La Catedral. Blasco Ibáñez Vicente

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La Catedral - Blasco Ibáñez Vicente

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style="font-size:15px;">      Eran los tiempos de la revolución de septiembre. En la catedral y el Seminario había gran revuelo, comentándose de la mañana a la noche las noticias de Madrid. La España tradicional y sana, la de los grandes recuerdos históricos, se venía abajo. Las Cortes Constituyentes eran un volcán, un respiradero del infierno para las negras sotanas que formaban corro en torno del periódico desplegado. Por cada satisfacción que les proporcionaba un discurso de Manterola, sufrían disgustos de muerte leyendo las palabras de los revolucionarios, que asestaban fuertes golpes al pasado. La gente clerical volvía sus miradas a don Carlos, que comenzaba la guerra en las provincias del Norte. El rey de las montañas vascongadas pondría remedio a todo cuando bajase a las llanuras de Castilla. Pero transcurrían los años, venía y se iba don Amadeo, ¡hasta se proclamaba la República! y la causa de Dios no adelantaba gran cosa. El cielo estaba sordo. Un diputado republicano proclamaba la guerra a Dios, le retaba a que le hiciese enmudecer, y la impiedad seguía inmune y triunfante, derramando su elocuencia como una fuente envenenada.

      Gabriel vivía en un estado de belicosa excitación. Olvidaba los libros, despreciando su porvenir: ya no pensaba en cantar misa. ¿Qué le importaba su carrera viendo a la Iglesia en peligro y próxima a desvanecerse la poesía soñolienta de los siglos que le había envuelto desde la cuna como una nube perfumada de incienso viejo y rosas marchitas…?

      Con frecuencia desaparecían alumnos del Seminario, y los catedráticos contestaban con un guiño malicioso a las preguntas de los curiosos:

      –Están «allá»… con los buenos. No pueden ver con calma lo que ocurre. Cosas de chicos… calaveradas.

      Y las tales calaveradas les hacían sonreír con paternal satisfacción.

      Él pensó ser también de los que huían. Creía que el mundo iba a acabarse. En ciertas ciudades la muchedumbre revolucionaria invadía los templos, profanándolos. Aún no mataban a los sacerdotes, como en otras revoluciones, pero los ministros de Dios no podían salir a la calle con traje talar sin riesgo de ser silbados e insultados. El recuerdo de los arzobispos de Toledo, de aquellos bravos príncipes eclesiásticos guerreadores e implacables con el infiel, enardecía su belicosidad. Él nunca había salido de Toledo, de la sombra de la catedral. España le parecía tan grande como el resto del mundo, y sentía la comezón de ver algo nuevo, de contemplar de cerca las cosas extraordinarias admiradas en los libros.

      Un día besó la mano de su madre, sin conmoverse gran cosa ante el temblor de la pobre vieja, casi ciega. El Seminario tenía para él más tiernos recuerdos que la casa de sus padres. Fumó el último cigarro con sus hermanos en el jardín de la catedral, sin revelarles sus propósitos, y por la noche huyó de Toledo con un escapulario del Corazón de Jesús cosido al chaleco y una hermosa boina de seda en el bolsillo, de las confeccionadas por blancas manos en los conventos de la ciudad. El hijo del campanero iba con él. Se incorporaron a las partidas insignificantes que corrían la Mancha, y pasaron después a Valencia y Cataluña, ganosos de empresas más importantes para a causa de Dios y el rey que robar muías e imponer contribuciones a los ricos.

      Gabriel encontró un encanto brutal a aquella existencia errante, siempre en continua alarma, esperando la proximidad de la tropa. Le habían hecho oficial, en atención a sus estudios y a las cartas en que le recomendaban algunos prebendados de la Iglesia Primada, lamentando que un mozo de tanto porvenir teológico fuese a exponer su vida como un simple sacristán.

      Luna gustaba de la existencia libre y sin leyes de la guerra con la avidez de un colegial que sale de su encierro; pero no podía ocultar la decepción dolorosa que le producía la vista de aquellos ejércitos de la Fe. Se había imaginado encontrar algo semejante a las antiguas expediciones de las Cruzadas: soldados que peleaban por el ideal, que hincaban la rodilla antes de entrar en combate para que Dios estuviera con ellos, y por la noche, después de ardientes plegarias, dormían con el puro sueño del asceta, y se encontraba con rebaños armados indóciles al pastor, incapaces del fanatismo que corre ciego a la muerte, ganosos de que la guerra se prolongase todo lo posible para mantener la existencia de holganza errante a costa del país, que ellos creían la más perfecta; gentes que a la vista del vino, de las hembras o de la riqueza se desbandaban, hambrientas, atrepellando a sus jefes.

      Era la antigua vida de horda que surgía en plena civilización; la atávica costumbre de robar el pan y la mujer ajena con las armas en la mano; el celtíbero espíritu de bandería, de lucha intestina que tomaban para resucitar un pretexto político. Gabriel, salvo raras excepciones, no encontraba en aquellas bandas mal armadas y peor vestidas quien pelease por un ideal determinado. Eran aventureros que querían la guerra por la guerra; ilusos deseosos de fortuna; mozos del campo que, en su ignorancia pasiva, habían ido a las partidas como se hubieran quedado en casa a tener otros consejeros; almas sencillas que creían firmemente que en las ciudades quemaban y devoraban a los ministros de Dios, y se habían lanzado al monte para que la sociedad no cayese en la barbarie. El peligro común, la miseria de las marchas interminables para burlar al enemigo, la escasez sufrida en los yermos y picachos que les servían de refugio, los igualaban a todos, entusiastas, escépticos e ignorantes. Todos sentían por igual el deseo de resarcirse de las privaciones, de acallar la bestia que llevaban dentro, irritada y despierta por una vida de bruscos cambios, tan pronto en la abundancia loca y despilfarradora del saqueo, como en las penalidades de la marcha por llanuras interminables, sin ver el menor rastro de vida. Al entrar en los pueblos gritaban: «¡Viva la religión!», pero a la más leve contrariedad, los combatientes de la Fe se hacían esto y aquello en Dios y en todos los santos, no olvidando en sus sucios juramentos ni a los más sagrados objetos del culto.

      Gabriel, habituado a esta vida errante, no se escandalizaba. Los antiguos escrúpulos de seminarista desaparecían ahogados bajo la corteza de hombre de horda con que la guerra le endurecía. Doña Blanca, la cuñada del «rey», pasó ante él como una figura novelesca. En su romanticismo de princesa nerviosa deseaba imitar a las heroínas de la Vendée, y montando un pequeño caballo, el revólver al cinto y la boina blanca sobre la trenza flotante, se puso a la cabeza de aquellas tribus armadas que resucitaban en el centro de la Península la vida y las luchas de los tiempos casi prehistóricos. El revoloteo de la negra amazona de la heroína servía de bandera a los batallones de zuavos, tropa de aventureros franceses, alemanes e italianos, detritus de todas las guerras del globo, que encontraban más grato seguir a una hembra ganosa de notoriedad que engancharse en la Legión extranjera de Argelia.

      El asalto de Cuenca, única victoria de la campaña, dejó en la memoria de Gabriel una huella profunda. El tropel de hombres con boina, después de rebasar las murallas débiles como tapias, entraba cual arroyos desbordados por diferentes calles de la ciudad. Los tiros desde las ventanas no lograban detenerles. Todos estaban pálidos, con los labios descoloridos, los ojos brillantes y un temblor homicida en las manos. El peligro arrostrado y la certeza de que por fin eran dueños de una ciudad les enloquecía. Las puertas de los edificios caían a culatazos. Salían hombres despavoridos en mitad del arroyo atravesados por las bayonetas; dentro de las casas veíanse mujeres desgreñadas debatiéndose entre los brazos de los asaltantes, arañándoles con una mano el rostro, mientras con la otra pugnaban por sostener sus ropas.

      Luna vio cómo en el Instituto los más montaraces rompían a culatazos los aparatos del gabinete de Física. Clamaban contra aquellas invenciones del demonio, con las cuales creían ellos que se comunicaban los impíos con el gobierno de Madrid, y machacaban contra el suelo con el fusil y con los pies las doradas ruedas de los aparatos, los discos y las primeras pilas de electricidad.

      El seminarista contemplaba satisfecho esta destrucción. Él también odiaba, pero con odio reflexivo amamantado en el Seminario, las ciencias positivas y materiales, que al final de todas sus deducciones llegaban fatalmente a la negación de Dios. Aquellos hijos de las montañas, en su santa ignorancia, hacían sin saberlo una gran cosa. ¡Ah, si toda la nación les imitase! En otros tiempos no existían los chirimbolos de la ciencia, y España era más dichosa. Para vivir santamente bastaba con la sabiduría

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