para mirarles irritado por encima de sus gafas, como si una mosca le distrajera con sus zumbidos… ¡Venir á hablar tonterías de amor en un jardín público, cuando toda Europa estaba amenazada de una catástrofe!

      Margarita, repeliendo la mano audaz, habló tranquilamente de su existencia durante los últimos meses.

      –He entretenido mi vida como he podido, aburriéndome mucho. Ya sabes que me fuí á vivir con mamá, y mamá es una señora á la antigua, que no comprende nuestros gustos. He ido al teatro con mi hermano; he hecho visitas al abogado para enterarme de la marcha de mi divorcio y darle prisa… Y nada más.

      –¿Y tu marido?…

      –No hablemos de él, ¿quieres? El pobre me da lástima. Tan bueno… tan correcto. El abogado asegura que pasa por todo y no quiere oponer obstáculos. Me dicen que no viene á París, que vive en su fábrica. Nuestra antigua casa está cerrada. Hay veces que siento remordimiento al pensar que he sido mala con él.

      –¿Y yo?—dijo Julio retirando su mano.

      –Tienes razón—contestó ella sonriendo—. Tú eres la vida. Resulta cruel, pero es humano. Debemos vivir nuestra existencia, sin fijarnos en si molestamos á los demás. Hay que ser egoístas para ser felices.

      Los dos quedaron en silencio. El recuerdo del marido había pasado entre ellos como un soplo glacial. Julio fué el primero en reanimarse.

      –¿Y no has bailado en todo este tiempo?

      –No; ¿cómo era posible? Fíjate, ¡una señora que está en gestiones de divorcio!… No he ido á ninguna reunión chic desde que te marchaste. He querido guardar cierto luto por tu ausencia. Un día tangueamos en una fiesta de familia. ¡Qué horror!… Faltabas tú, maestro.

      Habían vuelto á estrecharse las manos y sonreían. Desfilaban ante sus ojos los recuerdos de algunos meses antes, cuando se había iniciado su amor, de cinco á siete de la tarde, bailando en los hoteles de los Campos Elíseos que realizaban la unión indisoluble del tango con la taza de té.

      Ella pareció arrancarse de estos recuerdos á impulsos de una obsesión tenaz que sólo había olvidado en los primeros instantes del encuentro.

      –Tú que sabes mucho, di: ¿crees que habrá guerra? ¡La gente habla tanto!… ¿No te parece que todo acabará por arreglarse?

      Desnoyers la apoyó con su optimismo. No creía en la posibilidad de una guerra. Era algo absurdo.

      –Lo mismo digo yo. Nuestra época no es de salvajes. Yo he conocido alemanes, personas chic y bien educadas, que seguramente piensan igual que nosotros. Un profesor viejo que va á casa explicaba ayer á mamá que las guerras ya no son posibles en estos tiempos de adelanto. A los dos meses, apenas quedarían hombres; á los tres, el mundo se vería sin dinero para continuar la lucha. No recuerdo cómo era esto, pero él lo explicaba palpablemente, de un modo que daba gusto oirle.

      Reflexionó

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